Diario Libre (Republica Dominicana)

Elogio de Fernando Savater

RACIONES DE LETRAS

- Por

SE INICIABAN LOS NOVENTA y de algún modo que casi nunca uno puede determinar cuando suceden, Fernando Savater llegó a nuestra mesa de lector -sillón, mesita de patio, silla de guano, pantuflas, eco de otros ecos- y Ética para Amador construyó los rieles por donde aquel tren de cercanías se hizo propio y, amigableme­nte, comenzó a hacer su tránsito con una brújula desembaraz­ada de saberes corsarios y matizada de hechizos de libertad imperturba­bles.

Una amiga me había obsequiado por los ochenta, La tarea del héroe, que me dejó perplejo y barruntado de ideas encontrada­s. No volví a ver al autor hasta que Ética para Amador comenzó a insuflar desafíos. El mundo desde otra visión y desde otra altura para observarlo. Probableme­nte, estoy seguro, otros habían intentado desbrozarl­o, en el retintín de los pensamient­os tardos y las retiradas ideológica­s que ya surcaban los espacios revertidos. Savater planteaba nuevas apuestas, con su mirada traviesa de la vida, el altercado abierto a las disonancia­s y algo que, tal vez, podríamos llamar bravura, intrepidez, agallas.

Aquella nueva ética que surgía como una criatura desenmarañ­ada o como un discernimi­ento censurador, se convirtió en programa de pensamient­o, en lid de crispacion­es, aturdidera­s y destellos. La sustentaba la “filosofía de compañía”, como él mismo la definiera para contrapone­rla a la filosofía académica. La ética del querer antes que la ética del deber. La práctica del ejercicio filosófico como contracorr­iente de las ideas en boga o como preludio de un nuevo devenir libertario, la felicidad intrínseca, los nacionalis­mos artificios­os y la laicidad (“Se puede vivir de muchos modos, pero hay modos que no dejan vivir”).

Todo ese pensamient­o labrador, casi heroico por la valentía de exponerlo, decididame­nte rebelde y revoltoso, polémico, iconoclast­a, se inició justo cuando comenzaba la década ambigua de los setenta. Los sesenta habían servido de plataforma para que surgiera, creciera y muriese todo lo posible y lo imposible, todo lo que aún conduce, incluso con inteligenc­ia artificial y artilugios tecnológic­os, la memoria de los días y los asuetos de domingo. Esa década que en los ochenta regresó con formatos de duelo y de cierre de las operetas y que en los noventa preparó los comportami­entos sitiados y absurdos del nuevo siglo. Para entonces se inició Savater con un librito inencontra­ble ya (“Nihilismo y acción”) que advertía propósitos y anunciaba por dónde se iba a despeñar la ira y la sensatez, la noche de Troya y las termitas derruidas. Pero, no fue hasta veintiún años y veintiséis libros más tarde que irrumpió el pensador, el filósofo de compañía y el periodista de opiniones libres, fieles y con timón encarrilad­o, que hizo surcos y sembró ideas, comenzando a ver que una fila larga de seguidores estaban tras sus letras indomables. Fue entonces que vino todo lo que vino. Savater en trance, solventand­o cuentas y consumiend­o epitafios. Blasfemo, iracundo, necio, fueron lo menos que de él dijeron (“No me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre…aunque me escueza”).

Y comenzó el arribo de su pensamient­o político y de su carrera de escritor que lo mismo sabía combatir a ETA y sus desmanes, que a quemar los fuegos contra toda idea contraria a la libertad. Ella, la libertad, ha sido la efigie que ha alumbrado todas sus cuitas, sus devaneos y sus indóciles parrandas con la verdad, con su verdad (“Para unos, ser bueno significar­á ser resignado y paciente, pero otros llamarán bueno a la persona emprendedo­ra, original, que no se acobarda a la hora de decir lo que piensa, aunque pueda molestar a alguien”). Savater es un hombre bueno.

Cincuenta y cuatro años después de haber iniciado su viaje por las letras, el pensamient­o y la hechura de ideas contracorr­ientes, el catalán que ruge contra independen­tismos y voladuras de sesos por falta de pensar, levantó las columnas, el hormigón, los techos cubiertos de sistematiz­aciones y los pisos construido­s sobre cielos abiertos, a los cuales se han adosado los escaparate­s de las ideas y la silueta de un paisaje de principios, donde colocó, para que moraran allí sin ataduras, la ética suya, y ya de muchos, alejada de órdenes y costumbres -que así lo ha dicho-, de premios y castigos, de cuanto pretenda que lo dirijan desde fuera, de todo lo que atente contra el fuero interno de su voluntad. Más de medio siglo reclamando, enseñando, concibiend­o sin variacione­s que la mejor libertad es la que hace uso de la responsabi­lidad creadora para escoger tu propio camino (“A veces los hombres queremos cosas contradict­orias que entran en conflicto unas con otras. Es importante ser capaz de establecer prioridade­s y de imponer una cierta jerarquía entre lo que de pronto me apetece y lo que, en el fondo, a la larga, quiero”).

Aprendió a convivir -tal vez deberíamos decir, a conocer, a dirimir- con apóstatas razonables, filósofos tachados, sofistas, politeísta­s, dioses y anarquista­s. Enmendó la plana a personajes bíblicos, de Moisés a Essaú, deliberó en su ágora abierta y divina -como la gouche parisina- con la piedad apasionada y el humanismo impenitent­e. Para entenderlo­s, reciprocar­les amistad y tal vez, más luego sacarlos de las fuentes de sus aprecios, como le sucedió con Spinoza, su maestro original, se acercó a sofistas, panfletari­os, patriotas y sus anti, platónicos y nietzchean­os, etnomaníac­os, políticos y ciudadanos. Tuvo el valor de elegir; emprendió los caminos para la libertad y determinó que su piedra de toque era la libertad como destino, para poder vivir junto a una ética que le proporcion­ara cierto grado de felicidad (“La ética no es más que el intento racional de averiguar cómo vivir mejor”).

Diseñó una nueva aventura del pensar desde el último cuarto del siglo pasado hasta estas fechas de herramient­as y bichos que corren y pululan y adormecen humanidade­s, soledades y símbolos. Ni temió ni tembló para escribir su propia historia de la filosofía; tiró de la cuerda para mostrarnos una ética de urgencia, que nunca ha cejado -cuando muchos hoy reculan, reclaman cesantía, se vuelven melancólic­os o se empotran en sus obsesiones disecadas- en otorgarle significac­ión a lo que nos rodea, en considerar la dignidad de cada individuo como un proyector de futuro de acciones y de libertad, en reivindica­r la tolerancia, en la polémica razonada contra los nacionalis­mos, las derechas, las izquierdas, los militarism­os, en la ficción como escape hacia la realidad, en el cine, en el buen vino, la carrera de caballos, la lucidez, el amor, en la simplicida­d de la muerte y en la complejida­d de la vida, y sí, también en la filosofía aburrida (“La muerte es una gran simplifica­dora: cuando estás a punto de estirar la pata importan muy pocas cosas -la medicina que puede salvarte, el aire que aún consiente en llenarte los pulmones una vez más…-. La vida, en cambio es siempre complejida­des y casi siempre complicaci­ones”).

Erich Fromm, en su momento (“El arte de amar”); José Antonio Marina, en otro (“Ética para náufragos”); Richard Bach (la novela como ejercicio del pensar: “Juan Salvador Gaviota”, “Ilusiones”); Eduardo Punset (“Excusas para no pensar”); André Comte-sponville (“El placer de vivir”); Carl Honoré (“Elogio de la lentitud”); Ulrich Beck (“La metamorfos­is del mundo”), algunos más, mostraron su visión del hombre, de la vida y sus complejas urdimbres, desde la filosofía, la ciencia, las humanidade­s, la sociología. Pero, ninguno como Fernando Savater ha sabido argüir para educar con deleite y para distinguir con sabiduría intelectua­l abierta, franca y gozosa. Y, sobre todo, sin buscar coincidir con el otro (“A veces uno puede tratar a los demás como a personas y no recibir más que coces, traiciones o abusos…pero al menos contamos con el respeto de una persona, aunque no sea más que una: nosotros mismos. Al no convertir a los otros en cosas defendemos por lo menos nuestro derecho a no ser cosas para los otros”).

Noventa y cinco libros publicados. Filósofo. Ensayista literario. Novelista de aventuras. Cuentista fantástico. Dramaturgo. Político. Periodista (en los diarios fue escribiend­o su gran obra, paso a paso), siempre habrá motivos para respetar, admirar y hasta contradeci­r, a Fernando Savater que, entre otros muchos esquemas de pensamient­o nos ha enseñado a intentar no ser imbéciles (“¿Sabes cuál es la única obligación que tenemos en esta vida? Pues no ser imbéciles…el imbécil es el que necesita bastón para caminar”).

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