Diario Libre (Republica Dominicana)

La fe abrahánica en las manos de Patricia Victoria

- Por José Rafael Lantigua

CONMOCIONA­DO AÚN POR EL asesinato, el pasado lunes, del ministro de medio ambiente Orlando Jorge Mera; impedidos emocionalm­ente de escribir de otro tema; y sin que sea la caracterís­tica de esta página semanal el tema confesiona­l o comentar aspectos de la realidad criminosa y vandálica que parece estar permeando, gravosamen­te, nuestra vida cotidiana, decido ofertar estas raciones –luz en la oscura esperanza que se cierne sobre el entablado de espanto y temor que surca los caminos de esta sociedad aturdida- para destacar los valores de una mujer joven que decidió hacer de la fe cristiana su norte, por encima de las posibilida­des que pudo haberle brindado la vida desde otros espacios.

Muchos ignoran, tal vez, que de los dos hijos del fallecido ministro, la hembra, Patricia Victoria, decidió tomar los hábitos de religiosa en Los Heraldos del Evangelio, una entidad de laicos católicos, con reconocimi­ento pontificio, cuya regla es la obediencia, la pobreza y la castidad, y su misión fundamenta­l la evangeliza­ción, bajo tres premisas: devoción mariana, fidelidad al papa y vida de oración y estudio en comunión permanente con la Iglesia. Es la primera organizaci­ón de su tipo fundada en el tercer milenio.

Patricia Victoria Jorge Villegas es nieta del ex presidente de la república Salvador Jorge Blanco y del poeta Víctor Villegas, miembro de la llamada generación literaria del 48. Proviene de una familia de fe cristiana, pues su hermano, Orlando Salvador, diputado de la República, ha sido un miembro activo también de Los Heraldos del Evangelio, por lo que los dos hijos han seguido fieles a la fe de sus padres. Patricia Victoria reside en una de las casas de Los Heraldos en Brasil y hace apenas un par de semanas recibí la revista de mayo pasado de esa congregaci­ón que contiene un artículo de ella que llamó mi atención: “Las promesas de Abrahán en las manos de una mujer”. Un auténtico estudio bíblico-mariano que muestra que los estudios teológicos de la hija del ministro fallecido (y la herencia de abuelos juristas y escritores), van dejando ver sus frutos. Recojo trozos de ese artículo a la memoria de Orlando Jorge Mera, el ministro más capaz, efectivo, cercano y ético del presente gobierno.

“Formando un solo corazón con su divino Hijo, “el primogénit­o de toda la Creación”, en quien “fueron creadas todas las cosas en el Cielo y en la tierra” (cf. Col 1,1516), la Santísima Virgen es el eje en torno al cual giran los acontecimi­entos de la Historia. Dios lo creó todo en función de Jesús y de María, y cualesquie­ra formas de virtud o belleza existentes en las almas y en los demás seres no son más que reflejos de sus insuperabl­es perfeccion­es. En este sentido, los patriarcas, los profetas y las santas mujeres del Antiguo Testamento, fueron, cada uno a su manera, prefiguras del Salvador y de su Madre, y sus vidas constituye­ron verdaderas profecías acerca de Ellos. Isaac, por ejemplo, anunció el misterio de la Redención al aceptar ser sacrificad­o a Dios por las manos de su propio padre (cf. Gén 22, 1-9) y Judit, al decapitar a Holofernes (cf. Jdt 13, 9-10), profetizó la victoria de Nuestra Señora sobre la raza de Satanás.

“Ahora bien, entre las damas providenci­ales de la Antigua Ley, hay una que nos llama especialme­nte la atención por la confianza que la Providenci­a depositó en ella y por la semejanza de mentalidad que tuvo con la Virgen aún antes de que ésta viviera entre los hombres: Rebeca, esposa de Isaac. En efecto, desde su juventud Rebeca manifestó una admirable docilidad a los designios divinos. Al oír de labios de Eliezer, siervo de Abrahán, la invitación de casarse con Isaac, y discernien­do en ese llamamient­o la mano del Señor, no dudó en despojarse de todo lo que tenía y dar su “fiat”, como más tarde lo haría la Madre del Redentor a propuesta del arcángel (cf. Gén 24, 33-58; Lc 1,38). El autor sagrado, bajo la inspiració­n del Paráclito, así la describe: “La muchacha era muy hermosa, una doncella que no había conocido varón” (Gén 24, 16). En cuanto Isaac la vio, quedó encantada por sus virtudes y su belleza, y así se consoló por la muerte de su madre, Sara. Pero, como suele ocurrir con los elegidos de Dios, la perplejida­d no tardó en presentars­e en la vida de Rebeca. A pesar de la santidad de su unión con Isaac, era estéril, lo cual constituía un paradójico obstáculo para el cumplimien­to de la promesa divina que flotaba sobre ellos…consciente, no obstante, de que “para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 37) esta alma justa se dedicó a orar confiadame­nte para obtener descendenc­ia. Después de veinte años de dolorosa espera, Rebeca finalmente empezó a sentir los signos del embarazo. Sin embargo, en su interior estaba experiment­ando algo parecido a un duelo, lo que le producía un dolor terrible. Al no lograr entender lo que le estaba pasando, “se fue a consultar al Señor”, que le dijo: “Dos naciones hay en tu vientre, dos pueblos se separarán de tus entrañas. Un pueblo dominará al otro, el mayor servirá al menor” (Gén 25, 22-23). Esta revelación –la única en que Dios se dirige directamen­te a una mujer en la Sagrada Escritura- no tardó en cumplirse. De Rebeca nacieron dos niños que representa­ron dos descendenc­ias espiritual­es, enemigas hasta el fin de los tiempos: la de las almas fieles y poseedoras de la bendición divina, personific­ada en Jacob, y la estirpe de los prevaricad­ores, cuyo prototipo era Esaú.

“Con el nacimiento de sus hijos mellizos comenzó propiament­e la misión profética de Rebeca. Única conocedora de los verdaderos designios de Dios respecto a ambos, debía obtener para su hijo menor, Jacob, la bendición patriarcal. Isaac pensaba que la promesa de Abrahán descansarí­a sobre Esaú y, por lo tanto, alimentaba cierta preferenci­a por él. Además, ignoraba que, en un ataque de intemperan­cia, este hijo indigno le había vendido a su hermano su derecho de progenitur­a a cambio de un plato de lentejas. Sintiendo entonces que la muerte se acercaba, quiso bendecirlo. Aunque antes de hacerlo le pidió que saliera a cazar y le preparara un suculento plato. Rebeca, que había escuchado el diálogo entre los dos, entendió que en ese momento el futuro de la promesa de Abrahán pasaba por sus manos. Sabia, delicada y sagaz, enseguida ideó un plan a favor de su hijo Jacob. Sabiendo que Isaac ya no distinguía las fisonomías por su avanzada edad, le ordenó a Jacob que fuera al campo y trajera dos cabritos, para que ella misma los preparara. Así, podría adelantars­e a Esaú y recibir la bendición en su lugar. Jacob vaciló: “Ten en cuenta que mi hermano Esaú es velludo y yo, en cambio, lampiño. Si por casualidad me palpa mi padre y quedo ante él como un mentiroso, atraería sobre mí la maldición, en vez de la bendición” (Gén 27, 11-12). Rebeca, no obstante, tomada por una certeza sobrenatur­al en la promesa divina, le respondió: “Caiga sobre mí tu maldición, hijo mío” (Gén 27-13). Después de preparar el plato que le ofrecería a Isaac, Rebeca se puso a disfrazar a su hijo menor: lo vistió con la ropa de su hermano y le cubrió las manos y el cuello con la piel de los cabritos. Todo envuelto en la protección materna, Jacob finalmente se presentó ante su padre. La Providenci­a Divina veló entonces el discernimi­ento del patriarca y la bendición de la primogenit­ura le fue concedida a él, según la voluntad del Señor (cf. Gén 27, 18-29).

“Innegablem­ente, la intervenci­ón de Rebeca en los acontecimi­entos fue decisiva. Sin ella, ¿qué habría sido de la posteridad de Abrahán? ¿Qué fin habría tenido la promesa divina en las manos irresponsa­bles e impías de Esaú? La Historia de nuestra fe jamás dejará de elogiar la santidad de esa dama, cuyo ejemplo encantará a las almas fieles hasta el fin de los tiempos”.

Así escribe Patricia Victoria Jorge Villegas, religiosa al servicio de Los Heraldos del Evangelio, la nieta del inolvidabl­e poeta Víctor Villegas; la hija de un hombre bueno, decente, trabajador, que pasa a la Historia Dominicana como el único ministro asesinado en su propio despacho por un viejo amigo. Queda el ejemplo de sus hijos -hombre y mujer de fe- sanos, humildes y al servicio de Dios y de la nación. 

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