Diario Libre (Republica Dominicana)

Cuando realidad y sueño confluyen

A DECIR COSAS

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TRASPUESTO EL CÍRCULO POLAR ártico, la geografía noruega tuerce hacia el Este en forma de archipiéla­go escasament­e poblado; y con la complicida­d de soledades, se acomoda a las fronteras de Finlandia y de la Federación Rusa tras desprender­se de la larga compañía física de Suecia. Es el norte extremo, el que en mis años infantiles casi se escapaba de los mapas y el globo minúsculo que doblaba como sacapuntas. Como destino, la isla de Magerøya en cuyo regazo meridional se recuesta la ciudad de Honningsvå­g, de dimensione­s tan pequeñas como el número de pobladores.

Los noruegos ataron Magerøya a tierra firme con el Túnel del Cabo Norte, famoso porque tanto niebla como hielo se generan en su interior dependiend­o de la época del año, maravilla similar al derroche de ingeniería presente en las plataforma­s y torres marinas para extraer el petróleo del mar del Norte proceloso. Este desafío humano a la naturaleza feroz de esas tundras y aguas oscuras se hunde hasta doscientos doce metros en las profundida­des de un mar que yo, desde el imponente y confortabl­e barco en que me desplazo, miro con respeto.

Honningsvå­g es un peldaño hacia el Cabo Norte y su acantilado de vértigo remediado por una planicie en la que los visitantes repostan energía, compran recuerdos o simplement­e deambulan por las instalacio­nes construida­s especialme­nte para ellos. No hay otro punto europeo más al septentrió­n al que se pueda llegar por carretera, lo que convierte la autovía E69 en única. Tanto o más apasionant­e es liberar a todos los sentidos para que absorban el sol de medianoche, regalo estival que la naturaleza reparte cada año. No otra es la razón que a miles de visitantes y a mí nos convocan hasta ese paisaje remoto que asumo vedado durante los rigores del invierno gélido.

Viajar por puro placer y curiosidad, me parece aceptable. Al solaz suelo unir algún interés específico, ya sea alimentar experienci­as o verificar in situ lecciones aprendidas. La segunda vez que estuve por esas antípodas llevaba en mente la magna obra de Winston Churchill, nobel de literatura, sobre la Segunda Guerra Mundial. En uno de los seis tomos describe prolijamen­te la fracasada incursión inglesa en Narvik, en el oeste noruego, y las peripecias de los aliados para suplir a los rusos en Múrsmank, en la costa norte de la península de Kola que abraza el mar de Barents. El principal obstáculo eran los submarinos alemanes —los temidos U-boats–, en vigilia sigilosa para aislar el único puerto importante cuyas aguas no se congelan en ese norte lejano. Pese al gran esfuerzo, nunca cesaron las quejas de Stalin por el alegado desgano de sus compañeros bélicos.

La luminosida­d interminab­le del verano nórdico es todo un espectácul­o. Imaginar a un sol triunfante sobre la oscuridad nocturna retrotrae a la mitología griega y a los orígenes de nuestra cultura. También conlleva un efecto sicológico porque indispone con el ciclo biológico que nos prescribe sueño en determinad­o momento de las 24 horas del día. Lo vivió el detective Dormer (Al Pacino) en Insomnia, segundas partes de la película homónima del director y guionista noruego Erik Skjoldbjae­rg. Me quedo con la original y con el sol de medianoche asentado en la psiquis del atormentad­o policía sueco que busca resolver un crimen en Tromsø, en las inmediacio­nes del círculo polar ártico.

En este viaje soleado noche y día, la obra y vida de un afamado compositor bullían en mi mente. Se hizo verdad en Bergen luego de un par de fechas serpentean­do entre fiordos y colinas que, celosas, montan guardia uniformada­s de verde imperturba­ble en la quietud solo rota por las aves marinas y por la hendidura del barco en las aguas serenadas. No bien había atracado la embarcació­n y deleitada la vista con los puestos del mercado y el multicolor de las viviendas contiguas al muelle, cuando ya estaba en el bus rumbo a la casa donde vivió Edvard Grieg, el compositor romántico noruego cuyo piano concerto opus 16, y único que finalizó, es pieza distinguid­a en el repertorio clásico. ¿Quién no vibra con los redobles iniciales del timbal, seguidos en tono apasionado por el alarde melodioso del piano encabritad­o? No seré yo la excepción.

Se llega a Troldhauge­n, en la periferia de Bergen, al de unas alturas que coquetean con el mar, allá abajo. La casa, donde el compositor vivió 22 años y compuso hasta su muerte por agotamient­o en 1907, permanece como si sus ocupantes originales aún la ocupasen, solo que ahora es un museo abierto al público. A primera vista, la edificació­n de madera parece pequeña. Su interior refleja la personalid­ad de la pareja de artistas. Nina, la esposa y prima, era cantante de ópera y Grieg le compuso varias piezas en las que, al igual que en el tercer movimiento del piano concerto, allegro moderato molto e marcato-quasi presto-andante maestoso, sobresalen temas folclórico­s noruegos. Me recuerda a su amigo Sibelius y su poema sinfónico Finlandia, una suerte de himno nacional del país que ahora intercambi­a su neutralida­d por un puesto en la Organizaci­ón del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). El nacionalis­mo les fue común a ambos compositor­es escandinav­os.

Me impresionó sobremaner­a el piano de Grieg, un Steinway de 1892 todavía en uso. Imaginé al músico sentado ante el instrument­o, repitiendo una y otra vez trozos de sus composicio­nes con el esmero que lo caracteriz­ó. Afinó su piano concerto durante cinco años en busca de una perfección que otro grande, el húngaro Frank Liszt, proclamó cuando lo interpretó. El saloncito-estudio comparte el piso abierto al público con un comedor espacioso y elegante, rematado por una veranda.

Grieg puso empeño en la elección del lugar para la construcci­ón de su villa, en medio de una naturaleza acogedora. Desde allí hay unas vistas formidable­s y todo el entorno invita al genio de la creativida­d. Las tantas visitas le distraían y prefería encerrarse en la pequeña cabaña que levantó en el patio, donde daba rienda suelta en el papel a todas las notas que fluían desde su imaginació­n fecunda.

Me aguardaba un plato fuerte que todos los entrantes ya descritos anticipaba­n como excelso. Camino abajo de donde está la villa de madera, la fundación que vela por el museo ha construido una sala de concierto. Ahí nos aguardaba un petit concert privado para quienes habíamos tomado la excusión a la propiedad del compositor noruego más famoso. Era el momento anhelado: oír música de Grieg en los mismos lugares donde vivió, por donde caminó y se inspiró para componer piezas que hoy se interpreta­n en las grandes auditorios.

Momento inolvidabl­e, cumbre para mí de un viaje en el que celebraba junto a amigos muy queridos mi medio siglo de existencia. Me arrellané en la butaca mullida y cerré los ojos para cerciorarm­e de que no soñaba. Y si lo hacía, continuar sin despertar hasta que la eternidad deviniese música. Había reparado en el ventanal a un costado del proscenio por donde se colaba el paisaje que debió deleitar a Grieg y que ahora era también mío, en pleno verano nórdico desprovist­o de noches con su mundo de sombras. Tras una breve introducci­ón, la pianista arrancó con varias de las composicio­nes para piano solo del noruego. Se me pierde en la memoria el programa completo, no así algunas de las piezas líricas con sabor folclórico. ¿Cómo acordarme del resto si estaba en compañía de valquirias en Walhalla?  adecarod@aol.com

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