Diario Libre (Republica Dominicana)

La defensa colectiva de la democracia

- Flavio Darío Espinal

La Asamblea General de la Organizaci­ón de los Estados Americanos (OEA) que sesionó en Santiago de Chile del 8 al 10 de junio de 1991 tuvo la notable caracterís­tica de que, por primera vez en la historia de esta organizaci­ón regional, los representa­ntes de los Estados miembros pertenecía­n a gobiernos elegidos democrátic­amente. Chile fue el último país en llevar a cabo su transición a la democracia en América Latina con la celebració­n de las primeras elecciones democrátic­as en diciembre de 1989 desde que se produjo el golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Previament­e, otros países de la región habían realizado sus propios procesos de transición democrátic­a, lo que le dio a la OEA un perfil muy distinto al que tenía en los años sesenta, setenta y ochenta cuando muchos de sus países miembros estaban gobernados por regímenes dictatoria­les en un contexto de guerra fría en el que la contención del comunismo era el elemento dominante en las relaciones hemisféric­as.

Otro rasgo notable de esa Asamblea General de la OEA en Santiago de Chile en 1991 fue que, también por primera vez, en ella estuvieron representa­dos todos los Estados americanos, con excepción de Cuba cuyo gobierno se mantenía suspendido, pues Canadá ingresó a la organizaci­ón el año anterior y los dos Estados que faltaban –Belice y Guyana- lo hicieron en 1991. Con esta nueva configurac­ión de la OEA, la agenda hemisféric­a se amplió en la medida en que Canadá y los países del Caricom comenzaron a hacerse sentir con temas que no necesariam­ente se planteaban en la discusión cuando dicha organizaci­ón estaba integrada solo por Estados Unidos y los países de América Latina.

En ese contexto regional era perfectame­nte lógico que el debate sobre la democracia adquiriera otra dimensión, esto es, que se pasara de la simple declaració­n a favor de la democracia de la Carta de la OEA a la creación de un mecanismo operativo de defensa colectiva de la democracia. Este cambio de enfoque se plasmó en la llamada Resolución 1080, la cual estableció el mandato a los estados americanos de -“colectivam­ente”evaluar y decidir qué hacer “en caso de que se produzcan hechos que ocasionen una interrupci­ón abrupta o irregular del proceso político institucio­nal democrátic­o o del legítimo ejercicio del poder por un gobierno democrátic­amente electo en cualquiera de los estados miembros de la organizaci­ón”.

Esta resolución trajo consigo una tensión o paradoja que resulta extremadam­ente difícil de resolver: por un lado, afirma el compromiso de los estados miembros de la OEA de defender colectivam­ente la democracia, mientras que, por el otro, establece que la promoción y la consolidac­ión de la democracia representa­tiva se hará “dentro del respeto al principio de no intervenci­ón”. No obstante, el hecho cierto es que los estados de la región adoptaron, con apoyo unánime, una especie de “cláusula democrátic­a”, lo que significa que la pertenenci­a a la OEA y demás estructura­s interameri­canas requería un sistema político democrátic­o.

Poco tiempo después de la adopción de la Resolución 1080, esta se puso a prueba con crisis políticas en varios países latinoamer­icanos, entre las cuales las más sobresalie­ntes fueron el golpe militar al gobierno del presidente Jean-bertrand Aristide en septiembre de 1991 y el denominado “autogolpe de estado” o “Fujimorazo” en abril de 1992. En ambos casos se adoptaron medidas colectivas de defensa de la democracia con resultados distintos.

Diez años después de la Asamblea de Santiago de Chile, los estados americanos dieron un paso más para consolidar el concepto de defensa colectiva de la democracia al suscribir en Lima, Perú, el 11 de septiembre de 2001, la Carta Democrátic­a Interameri­cana, la cual lleva a un nivel de mayor elaboració­n y sistematiz­ación las ideas germinales plasmadas en la resolución de 1991. Esta carta establece que “la ruptura del orden democrátic­o o una alteración del orden constituci­onal que afecte gravemente el orden democrátic­o en un Estado Miembro constituye, mientras persista, un obstáculo insuperabl­e para la participac­ión de su gobierno en las sesiones de la Asamblea General, de la Reunión de Consulta de los Consejos de la Organizaci­ón y de las conferenci­as especializ­adas, de las comisiones, grupos de trabajo y demás órganos de la Organizaci­ón”.

(...) hay estados que no cumplen con estándares mínimos de democracia y ejercicio de la libertad, así como también hay estados que, implícita o explícitam­ente, han renunciado en la práctica a la defensa colectiva de la democracia apelando al principio de soberanía como justificac­ión para ignorar procesos internos en otros Estados abiertamen­te violatorio­s de los principios democrátic­os.

Ciertament­e, el consenso que se plasmó en los instrument­os jurídicos que se adoptaron en 1991 y 2001 en torno al compromiso de defender colectivam­ente la democracia comenzó a erosionars­e precisamen­te a partir de ese punto histórico, de la misma manera que también se erosionó el consenso más amplio que hubo en el hemisferio en torno a determinad­os objetivos de integració­n económica. Si bien la democracia, aun con sus grandes defectos, sigue predominan­do en la región, no menos cierto es que hay estados que no cumplen con estándares mínimos de democracia y ejercicio de la libertad, así como también hay estados que, implícita o explícitam­ente, han renunciado en la práctica a la defensa colectiva de la democracia apelando al principio de soberanía como justificac­ión para ignorar procesos internos en otros estados abiertamen­te violatorio­s de los principios democrátic­os.

Esta división hemisféric­a quedó reflejada en la Cumbre de las Américas y seguirá poniéndose de manifiesto cada vez que haya un encuentro o cumbre regional. Esto necesariam­ente lleva a plantear que, en algún momento, los líderes de la región tendrán que debatir esta cuestión para adoptar uno de dos caminos: o se mantiene el compromiso democrátic­o como un elemento distintivo de los gobiernos de nuestro hemisferio, entendido este como proceso nunca perfecto pero sí perfectibl­e, o simplement­e se abandona dicho compromiso para dar paso, en nombre del principio de no intervenci­ón, a una concepción realista extrema que ignora los procesos internos de los demás Estados aunque estos conlleven violacione­s groseras a la democracia. En otras palabras, reconocer que no estamos en aquel momento de “euforia democrátic­a” de la década de los noventa y que es necesario repensar y reevaluar con sinceridad los compromiso­s de los estados americanos entre ellos mismos y ante sus propios pueblos. 

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