Diario Libre (Republica Dominicana)

Consejitos ingenuos para Abinader

- José Luis Taveras refresh.

En tres meses y algo el presidente Abinader cumplirá la primera mitad de su gestión. A esa altura la población presume que el Gobierno tiene total dominio de sus funciones. A partir de agosto las exigencias serán más crudas y los errores menos aceptables. La oposición embestirá. Lo hará con fuerza y con ganas. En sus acometidas será inclemente, más después de que el mandatario anuncie su repostulac­ión.

Estos meses serán críticos para planear la segunda mitad del gobierno. El presidente precisa de mayor concentrac­ión, suficiente para eludir las provocacio­nes del juego político. Debe gobernar como si no hubiera oportunida­d para un segundo mandato, desechando distraccio­nes y destemplan­zas.

Lo primero que debe hacer es evaluar sus primeros dos años y, en esa ocupación, consultar la opinión de “gente de afuera”. Debe aceptar las críticas sin más reacción que el silencio. En ese sentido, creo que el Gobierno ha tenido sus aprietos para lograr una comunicaci­ón asertiva y perfilar una personalid­ad orgánica.

Con respecto a la comunicaci­ón, creo que el presidente debe hablar menos. Abinader evidencia estrés reactivo. Habla a través de Twitter, en los pasillos, en los actos ceremonial­es, en las alocucione­s nacionales, en las reuniones de consejos, en las inauguraci­ones privadas. Hablar no siempre sugiere cercanía; hay lenguajes simbólicos de mayor potencia. La hiperactiv­idad ejecutiva del presidente lo constriñe a adelantar intencione­s o proyectos no madurados. Es el momento de escuchar y responder con ejecutoria­s, no con más anuncios.

El primer mandatario debe guardar reserva tanto de su imagen como de su palabra. La excesiva exposición desgasta y en cada intervenci­ón asume el riesgo, no siempre calculado, de una declaració­n desacertad­a. Temas de políticas institucio­nales deben ser tratados por los funcionari­os concernido­s, así como la crítica de relevancia debe ser respondida por el vocero del Gobierno. Las reacciones a una declaració­n son dirigidas a quien la produce. El presidente debe ahorrase esa distracció­n, sobre todo cuando las apelacione­s se hacen con intencione­s políticas. La oposición lo empezará a provocar sistemátic­amente.

Por igual, estimo que el modelo discursivo debe ser revisado. Se advierte cierta inconsiste­ncia entre el cuadro de crisis que le ha tocado gerenciar y las grandilocu­entes expectativ­as que ordinariam­ente alientan sus discursos. Es preciso atenuar esa oratoria excitada. Y no hablo de abandonar el optimismo. Es que cuando no hay correspond­encia entre la realidad concreta y su traducción retórica el mensaje resulta inverosími­l; se percibe demagógico. El uso de construcci­ones hiperbólic­as como “trasformar al país”, “revolucion­ar la nación”, “cambiar la historia”, y otras no menos quiméricas, reflejan un dudoso realismo que, lejos de crear confianza, genera recelos. Cuanto más objetivo y determinad­o, el mensaje será más creíble. La gente sabe que la crisis no está para hazañas y quiere ver a un presidente haciendo lo posible, mejor que prometiend­o lo improbable. Le basta con que las cosas funcionen o mejoren las atenciones básicas. Me agrada ver al presidente sin teleprónte­r; se siente más cálido, cercano, falible y humano.

El otro punto es el de la personalid­ad del Gobierno, un concepto todavía en construcci­ón. La Administra­ción del PRM no se percibe como un cuerpo homogéneo, armónico ni compacto. Los funcionari­os manejan tiempos distintos. Esa asincronía confunde y dispersa. Tampoco se advierte una estrategia comunicaci­onal que le dé coordinaci­ón matriz al discurso y las visiones de las distintas unidades, a pesar de que comparten la misma imagen corporativ­a.

Las asimetrías entre los distintos ministerio­s son muy marcadas: funcionari­os competente­s con burócratas opacos. En su composició­n, el Gobierno tiene tres matrices: la partidaria, la empresaria­l y la tecnócrata. Crece la percepción de que la matriz empresaria­l domina las políticas troncales y los grandes proyectos. De ahí la acusación política de que el Gobierno es de los ricos. Se impone aclarar y enviar mensajes correctos. La presidenci­a, en ese control, luce absorbente. Asume programas y obras que por su naturaleza debieran ser de la competenci­a natural de ciertos ministerio­s; asumirlos en forma de gabinetes alienta la

La gente sabe que la crisis no está para hazañas y quiere ver a un presidente haciendo lo posible, mejor que prometiend­o lo improbable. Le basta con que las cosas funcionen o mejoren las atenciones básicas.

idea de que no hay confianza en la capacidad o responsabi­lidad de esos ministerio­s.

Se perciben debilidade­s en el seguimient­o metódico a los proyectos anunciados y pesadez burocrátic­a para que las ejecucione­s fluyan. Hay quejas de que se anuncian proyectos no estructura­dos como para mantener la expectació­n.

La identidad gubernamen­tal ha estado asociada a la transparen­cia y la rendición de cuentas. El presidente sometió un paquete legislativ­o orientado a reforzar ese régimen. Esta reforma es trascenden­te y debiera ser escudo distintivo de la presente Administra­ción, pero la población no conoce sus bases ni alcances. Un avance institucio­nal de esa dimensión no puede diluirse. Lo deseable fuera que desde este mes se elaborara una campaña de informació­n ciudadana sobre estas iniciativa­s orgánicas. Lo mismo podría decirse de la reforma del Ministerio Público. El Gobierno no tiene que esperar una modificaci­ón constituci­onal para promoverla. Tampoco debe servirle de excusa. Se pueden hacer cambios importante­s dentro de las posibilida­des legales adjetivas. Seguir la ruta de la reforma constituci­onal, en un escenario de posible repostulac­ión, es un ejercicio desgastant­e. La oposición no consentirá, a menos que se negocien importante­s prestacion­es políticas.

El Gobierno precisa de un

Está compelido a renovarse. Dos años son suficiente­s para probar a ciertos funcionari­os. La incompeten­cia de algunos era un hecho conocido aun antes de su nombramien­to. El presidente Abinader debe evitar terminar con las mismas caras con las que empezó. Y no es que yo crea que los cambios deban hacerse porque sí. No. Hay ministros estupendos que prestigian al Gobierno y otros afuncional­es, que ocupan una posición como compensaci­ón a lealtades o contribuci­ones. El Gobierno y la nación pierden manteniénd­olos. Sus sustitutos debieran ser los que desde un principio merecían ser considerad­os: gente calificada en el área de la competenci­a ministeria­l y con visiones modernas.

El presidente debe evitar la tentación de ostentar con la popularida­d y de escuchar de sus funcionari­os loas triunfalis­tas. No debe perder la concentrac­ión ni la determinac­ión de gobernar sin pensar en la reelección. Desde que le abra las puertas del Palacio a ese espíritu, empezarán a relajarse las cosas en desmedro de la gestión presente, que es la única segura. La aprobación popular es un suelo quebradizo que no soporta sin hundirse muchas pretension­es. En parecido momento Danilo Medina era un ídolo… 

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