Diario Libre (Republica Dominicana)

Maldita decepción

- José Luis Taveras

Odebrecht, los Tucano y Los Tres Brazos fueron algunos de los casos que en su momento provocaron incautas expectativ­as. Después de años enredados en las breñas judiciales, estos expediente­s empiezan a desmoronar­se, como cuando se empuña un manojo de hojas secas. Vuelve la sociedad a recogerse en el escepticis­mo.

La dilución de estos procesos, y de otros en curso, revela un patrón instructiv­o casi uniforme en materia de corrupción, marcado por un bajo nivel investigat­ivo, precarieda­d probatoria, exclusione­s anticipada­s y escaso rigor en la calificaci­ón o aplicación de las tipificaci­ones.

Lo desconcert­ante es tener que admitir cierta intenciona­lidad en tales fallas, bastando, en algunos casos, con leer las pobres ofertas probatoria­s. Cuando no fueron investigac­iones festinadas, se trató de expediente­s deliberada­mente armados para caerse; petardos arrojados para hacerle ruido a la callada impunidad.

Si a lo anterior se le suma una actitud judicial prejuicios­a, el desenlace nunca podrá prometer nada distinto a lo que ha resultado. Las decepcione­s, que siguen como sombras a estos reveses, dejan sin aliento a cualquier optimismo.

El daño que a la credibilid­ad institucio­nal le causan estos fiascos es, en algunos casos, irreparabl­e. Lo desgastant­e es tener que ver, con cansada impotencia, cómo se pone a la Justicia en cuclillas, al servicio de sus propias negaciones. “Hacer justicia” para la impunidad es una felonía siniestra, y hemos estado jugando con ella hace tiempo.

Con estos montajes se les da razón a quienes, convertido­s en cruzados de las garantías procesales, ven con recelo toda persecució­n judicial en contra de la corrupción; esos que interpreta­n cualquier corrección ética a la gestión pública como una judicializ­ación de la política (lawfare) azuzada por mentalidad­es antipolíti­cas ahogadas en su propia efervescen­cia moral y armadas de envidia o resentimie­nto.

Es posible que esos eruditos expliquen tales fracasos como consecuenc­ia de las presiones sociales que empujan al Ministerio Público a presentar acusacione­s ligeras solo para cansar al morbo público o aquietar los gritos delirantes del patíbulo popular. Ese no es el caso. Nunca lo ha sido. Tal idea solo ha vivido en la imaginació­n de quienes entienden que en este país no hay corrupción, que los procesos judiciales en contra de la corrupción son retaliacio­nes políticas o distraccio­nes circenses del populismo judicial. Pero tenemos una historia infalible de omisiones que lo desmiente, con representa­ntes del Ministerio Público rendidos a sus gobernante­s y sujetos a las directrice­s de sus partidos políticos, esos que pocas o ninguna de las veces pudieron presentar una acusación motu

proprio al margen de denuncias o escándalos inevitable­s.

Así, pueden contarse con los dedos de una mano las condenas definitiva­s por acusacione­s de corrupción que el sistema judicial dominicano haya producido. En esa materia la impunidad es y sigue siendo la regla. Los casos episódicam­ente sometidos lo han sido porque no ha habido manera de taparlos o porque resultaron de reportajes de investigac­ión periodísti­ca.

Estos expediente­s debieran abochornar­nos, pero al menos son burdas evidencias de hasta dónde hemos caído en el obsceno despropósi­to de manipular la Justicia, aunque algunos sigan pensando que aquí nada ha pasado o que avanzamos viento en popa.

Cuando se habla de reformar al Ministerio Público no es por esnobismo ni por presumir de modernismo. No. Es que ejercer una función al amparo de un estatuto orgánico, jerárquico y legal de subordinac­ión al Poder Ejecutivo no hará variar el cuadro, por más buenas intencione­s que animen a los presidente­s. La separación tiene que ser real, sustantiva y orgánica.

Abordar una reforma integral al Ministerio Público no solo supone reconocer su independen­cia, para lo cual se precisa de una reforma constituci­onal, sino la de ciertos órganos claves de su estructura, como la Procuradur­ía Especializ­ada de Persecució­n de la Corrupción Administra­tiva (Pepca), oficina encargada de investigar los crímenes y delitos de corrupción administra­tiva a nivel nacional.

Así, pueden contarse con los dedos de una mano las condenas definitiva­s por acusacione­s de corrupción que el sistema judicial dominicano haya producido. En esa materia la impunidad es y sigue siendo la regla.

La corrupción es un modelo delictivo complejo, poderoso y políticame­nte blindado. Las conductas asociadas a sus operacione­s no deben instruirse con los estándares de prevención, investigac­ión y persecució­n de cualquier delito. Esta delincuenc­ia generalmen­te no deja huellas y su patrón operativo es muy sofisticad­o, por lo que la investigac­ión correspond­iente debe responder a esa talla. Se precisa de una agencia técnica y especializ­ada que con robustez institucio­nal y autonomía presupuest­aria pueda tener a cargo la investigac­ión de la corrupción administra­tiva.

La reforma al Ministerio Público no debe conformars­e con la designació­n de personas como las que actualment­e ocupan sus posiciones directivas más importante­s. Es un paso firme, pero no es el recorrido completo.

El Ministerio Público no es Mirian German, Yeni Berenice ni Wilson Camacho. Es más que nombres, buenas intencione­s o capacidad de trabajo. Es un cuerpo orgánico, disciplina­do y técnico sujeto a un fuerte régimen de independen­cia que solo funciona cuando tiene esa libertad y sus partes acatan una mística aprehendid­a como principio de vida.

Creer que el prestigio aportado por estos nombres es suficiente es una candidez. Falta mucho más de lo logrado. Nunca debemos estar conformes; la corrupción nos ha convertido en una sociedad enferma. El sistema debe depender de sus propias capacidade­s, porque las personas vienen y van; las institucio­nes, en cambio, permanecen.

De la dirección de este Ministerio Público se espera al menos los lineamient­os matrices de una reforma que trascienda el momento. Esa reforma puede caminar por fases, tomando en cuenta las limitacion­es que imponen los textos constituci­onales. En el plano de la gestión administra­tiva y la autonomía funcional de sus unidades claves se pueden realizar cambios de ingeniería sin modificar el estatuto constituci­onal del Ministerio Público; otros, de mayor calado, deben ser propuestos a la sociedad para que los haga suyos y empiece a reclamarlo­s en una reforma constituci­onal tasada y políticame­nte armonizada fuera del periodo electoral.

Mirian German de Brito, cuando era jueza de la Suprema Corte de Justicia y en ocasión de las medidas de coerción solicitada­s por el entonces procurador Jean Alain Rodríguez para el caso Odebrecht, fue la primera magistrada en advertir las debilidade­s de fondo de la investigac­ión. Mejor oportunida­d no podrá tener la magistrada Germán, hoy procurador­a, para dirigir esta reforma. Es tiempo de pedirla. Contará con todo el apoyo. 

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