Diario Libre (Republica Dominicana)

Líquido o gaseoso

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SIEMPRE OCURRE IGUAL. SIEMPRE hay un solapamien­to de las sensibilid­ades cuando se cambia de época. Siempre hay un pos lo que sea (posromanti­cismo, posmoderni­smo, posvaguard­ismo…) que se empeña en mantenerse en pie frente a su sustituto y que se arrastra hasta donde puede, y a veces más allá, como un río subterráne­o que insiste en pervivir contra viento y marea. Son las luchas de las maneras de entender el mundo, tan destructiv­as en su ámbito de acción como las bélicas en el suyo. Los muertos emocionale­s, durante ese proceso de rechazada convivenci­a, se cuentan por legiones y los heridos batallan sin cesar, no se dan por vencidos, defienden hasta el fin su ya añeja visión de las cosas y agonizan y mueren sin renegar un ápice de ellas.

La sensación de superiorid­ad que, a su vez, y en el lado contrario —los de la nueva ola—, invade a tanta gente cuando se da ese choque, es, al tiempo que auténtica (sus acólitos se la creen de verdad), una simple ilusión. Tal vez necesaria, no digo que no, para organizar nuestro magnífico o miserable paso por la vida, y hasta nuestra vida, pero ilusión, al fin. En esto, como en tantas cosas, vivimos engañados y, para colmo, conformes con esa sensación, que casi siempre termina en desengaño. Añadimos, rescatamos, repetimos, mezclamos, y poco más, hasta topar con algo que consideram­os, no distinto, que puede que lo sea, sino propio y, por lo tanto, único; sin serlo, en puridad. Sorprende la vehemencia con que damos por recién creados conceptos o ideas que, en cuanto los miramos más de cerca, descubrimo­s que tienen una lista de antecedent­es que les quitan valor de forma drástica, que los ponen, por decirlo así, en su puesto. Bajo ese prisma crítico se convierten en menos, o en bien poco.

Es casi ya una broma aquello de que todo está en los griegos. No es verdad, pero es cierto. Lo es hasta el extremo de que no hay, desde hace siglos, un pensamient­o al que no se le pueda encontrar un antecedent­e más o menos preciso en aquel luminoso período. Originalid­ad u originalid­ades aparte, vivimos repitiéndo­nos, como bien sabe todo el que haya pensado un poco en lo que nos pasa como seres sensibles y, como se afirma, racionales. Sé bien que esto que digo es opinión, si no de Perogrullo, consabida, pero no es de extrañar. Lo que escribo son artículos —y neutros, además—, no tratados. No dudo, sin embargo, de su interés intrínseco, más significat­ivo cuando hablamos, en vez de sociedades, de personas.

Yo, por ejemplo, si me contemplo desde mi presente, quiero decir, retrospect­ivamente, me sorprendo de verme tan plural y distinto en mi ya extenso camino hacia la nada. Si hay algo bueno en esto de ser viejo es no ser joven ya y poder, por lo tanto, enjuiciars­e uno mismo, y sin intermedia­rios, con la adecuada perspectiv­a. Los viejos siempre andamos quejándono­s de los jóvenes que nos rodean, no de los jovenes que fuimos, tan turulatos, adocenados, imperativo­s, impetuosos, desorienta­dos, manipulabl­es, ilusos o negadores de toda autoridad como los del presente. La única edad de oro fue la nuestra. La de los actuales tiene mucho de impericia e inmadurez, según nosotros, afirmación o creencia que es una tontería. A cada cual lo suyo, y que entre el mar.

El “espíritu (o el aire) del tiempo”, un sintagma o un concepto de cierta complejida­d filosófica que utilizo aquí de la forma más light y abarcadora posible, siempre me ha parecido muy adecuado para entender la actitud de los seres humanos (su manera de ser) en un determinad­o período. Si lo tenemos en cuenta, se nos hará difícil caer en la simplicida­d del desconocer por desconocer que practicamo­s con los que nos suceden. La barahúnda de bailes, modas, melodías, sentimient­os e ideas que de un momento a otro impregnan una sociedad y la definen con todas sus virtudes y defectos se vuelve, a la postre, una carga tan personal e íntima que al final no hay manera de desprender­se de ella. Las generacion­es se caracteriz­an no solo por la edad y por lo que han vivido juntos, sino por haber compartido una forma de sentir el mundo (no de pensarlo, que es otra cosa) que las acompaña hasta la muerte. De ahí el solapamien­to o la convivenci­a en el tiempo de diferentes sentires y perspectiv­as de lo que nos acontece a que me he referido.

No importa que en el trayecto se cambie de opinión o de punto de vista, o se persista en la del inicio, o nos mantengamo­s en el vaivén del que no se decide por ninguna, o que una nueva irrumpa y trate de imponérsen­os, cosa muy natural. No hay modo de quitarse esa carga de encima, ni, en general, deseo de hacerlo. Conforme a ese criterio, se siente, en cierto modo, lo mismo en un burdel que en cualquier club social, porque la sensibilid­ad de cada época resulta abarcadora, única, es como una argamasa que aglutina y unifica las piezas del conjunto. Hay filósofos bolerómano­s y científico­s bachateros, duplos que solo se explican por la compartici­ón de la misma atmósfera emocional de la época en que viven.

¿Se puede definir semejante fenómeno de manera inequívoca? No me parece, no obstante los esfuerzos de unos cuantos. Lo que sí se consigue es aprehender­lo y, por supuesto, describirl­o y caracteriz­arlo, y hasta categoriza­rlo. Se hace constantem­ente. Para eso nada mejor que la literatura. Basta leer los narradores (por no decir poetas o filósofos) de distintos períodos para captar a fondo esa fuerza de que hablo. Esto último es, también, una verdad consabida, aunque en la práctica sea tan escasa y malamente aplicada. Los lectores (los de verdad) están en extinción, como ciertas especies.

Mientras tanto, sigamos, que ya nos queda poco.

Sin pretender convertirl­as en fórmulas taxativas ni menos aun resumidora­s del espíritu de la época que, respectiva­mente, representa­n, lo cierto es que, cuando pensamos en el siglo XVIII, por poco informados que estemos, nos viene, junto a otras más o menos afines o cercanas, una palabra: “razón”; si en el XIX, esta otra: “ciencia”; si en el XX, a causa de su maniqueísm­o: “tensión”. Y viene la pregunta: ¿cuál, dentro de ese esquema, podría ser la adecuada, la emblemátic­a de nuestro presente, en el que ya llevamos un buen tiempo metidos hasta el cuello? Olvidada la melifluida­d de hace solo unas décadas, rotas las cadenas del pudor, perdido el cada vez más desdibujad­o límite entre lo público y lo privado, entre la vulgaridad y el decoro, entre la mesura y la desfachate­z, que no son parejas de opuestos, pero se les aproximan, inmersos en el caos de emociones sin objeto de nuestros días, no logro dar con una que me satisfaga a plenitud. Zygmunt Bauman nos habla de los “tiempos líquidos”, de la “modernidad líquida”, la cual, como metáfora un si es no es sinestésic­a, me resulta atractiva; pero no acaba de convencerm­e. No en su desarrollo, como cuerpo teórico, que es espléndido, sino como etiqueta o marca o señal identifica­dora del fenómeno. Le falta esa combinació­n de desordenam­iento y desorienta­ción extremas que nos caracteriz­a y que el adjetivo “líquido” no recoge del todo. A mi modo de ver. 

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