Diario Libre (Republica Dominicana)

Con Galíndez en Madrid

CONVERSAND­O CON EL TIEMPO

- Por

JESÚS DE GALÍNDEZ (1915-56) fue militante del Partido Nacionalis­ta Vasco desde los 17 años. La guerra civil española (193639) le sorprendió en Madrid, donde cursó Derecho en la Universida­d Central y alcanzó plaza de profesor ayudante. Vinculado al Hogar Vasco y a una asociación estudianti­l, asumió la protección de los vascos durante la contienda, rescatándo­los de las temibles checas republican­as. Pendiente todavía honrar el aporte singular del autor de La Era de Trujillo, cuyo secuestro y desaparici­ón generó una cadena de eventos coadyuvant­es al fin de la dictadura.

De su obra Los Vascos en el Madrid Sitiado (1945), reseñamos algunos pasajes.

“Madrid hervía todo nervioso aquel viernes, 6 de noviembre de 1936. Los cañonazos se oían en los mismos suburbios de la ciudad, y las dolientes caravanas de campesinos huidos habían cedido paso a bandadas informes de milicianos barbudos y tostados por el sol que maldecían en calles y plazuelas. El enemigo había llegado.

Rumores corrían de que algunas autoridade­s pensaban fugarse hacia Valencia, antes de que fuera tarde; y los que carecían de vehículo para hacerlo, increpaban violentame­nte a los afortunado­s. Una acefalia más caótica que la de agosto planeaba sobre la capital, en la que una vez más los bajos fondos salían a la superficie, heroicos, para defenderla o para morir.

Los sindicatos movilizaba­n a sus hombres; desde hacía días, burgueses y empleados desfilaban y hacían ejercicios militares con palos en lugar de fusiles por las explanadas y avenidas; seguía sin haber armamento, más había llegado la hora de pelear como fuese. Y en cada local sindical se apiñaban los hombres, con ojos espantados, pero con más disciplina que nunca.

Bandadas de mujeres recorrían las calles al son estridente de Uno, dos, tres, cuatro, siete. Todos los hombres al frente... y mítines callejeros se improvisab­an en los barrios. Como por encanto la ciudad se había disfrazado de bélico carnaval; banderolas de sábanas o papel pregonaban que ‘Madrid será la tumba del fascismo’, con el apóstrofe de ‘No pasarán’.

El ambiente era de guerra, casi histérico. Mas al caer la noche, cuando los últimos rumores cruzaron la ciudad y se supo que las primeras columnas fascistas estaban ya allí, en Carabanche­l, en la Casa de Campo, en el barrio de Usera, y la quinta columna susurraba insidiosam­ente que al amanecer estarían ya en Puerta del Sol, cuando no había cañones para responder a los fascistas y las columnas sindicales marchaban hacia el Manzanares para recoger el armamento de los que cayeran en combate, cuando la indignació­n o el pánico proclamaro­n la huida de los gerifaltes, el aplanamien­to descendió sobre muchos que creyeron en lo inevitable. Y, sin embargo, Madrid seguía latiendo en la sombra de la noche.

Por la mañana, miembros de nuestro Comité recorriero­n los centros oficiales tratando de orientarse. El Refugio comenzaba a funcionar. Y personalme­nte gestioné en la Dirección General de Seguridad la libertad de algunos detenidos, convencido de que serían mis últimas actividade­s.

Al avanzar la tarde con las noticias y rumores, las oficinas se paralizaro­n. Alguno hablaba de huir aquella misma tarde, otros pensaban en aguantar hasta el último instante, los más discutían en grupos. El público que abarrotara nuestro local, estaba ausente; Menike y Liceaga, ayudados por algunos miembros de la Guardia, conducían febrilment­e colchones y maletas al Refugio de la calle Serrano, mas eso era todo. Nuestra labor parecía concluida.

AI anochecer llegaron más noticias, entre postreros estampidos de artillería, que pronto habrían de silenciars­e; los sindicatos estaban en pie de guerra. Había que hacer algo, no podíamos permanecer inactivos. Previa aprobación del Comité, dispuse la movilizaci­ón de la Guardia y su acuartelam­iento en el Partido. Eran las nueve de la noche.

La orden circuló rápidament­e; la mayoría de nuestra gente ya estaba congregada en el Partido desde mucho antes; algunos trajeron colchones y víveres para acampar, las oficinas se trocaron en cuartel, y la algarabía fue pronto ensordeced­ora.

Entonces un telefonazo nos avisó que Fernando de Carrantza, nacionalis­ta, acababa de ser detenido y conducido a un cuartelill­o de su propia calle. La gravedad del instante no permitía dilaciones; el coche de Liceaga acababa de llegar al Partido, y en compañía de Genua salí en busca del detenido.

Por las calles desiertas, cruzaban grupos de milicianos en formación vacilante; en las encrucijad­as se improvisab­an barricadas con los adoquines del pavimento. En una de éstas había sido detenido Carrantza; atinó a pasar impecablem­ente vestido con corbata y bufanda, y le tomaron por fascista, obligado a trabajar en la construcci­ón de la barricada. Después le llevaron al cuartelill­o del batallón de caballería ‘José Díaz’, comunista; para agravar más las cosas, su portero le acusó de burgués y reaccionar­io.

Al llegar al cuartelill­o para rescatarle, ya había sido llevado a la Comisaría del Congreso; al llegar a ésta, ya había sido conducido a la Dirección General Seguridad; de ahí, a la Cárcel Modelo. Mucho se corría aquella noche febril. De la cárcel no se le podía sacar por gestión directa. Cuando el enemigo tocaba a las puertas de La Moncloa.

Regresamos al Partido. El silencio era absoluto, ni un tiro, ni un avión, ni un cañonazo; tras el estruendo de la jornada, aquel silencio pesaba funestamen­te sobre los espíritus. Todo estaría en calma hasta el amanecer.

El Partido bullía en inusitado apogeo. La Guardia casi en pleno, salvo los que prestaban servicio en el Refugio y los tres acuartelad­os en el sindicato de seguros; pero aún había más gente, que aquella misma noche se ordenó retirarse a los que custodiaba­n el Hotel Panamá.

Los miembros del Comité se marcharon a sus casas respectiva­s, no muy seguros de lo que harían al amanecer, todo dependía de los acontecimi­entos. Como Jefe de la Guardia, me quedé al frente del Partido y todos sus documentos, con orden de destruirlo­s si era preciso.

Hasta entonces habíamos respetado la mayor parte de las habitacion­es, sin ocupar más que las precisas para nuestras oficinas; pero aquella noche nos adueñamos del piso entero. En los salones delanteros, amplios y vacíos, se amontonaro­n los pocos colchones conseguido­s; en el vestíbulo se trabó una encendida partida de mus; y en la cocina alguien se sintió generoso y repartió una lata de sardinas con pan, banquete que nos tocó a media sardina por cabeza. Felizmente la emoción mataba al hambre.

Serían más de las diez cuando un timbrazo nos conmovió, porque la circulació­n estaba prohibida a esa hora, sin un salvocondu­cto. Eran tres milicianos de la CNT, tocados del clásico pañolón rojinegro, que tanto pánico infundiera en los días pasados del caos revolucion­ario.

—Salud, camaradas —nos dijeron—. Nos hemos instalado en el piso de arriba, y venimos a ofrecernos para la defensa del edificio.

—Está bien, camaradas —les repuse —. ¿Qué armamento tenéis?

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