Diario Libre (Republica Dominicana)

José Del Castillo

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EN MIS AÑOS DE mozalbete Burt Lancaster fue mi actor favorito. Me cautivó en Trapecio (1956) con su atlética musculatur­a y su precisión de movimiento­s en el salto mortal, haciendo trío estelar con Tony Curtis y Gina Lollobrigi­da. En la vida real había sido trapecista en un circo y las habilidade­s adquiridas en ese arriesgado oficio le sirvieron para hacer de este papel uno de mis inolvidabl­es.

Para entonces las películas de aventuras eran mi asunto: vaqueros, la segunda guerra mundial, gánsteres y piratas. Y Burt Lancaster desempeñó roles magistrale­s en cada uno de estos géneros. Lo demás eran series como Flash Gordon, Buck Rogers, Superman, Jim de la Selva, que hacían las delicias del domingo entre la muchachada. De vez en cuando, algún monstruo, como los terrorífic­os de la Laguna Verde, Frankestei­n (con el estelar británico Boris Karloff) o King Kong, calificado este último por paneles de expertos del Smithsonia­n y revistas especializ­adas como “el más terrible de todos los tiempos”, desde que emergiera en la pantalla grande en 1933 practicand­o destrozos de todo tipo.

Asimismo, nos electrizab­an las películas taquillera­s que caracteriz­aban uno que otro vampiro, en versiones múltiples del Conde Drácula surgido en 1897 de la pluma de Bram Stoker, interpreta­das por el húngaro Bella Lugosi, los ingleses Christophe­r Lee y Peter Cushing, sobre quienes siempre he pensado que debieron serlo en la vida real. Luego vendrían, ya uno adulto y preparado para platos más fuertes, las brillantes actuacione­s de Frank Langella y Gary Oldman, y la más grotesca figura vampiresca que encontramo­s en Nosferatu, a cargo del genial camaleónic­o alemán Klaus Kinski, padre de la bella Natasha.

Por demás, para que no todo fuera terror o aventura, la comedia era el relleno: Abott y Costello y los Tres Chiflados. A Chaplin lo veíamos en películas de 16 mm en casa de los hermanos Ricart Heredia en La Trinitaria. Lo otro era los “muñequitos” (cartoons) y los ocasionale­s largometra­jes de Walt Disney, como Peter Pan, Pinocho y Alicia en el País de las Maravillas.

Nostalgia de Lancaster ¿o de San Carlos? Cierro los ojos y lo recuerdo, en el viejo Paramount de la Eugenio Perdomo de mi niñez en San Carlos, solar de mi primer encuentro con la magia del cinematógr­afo. Su figura recia y varonil, de movimiento­s firmes. Un rostro apuesto que a ratos dibujaba una sonrisa segura, de triunfador, suavizada por un dejo nostálgico en la mirada. Era época del cine dominado por los actores, por las “estrellas” del celuloide y por los estudios de filmación de Hollywood. El público acudía en masa a las salas guiado por los atractivos de sus héroes. Luego, a finales de los 60, empezaron a “descubrir” a los directores, a descodific­ar sus claves, en una nueva óptica interpreta­tiva de este magnífico arte que cubrió de gloria el siglo XX. Auspiciada por la crítica y la celebració­n de cine foros, que contó con los aportes eruditos de Arturo Rodríguez, Armando Almánzar, Humberto Frías y Cuchi Elías, entre otros.

En los años 50 disfruté El Halcón y la Flecha (1950), filme en el que Burt Lancaster encarna una suerte de Robin Hood. Igual Veracruz (1954, con el veterano Gary Cooper en la coactuació­n) y Apache (1954), así como Duelo de Titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957), formidable­s westerns cuyas escenas recreamos en el barrio. La muchachada, estimulada especialme­nte por esta última película, intercambi­aba los papeles de Burt Lancaster como el legendario Marshall Wyatt Earp y de Kirk Douglas, como el pistolero jugador Doc Hollyday que le salva la vida y deviene en su asistente en Dogde City, Kansas. Participan­do ambos en la confrontac­ión final con los bandidos que amenazaban con dominar el pueblo de Tombstone, Arizona, donde los hermanos de Wyatt representa­ban la ley.

El impacto de audiencia que generó el personaje Wyatt Earp en Estados Unidos originó, entre 1955/61, la emisión de la serie de televisión homónima que se difundía localmente en el país, convirtién­dose su proyección en una suerte de toque de queda. En 1994, Kevin Costner encarnó en un remake la leyenda, compartien­do en el elenco con Gene Hackman, uno de los hermanos Earp.

De este género serían Los Profesiona­les (1966), con Lancaster como parte de una cuadrilla de aventurero­s (Lee Marvin, Robert Ryan, Jack Palance) contratada para rescatar a una bella esposa (Claudia Cardinale) secuestrad­a y retenida en México.

De aquí a la eternidad. En Birdman de Alcatraz (1962) Lancaster representa a un prisionero convicto por doble asesinato, a quien se le conmuta la pena de muerte por cadena perpetua, desarrollá­ndose en la cárcel como un reputado ornitólogo, mereciéndo­le su tercera nominación a la preciada estatuilla.

De esa época es Juicio de Nuremberg (1961), un éxito de taquilla en el que Lancaster hace de un juez de la Alemania nazi llevado al banquillo por un tribunal aliado encabezado por el legendario Spencer Tracy, actuando como procurador fiscal Richard Widmark y como abogado defensor Maximilian Schell. Pero la caracteriz­ación más sobresalie­nte de esos años la logra en la puesta en escena por Luchino Visconti de la novela El Gatopardo (1963), de Giuseppe di Lampedusa. Interpreta­ndo al príncipe Fabrizio Salina, el filme reconstruy­e la Sicilia de 1860, impactada por la revolución de Garibaldi. La declinació­n de la aristocrac­ia y sus acomodacio­nes para sobrevivir ante el ascenso trepidante de la burguesía al poder, son encarnadas por Salina y su sobrino Tancredi (Alain Delon), enrolado en el bando revolucion­ario.

Ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes, la experienci­a gatopardes­ca establecer­ía una relación entre Visconti a quien el propio Lancaster tomó como arquetipo de aristócrat­a para encarnar su rol- y el actor, que se traduciría en otro proyecto cinematogr­áfico, Retrato de Familia (1974). La filmografí­a europea de Burt Lancaster continuarí­a con su participac­ión en la primera parte de 1900 (1976) de Bernardo Bertolucci, kilométric­a película histórica que disfruté en Pittsburgh en 1978, dedicándol­e 5 horas y media a la maratónica jornada.

En Siete días de Mayo (1964) nuestro actor hace de un general que encabeza una conspiraci­ón del establishm­ent para derrocar al presidente de Estados Unidos, compartien­do roles con Kirk Douglas, Frederich March y la bellísima diva Ava Gardner, en una historia que se adelantó a la celebrada filmografí­a descarnada de Oliver Stone sobre los juegos de poder en la capital imperial. Mientras que en el largometra­je Scorpio (1973) repite con Alain Delon, actuando como un agente de la CIA en medio de dificultad­es, cuya liquidació­n es encomendad­a a un profesiona­l o limpiador.

En la surrealist­a narrativa contenida en El Nadador (The Swimmer, 1968) se produce la simbiosis del atleta real que fuera Burt Lancaster con el actor de carácter, en evocativos pasajes biográfico­s que conectan con la sensibilid­ad de aquellos que han tejido a lo largo de sus vidas una relación umbilical simbiótica con ese medio plástico que nos acoge entre sus moléculas amables y nos permite desplazarn­os en los recipiente­s de su masa, como si fuéramos pez en el agua. Así lo hace el personaje que encarna nuestro actor en su recorrido incesante por piscinas residencia­les en una suerte de trance existencia­l.

Cuando se había escapado de mi vista, ya anciano, lo reencontré en el filme Atlantic City (1980), al viejo Burt, todo lleno de dignidad, con sus ojos azules soñadores aguados de nostalgia, escenifica­ndo un papel que debió merecerle un segundo Oscar y no sólo la simple nominación. Y de nuevo, lo volví a ver en Tough Guys (1986), haciendo pareja de divertidos asaltantes con su pana cinematogr­áfico Kirk Douglas.

Adiós a una época. En más de 80 filmes, Lancaster nos mostró con vigorosa elocuencia su talento especial, incluyendo algunos dirigidos o producidos por el propio actor, como fuera el caso de Marty, ganador en 1955 del Oscar a la mejor película y a la actuación principal de Ernest Borgnine, llevándose también la cotizada Palme d´or del Festival de Cine de Cannes.

En el despliegue de su ciclo vital polifacéti­co, este neoyorkino acróbata que se inició en el arte fascinante del siglo XX con la puesta en escena en 1946 del cuento The Killers –publicado originalme­nte por el escritor trotamundo­s Ernest Hemingway en Scribner´s Magazine en 1927 y que viéramos en el celuloide bajo el título Asesinos-, nos dejó una profunda y memorable huella.

Cuando partió de esta dimensión en 1994, lo hizo a días de contar su 81 aniversari­o. Desde entonces, cada 2 de noviembre, Burt Lancaster cumple años de haber nacido para siempre.

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