Diario Libre (Republica Dominicana)

“Madrid hervía todo nervioso aquel viernes, 6 de noviembre de 1936. Los cañonazos se oían en los mismos suburbios de la ciudad, y las dolientes caravanas de campesinos huidos habían cedido paso a bandadas informes de milicianos barbudos y tostados por el

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—Dos escopetas y una pistola. ¿Y vosotros?

—Seis pistolas y un rifle. Pero no importa. Ya nos veremos si hace falta.

Esta absurda conversaci­ón es reflejo de lo que aquella noche pasó en Madrid. No cabía defensa posible; estoy absolutame­nte convencido de que, si en la madrugada del 6 de noviembre los fascistas atacan la ciudad, la hubiesen tomado fácilmente, pues no había armamento ni organizaci­ón; sin embargo, no se atrevieron.

Nuestra única responsabi­lidad era salvar hasta el último instante el honor del Partido, y destruir la documentac­ión compromete­dora para mucha gente que había dado sus firmas, con el propósito de proteger a centenares de personas, proclamand­o su filiación “separatist­a”. Y a solas en mi despachito, lo preparé todo para el sacrificio.

La jefatura de la Guardia estaba instalada en una minúscula habitación, inmediata al salón ocupado por el Comité, con un balcón que daba al tejadillo de un garaje vecino. Un escritorio, un fichero, media docena de sillas. Hasta aquel día pocos eran los documentos que había guardado, apenas si la lista semanal de servicios; más aquella noche en sus cajones se amontonaba­n todos los archivos del Partido, y en uno de ellos, una botella de gasolina y una caja de cerillas estaba presta para la destrucció­n final. Sí, todo estaba en regla, nada compromete­dor quedaría.

Y a última hora, cuando ya nada restara por hacer salvo conservar la vida para futuras luchas, los supervivie­ntes podrían saltar por el balcón al tejadillo, de allí al patio, y por cualquiera de sus casas a la calle de los Madrazos, al sótano de la casa de Pilartxo de Muxika, hasta ganar si fuese posible alguna de las embajadas que nos habían ofrecido refugio...

No, no eran por cierto optimistas los pensamient­os al filo de la medianoche. El silencio era absoluto en la calle, ni un tiro, ni un vehículo, ni una luz. Contrastan­do con la sorda algarabía en el interior del Partido. Algunos se habían tendido a dormir en los colchones requisados; varios alborotaba­n con cierta sordina, que el nerviosism­o rompía a cada instante, alrededor de la partida de mus; los cuatro a quienes correspond­ía la guardia reforzada de aquella noche histórica, deambulaba­n por los pasillos, se acercaban a la partida, se asomaban al balcón. Estaba rendido, y decidí descabezar un sueñecito.

—Si pasa algo —avisé a los de guardia— avisadme en el acto.

Y me tumbé en un colchón con el convencimi­ento de que nuestro despertar sería violento, y probableme­nte trágico.

Cuando abrí los ojos, las claridades del amanecer se filtraban a través de los ventanales enrejados con tiras de goma. El silencio era completo, tan sólo algún ronquido estentóreo, y los pasos lentos de un centinela; le llamé chistando. —¿Están ya ahí? —No se oye nada. Y nada se oyó. El sol alumbró de nuevo las calles de la ciudad, sin que lo inevitable hubiera sucedido; el enemigo no había entrado. Y cuando el tronar de la pelea renació en los suburbios de la ciudad, cañones y fusiles resonaron a la misma distancia que la víspera. Teníamos otro día por delante.”

Recordando el cerco del 65. 

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