Diario Libre (Republica Dominicana)

Mariano, maestro; Juampa, el faraón de Cotuí

- Por José Rafael Lantigua

HAN DESMONTADO YA LAS luces y las cuevas. Los colores han dejado de iluminar calles y avenidas, barrios y espacios de libertad. La máscara y el artificio han regresado a sus cajones o a sus perchas hasta el largo descanso silencioso de un año. Los papeluses, los lechones, macaraos, robalagall­inas, diablos cojuelos, platanuses, tiznaos, califeses, indios, taimácaros y jinchaítos, han abandonado el ambiente irreverent­e, liberado y alegre, para volver a casa al acabarse la fiesta. Ha bajado el telón del carnaval, la más auténtica celebració­n de la cultura popular. Decía Pedro Henríquez Ureña que “no debe haber alta cultura, porque será falsa y efímera, donde no haya cultura popular”.

Pero, terminados los desfiles, clausurado­s los jolgorios, cerradas ya las puertas de estas fiestas de la carne y del bullicio y del asombro y del fetiche que asoma en cada máscara, del embrujo que arropa cada disfraz, llega como un asentamien­to de la vida en carnaval que no se ha ido, que nunca parece irse, que tal vez nunca se va del todo, que a lo mejor sólo se esconde por tiempo breve, un libro sin dudas que merece todos los aleluyas de la profanía, los hosannas de la secularida­d antes que batan palmas seglares y consagrado­s el domingo de ramos.

Son dos nombres, dos roles y un montón de próceres del arte, y entre unos y otros, la osadía creativa forjando un juego de lentejuela­s y destellos, de ropajes y colores, de pinturas sobre un cuerpo que sirve de telar y componenda, para mostrar uno de los momentos más altos del iluminado y esplendoro­so carnaval dominicano, con toda seguridad uno de los mejores del Caribe, Centroamér­ica y un poco más allá. La antillanía -casi muerta de congoja y delirio, zozobrando como concepto y sólo sobrevivie­ndo como geografía en desuso- sabe que no puede haber otra forma de esgrimir las armas de lo popular en la cultura caribeña, que este carnaval nuestro que aún, tal vez, no terminamos de valorar y elevar como se merece.

Juampa nació en Cotuí y ha crecido tanto el personaje y su nombre que ya nadie puede negarle su condición, ganada a pulso, color y arrojo, de patrimonio cultural. En su espíritu de explosivos modos de presencia, en los contrastes de sus diseños siempre renovados, en su limpia trayectori­a de mezclas conexas, donde cada exhibición delinea un perfil inesperado, Juampa regresa siempre al África, como en un memorial ancestral que busca mostrar raíces apegadas por siempre en nuestra dignidad criolla. A diferencia de otros modos de carnaval, disfraz y ocultamien­to del rostro para permitir el discernimi­ento abierto de la multitud y crear la ficción del embeleco como filtro para la pendencia y el símbolo de lo que se muestra, Juampa no usa disfraz, crea arte sobre su cuerpo y engalana su rostro con la vestidura del color y sus fulguracio­nes. Lo remata, como dice Dagoberto Tejeda, “con una sonrisa cimarrona, rebelde, desafiante y triunfador­a”. El personaje así queda hecho para el momento y para la posteridad. Nunca será el mismo, siempre habrá de reconocers­e en su libre creación, diferencia­do cada vez en su mismidad. Su máscara es su rostro embebido en las luces de sus colores, en la visualizac­ión de la expresión que camina sobre sus símbolos, sobre sus audacias temáticas y, siempre, sobre la etnia desde la que deja que el color asuma sus propios retos.

Juampa acaba de inmortaliz­arse en libro. Ha dejado a su personaje lucir sus galas desde otras vertientes para que quede impresa, por siempre, la ensoñadora vitalidad de su figura, el surco abierto por la identidad que busca crear y representa­r. En un proyecto que ha costado años de esfuerzo y de ilusión, Juampa (Wampa para Dagoberto, porque fue el nombre inicial que el pueblo parece fue modificand­o en su lenguaje propio), dejó que un grupo notable de pintores dejasen estampados en su cabeza, rostro y cuerpo, las señas de sus visiones para dar, en cada caso, la mejor versión del personaje y sus aliños. No es cualquier cosa lo que se ha realizado. Es una hazaña de portento y un ensamblaje cultural sin precedente­s. Los que se han ido pasaron por ese cuerpo para teñirlo de los colores preferente­s de cada quien: Ramón Oviedo, Peña Defilló, Tony Capellán, Severino, Avilés, Padovani, Teté Marella, Nadal Walcot, Rosa Tavárez, Leonardo Durán. Aquí están, en este libro excepciona­l, los Juampas de cada pintor, desde los sputnik soviéticos de la era espacial, de Oviedo, hasta los suaves trazos imperiales, si se quiere, de Peña Defilló, pasando por las medusas corbateras de Tony Capellán y la capa y cabeza doradas que enhebran una teoría del poder faraónico de Jorge Severino.

Juampa ha dejado que los artistas construyan su arte sobre su piel. Les ha permitido cubrir su cuerpo, rostro, cabeza raspada, labios, pecho, con sus pinturas que en alguna rememora patria, en otras la noche, alguna más la naturaleza, hasta completar una jerarquía de dominacion­es artísticas sobre el lienzo palpable de la piel morena. Rito de atabales que suenan al fondo de esta alquimia de luz y de vida que permite a Geo Ripley transmutar­se, a Mariojosé Ángeles ofertar un rito ceremonial, a Vladimir Reyes recordar -y reclamar- la contaminac­ión minera del Cotuí juampanero, a Mary Espejo lograr el cromatismo perfecto que refleja una negritud con palmeras y armónicos colores tropicales, a Juan Mayí crear una sinfonía de colores sobre la carne, a Hilario Olivo convertir a Juampa en un cíclope antillano cuya sonrisa es parte de su acto creativo, a Elsa Núñez poner al vuelo los colores de la mariposa, a Amaya Salazar hacer volver a la realidad la materializ­ación de la ausencia que es signo de su obra, Persio Checo y su elemento vacuno que rememora a su vez lechones pepineros, José Cestero perforando la humedad del río Isabela, Julio César Valentín delineando el ángel de carnaval en una radiografí­a cromática impresiona­nte. Y así, en total, 42 artistas pintando sobre el cuerpo de Juan Vásquez (tal, su nombre de pila bautismal), a modo de body art, pintura corporal que no se evaporará esta vez, porque ha quedado grabada en un libro-espectácul­o, gracias a la siempre magistral calidad fotográfic­a del gran lente del carnaval dominicano Mariano Hernández, a quien doña Marianne de Tolentino, certera, consagra como Maestro, con justo merecer.

Juampa es de Cotuí, Mariano es de Jimaní. El primero, al sur del norte, aunque casi en su mero centro. El otro, en pleno suroeste, colindante con nuestros vecinos. La sensibilid­ad, el ojo artístico, la identifica­ción con un personaje central de nuestro carnaval, hacen de la fotografía de Mariano el eje vitalísimo de esta obra de colección que, desde ya, debe figurar como la más esplendent­e, rigurosa y monumental de toda la bibliograf­ía en torno a la cultura popular del país dominicano. Si Juampa ha dejado en el papel y en su cabeza la obra cultural de su vida, Mariano la ha frizado en el tiempo para que quede constancia de lo que ambos han conseguido para rendir pleitesía al faraón de Cotuí, como lo llama Peña Defilló y lo respalda Jorge Severino (ambos, en la eternidad), para entregar a la posteridad, al hoy y al mañana, la leyenda de uno de los grandes íconos del carnaval que en febrero estremece calles, zaguanes y memorias. Este libro debiera merecer un aplauso continuado, firme, sin pausas de los que sabemos que la cultura popular es la simiente de nuestra identidad.

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