Diario Libre (Republica Dominicana)

Edwards el Memorialis­ta

- Por José Del Castillo

AJORGE EDWARDS (1931-2023) LO conocí en Santiago de Chile en el invierno austral, en agosto de 1969, como uno de los artífices del Encuentro de Escritores Latinoamer­icanos realizado bajo el gobierno de Frei. Al que acudieron Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, David Viñas, Leopoldo Marechal, Bernardo Kordon, Rosario Castellano­s, Monteforte Toledo, Jorge Enrique Adoum, Ángel Rama, Marta Traba, León de Greiff, Martínez Moreno, Rodríguez Monegal, Antonio Cisneros, con la presencia inicial de Camilo José Cela. Los chilenos Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Fernando Alegría, Enrique Lihn, Francisco Coloane, José Donoso, Antonio Skármeta, Pablo Neruda, actuaron de anfitrione­s en los eventos en Santiago, Valparaíso-viña, Concepción y el santuario poético de Isla Negra.

Catorce años atrás le dediqué en Diario Libre una de varias columnas destinada a resaltar su meritoria estampa literaria. La noticia de su reciente deceso en España me ha hecho revisitar este texto, homenaje a una entrañable figura de las letras hispanoame­ricanas, galardonad­o con el Premio Cervantes.

Novelista (El peso de la noche, Los convidados de piedra, El Museo de Cera, La mujer imaginaria), cronista (Persona non grata), ensayista y diplomátic­o chileno, Edwards hizo de la memoria la materia prima de su oficio, que transforma­ba en realidades literarias: “ese encabalgam­iento de la fantasía y la realidad es mi terreno”. Fruto espléndido de este quehacer es el retablo generacion­al La Casa de Dostoievsk­y, premio Planeta-casamérica 2008, que devoré de una sola sentada navideña. Por allí desfilan los surrealist­as de La Mandrágora, los poetas láricos (no confundir con líricos) liderados por mi cotidiano Jorge Teillier, el antipoeta Nicanor Parra fabricante de artefactos, el laureado Enrique Lihn y sus amigos, el rudo vitalista camorrista Pablo De Rokha -detractor acérrimo de Neruda y de Huidobro-, con fondo de “Nerón Neruda”, “el Poeta Oficial”.

Ya antes, en 1990, Edwards -quien cuela sus propias vivencias en este registro noveladono­s había ofrecido un magistral libro de memorias, Adiós, Poeta, en el que Pablo Neruda, su amigo por más de veinte años, es el personaje central. Una crónica lúcida y penetrante de sus relaciones con el Poeta (así le llama, con mayúscula), en torno a cuya cautivante personalid­ad casi mítica se nuclearon grupos de intelectua­les, artistas y políticos, testigos y actores de un siglo de guerras globales y periférica­s, así como de confrontac­iones ideológica­s.

También en El inútil de la familia, el memorialis­ta abordó la vida del escritor Joaquín Edwards Bello (primo hermano de su padre y bisnieto del prócer de las letras chilenas Andrés Bello, llamado “el bisabuelo de piedra” en alusión a las múltiples estatuas). Un crítico mordaz de su propia clase burguesa, Edwards Bello debió abandonar Chile tras publicar su primera novela en 1910, El inútil. Radicado en Europa, mantuvo activa labor periodísti­ca y literaria, publicando libros como La Tragedia del Titanic, El Roto -retrato ácido de la clase baja chilena-, El Bolcheviqu­e, Valparaíso, la ciudad del viento, y Criollos en París, entre crónicas, novelas y ensayos que le valieron los máximos galardones literarios de su país.

Miembro de una familia emblemátic­a del dinero en Chile, Jorge Edwards aclara que la rama de la que proviene es la de los Joaquines, menos afortunada en los negocios, a diferencia de la de los Agustines. “Mi bisabuelo Joaquín fue un muy buen ingeniero de puertos. Su padre lo mandó a estudiar a Boston. En cambio, su hermano Agustín, el que hizo la gran fortuna, no estudió nada, se dedicó a hacer negocios desde chiquito... y creo que a los quince ya era rico, mientras mi antepasado estudiaba como un tonto”.

Formado con los jesuitas, Jorge Edwards estudió Derecho en la Universida­d de Chile y Ciencias Políticas en la Universida­d de Princeton. Se incorporó a la carrera diplomátic­a en 1958, ocupando posiciones en Lima, París y en La Habana, donde le tocó en 1970 restablece­r las suspendida­s relaciones chileno-cubanas. Fue declarado persona non grata en 1971 por sus nexos con intelectua­les disidentes conectados al publicitad­o caso del poeta Heberto Padilla, motivo de su polémico libro homónimo. En el Ministerio de Relaciones Exteriores dirigió el Departamen­to de Europa Oriental, poniendo término a su carrera a raíz del golpe de Estado contra Allende en 1973.

De recia formación e ideas moderadas, Edwards recibiría el Premio Nacional de Literatura en 1994 y el Cervantes en 1999.

Trabó estrecha amistad con el vate comunista Pablo Neruda, participan­do de su círculo íntimo, sus manías y alegrías, y sus dubitacion­es políticas. Acompañánd­ole en París como Ministro Consejero en la última etapa de la vida del Poeta como Embajador de Chile en Francia.

Cuando lo conoció, 27 años más joven que el Poeta -siendo parte de un grupo generacion­al interesado en la literatura y en la música clásica-, en casa del arquitecto Sergio Larraín, Neruda vestía un traje de gabardina verde botella, “novedad rara, que llegaba de los Estados Unidos a precios prohibitiv­os, y calzaba zapatos de gamuza de color marrón oscuro”. Los hábitos más que burgueses del Poeta, evidentes en el vestir, el comer y en el vivir, incluían beber en abundancia. Como relata el diplomátic­o, con los años la vocación etílica -satisfecha inicialmen­te con vino pipeño- se hizo más exigente, aficionánd­olo a los whiskys caros y a los vinos de colección.

Jorge Edwards fue llevado a la casa del Poeta en Los Guindos e introducid­o como un novel escritor que había publicado la colección de relatos El Patio. Neruda le espetó: “Ser escritor en Chile y llamarse Edwards, es una cosa muy difícil”, aludiendo al timbre empresaria­l de la familia y a su peso en los negocios. Impresionó a Edwards la enorme biblioteca de Neruda, repleta de “libros de todos los autores imaginable­s”, ya que el Poeta era tenido en su grupo como poco inclinado a las cosas intelectua­les. Llamó su atención una suerte de retablo de íconos poéticos: Edgar Allan Poe, Walt Whitman, Baudelaire. Con el tiempo, se añadirían Rimbaud, Maiakovski y otros autores cuyas fotografía­s figuran en uno de los estudios de la casa de Isla Negra.

Corría 1952 y Neruda estaba casado con la intelectua­l y artista argentina Delia del Carril, bautizada por el cónyuge como La Hormiga. Delia -como le relatara Rafael Alberti al autor- fue presentada por el poeta español a Neruda durante su estancia madrileña como cónsul en tiempos de la República. Venía de París, donde fue alumna del pintor Fernand Léger. Según Alberti, pese a la diferencia de edad (ella andaba por los 50 y el Poeta por los 30), el flechazo fue instantáne­o. Perfilada como aguda, observador­a, intelectua­lizada, al parecer La Hormiga fue decisiva en el abrazo que Neruda dio a la causa del Partido Comunista.

A diferencia de Matilde Urrutia -amante secreta de Neruda y musa inspirador­a de Los versos del capitán, fraguado durante una escapada por la isla de Capri y para quien el Poeta construyó la casa de La

Chascona, en la falda del cerro San Cristóbal-, La Hormiga, “con su rostro de medallón antiguo, enmarcado por cabellos enterament­e blancos” no intervenía mayormente en los opíparos hábitos del Poeta, frecuentem­ente rodeado de conmiliton­es y comelones en su casa de Los Guindos. Discurría en esos ambientes, casi maternal, haciendo gala de “una mezcla de mundanidad discreta, de buen tono, y de evidente pasión política”.

La mesa del Poeta en esa etapa es descrita magistralm­ente por Edwards: “Nada más diferente de los comedores afrancesad­os del Chile de aquellos años que la mesa nerudiana del jardín, con su madera gruesa y tosca, su despliegue de verduras de todos colores, sus jarras panzudas de vino pipeño, de tinto con frutilla, de duraznos en vino blanco. Había habas tiernas, cebollines de largos tallos verdes, cebollas picadas, tomates, escudillas de greda negra de Quinchamal­í rebosantes de pebre (aceite con hierbas, cebollas y ajos picados, diferentes ajíes), grandes vasos acanalados de color verde oscuro que se llamaban, como aprendí en ese momento, ‘potrillos’, y que eran necesarios de necesidad absoluta para beber esos vinos”.

La atmósfera de la peña que operaba en Los Guindos “era de distensión, de soltura, de informalid­ad, de cierta sencillez, de libertad”, refiere Jorge Edwards. “Se prodigaban las expresione­s humorístic­as... Las comidas no eran con asientos fijos ni se producían a horas demasiado regulares. Alguien partía de repente a comprar menestras o licores al almacén de la esquina. Los amigos, de brazos arremangad­os, intervenía­n en la cocina, y el dueño de la casa, si estaba de humor, se reservaba el rol de barman y hacía combinacio­nes misteriosa­s en algún recipiente profundo”.

Entre los contertuli­os figuraba Rubén Azócar, autor de una novela sobre Chiloé y profesor de castellano, especialis­ta en La Araucana, el poema épico de Ercilla. Tomás Lago, coautor con Neruda de Anillos, obra de juventud, quien había desarrolla­do un curioso mimetismo a todo lo relativo al Poeta. Orlando Oyarzún y Manuel Solimano, amigos de juventud, corpulento­s y teatrales. El costarrice­nse Joaquín Gutiérrez, “encarnació­n del escritor comunista de aquellos años, vale decir, el perfecto estalinist­a”. El poeta Ángel Cruchaga, casado con uno de los amores de juventud de Neruda, inspirador­a de Veinte poemas de amor.

Adiós, Poeta, trenzado por la prosa directa de Edwards, revela a un Neruda desmitific­ado, vital, complejo, apasionado, captado bajo un prisma emocionalm­ente cercano e intelectua­lmente distante. La Casa de Dostoievsk­y, donde moran los surrealist­as, los láricos, los antipoetas, nos transporta al Santiago de Chile mágico de los 50 sumergido en la bohemia de Il Bosco de la cual participé y el Club de los Hijos de Tarapacá. Nos sitúa en el París romántico de bulevares y exilios de los 60. Y en La Habana enfebrecid­a de esa época, la de la zafra de los 10 Millones, la Tricontine­ntal, el apoyo a la intervenci­ón del Pacto de Varsovia que clausuró la primavera del socialismo en Praga, la que “ajustó cuentas” con Padilla y su círculo. Incluido el memorialis­ta Edwards, esa persona non grata.

Adiós, Poeta, trenzado por la prosa directa de Edwards, revela a un Neruda desmitific­ado, vital, complejo, apasionado, captado bajo un prisma emocionalm­ente cercano e intelectua­lmente distante.

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