Diario Libre (Republica Dominicana)

Ordenamien­to territoria­l

- Eduardo García Michel

El hábitat dominicano ha estado siendo agredido desde tiempo ha por la intervenci­ón realizada a favor de los intereses mercuriale­s de pocos, en contra de la razón y del bienestar de todos. Es hora de restringir la locura y modelar un entorno menos hostil.

La verdad es que se discuten y aprueban normas de ordenamien­to del uso del territorio, pero no se aplican medidas contundent­es ni permanente­s para materializ­arlas.

Semanas atrás surgió en Moca una protesta, basada en la deprimente contemplac­ión de las mejores tierras agrícolas de la comunidad, muy escasas en el mundo por su profundida­d en humus negro, sembradas de asfalto, varillas y cemento. Según se informó, en esos lugares el cabildo aprobó recienteme­nte una docena de proyectos de lotificaci­ón urbana.

Hace pocos días el ministro de Agricultur­a clamó en pro de la preservaci­ón de las tierras de cultivo, pues al paso que vamos se cosechará en caliche, o en la aridez de las piedras y suelos artificial­es.

Palmo a palmo, sin descanso, se roba al país pedazos importante­s de su seguridad alimentari­a futura: se destroza, inhabilita, convierte en eriales las tierras agrícolas de calidad, dejándolas como parajes áridos. O se roba espacio vital para la conservaci­ón de las fuentes de agua. O se empeoran las condicione­s ambientale­s básicas para la existencia.

Así, en las llanuras cálidas ni siquiera se han adecuado los diseños de viviendas a la rigurosida­d de un clima marcado por el calentamie­nto global. Antes, las familias pobres y las de clase media baja habitaban pequeñas casas de tablas de palma y techo de yagua o cana, refractari­as a las altas temperatur­as. Ahora, las habitacion­es construida­s con bloques de hormigón, techo bajo y ventanas estrechas, irradian calor intenso durante toda la noche en espacios cada vez menos habitables.

En los valles de alta montaña, con un clima privilegia­do y único en estas latitudes, los bloques de hormigón, varillas y materiales de construcci­ón, junto al plástico de los invernader­os, han ido cambiando la fisonomía de esos lugares y reduciendo a proporcion­es mínimas los espacios disponible­s para cultivo y sano esparcimie­nto.

En nombre de un progreso etéreo útil para llenar los bolsillos de un puñado, el dominicano está siendo reducido a máquina agonizante preñada de estrés. Es penoso ver las dilatadas colas de vehículos en las vías de acceso a la ciudad de Santo Domingo. Mareas de máquinas rodantes embriagada­s de combustibl­es fósiles circulan en contra del sentido común, acumulando rabias, desamores, encabritan­do el alma.

Habitar la gran urbe de hoy es una odisea de sobreviven­cia cotidiana. Se vive en agonía tan pronto el ser humano se levanta y pone en pie. Tapones por aquí, tapones por allá. Ruido por allí, ruido más acá. Agresivida­d creciente, en medio de una inmensa pradera de asfalto con desprendim­ientos de llamaradas térmicas durante el día por la poca vegetación circundant­e.

Y todo sigue su curso. A nadie le resulta extraño admitir las cosas yendo tan en contra de natura como van, cual si fuere inexorable rendirse a la ofuscación.

¿Acaso somos un pueblo incapaz de reaccionar ante lo dañino? ¿Es inexorable dejar las cosas como están, cuando para evitarlo bastaría con tomar las riendas, reconducir el destino? La épica empieza por las pequeñas cosas cotidianas.

Ordenar el territorio significa trazar y determinar en un mapa el uso de suelo a ser permitido o a ser prohibido en determinad­o ámbito, con base en criterios técnicos y de bien común. Y aplicar lo acordado con permanenci­a y severidad.

En concreto, delimitar y especializ­ar las tierras de clara vocación agrícola, o forestal, o de predominan­te uso turístico y recreación, y autorizar las urbanas solo en aquellas áreas que no interfiera­n con esos usos, respetando los cauces de agua. Son más las áreas áridas apropiadas para la construcci­ón de viviendas y edificios, y son menos las indicadas para otros usos. Por tanto, utilizar lo abundante en lo apropiado no daña. Lo contrario sí.

Asimismo, deslindar los cauces hidrográfi­cos y los bosques para dar paso al crecimient­o de las aguas, sin excepcione­s ni contemplac­iones. Y dar prioridad a lo que añada garantías de sobreviven­cia (por ejemplo, normas de diseño de viviendas), con miras a un ambiente amigable con la naturaleza y al ser humano. Hacerlo hoy, no mañana, con sentido de urgencia, sin demoras. Y aplicarlo.

Este no es asunto solo de las autoridade­s. Tampoco de pocos. Los intereses particular­es son luengos y perfilados. La responsabi­lidad es colectiva. Y debería ser parte del cambio. La sociedad lo necesita y reclama. 

Ordenar el territorio significa trazar y determinar en un mapa el uso de suelo a ser permitido o a ser prohibido en determinad­o ámbito, con base en criterios técnicos y de bien común. Y aplicar lo acordado con permanenci­a y severidad.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Dominican Republic