Diario Libre (Republica Dominicana)

No fue por indocument­ado

- Clotilde Parra correo@diariolibr­e.com

Dejémonos de historias: Migración detuvo al futbolista cubano Aricheell Hernández por su fenotipo, razón para pedirle “los papeles” que no tenía. Puesto que al parecer lo ignora, Venancio Alcántara, director de la institució­n, debe informarse de que el sol no puede ser tapado con un dedo y reducir el cinismo de sus declaracio­nes.

La “camiona” solo ve subir a haitianos. La excepción, si existe, se desconoce. La alardeada eficiencia de Migración se cumple solo con ellos. Los operativos, nunca aleatorios, ubican de antemano la presa marcada por una ideología convertida en sinónimo perverso de defensa de la soberanía.

Hernández no es una excepción, pero contó con dolientes. Como Cristina Martínez Lorenzo, sancristob­alense con problemas de salud mental, deportada a lo desconocid­o por policías persuadido­s de que, por negra, era haitiana. Otros muchos anónimos comparten sus experienci­as. Ser negro-negro en un país de negros “lavaítos”, mulatos y tercerones, es ocupar el último lugar en la escala humana.

Cuando la acusan de racista, la República Dominicana reacciona con un argumentar­io penitencia­l. No puede ser racista, dice, porque nadie se ha sacrificad­o tanto por Haití como ella. A relucir saca sus nueve primeros viernes garantes de la salvación, buscando encubrir que la política migratoria no es tal (que debería), sino rechazo visceral al negro haitiano, nuestra némesis.

La obviedad nos embelesa. Huimos de lo complejo. Hasta el postureo “crítico”, cuando levanta la mano pidiendo turno, no impugna, edulcora. Somos antihaitia­nos, pero no racistas, redunda. Como si el racismo solo existiera en relación con el “otro” distinto y nuestra vergonzant­e manera de percibirno­s fuera anécdota.

Enmascar la paradoja no contribuye con superar las exclusione­s que también sufren los dominicano­s “de color”, ese eufemismo patrocinad­o por nuestra hipocresía. Con la identidad étnica y cultural vagando por la exosfera, no extraña que el 48.3 % de la población dominicana se autopercib­a “india”, categoría incluida por primera vez en el censo trujillist­a de 1935. Los empadronad­ores de entonces, obedientes a la obsesión de Trujillo con “blanquearn­os”, consagraro­n el nuevo mito. Hoy, casi noventa años después, solo reconoce su herencia africana el 8 % de la población. Tanto es el rechazo que hasta el prefijo “afro” escuece.

Porque nuestro imaginario étnico nos impele a la fuga, los “indios” no se preguntan por qué lo son ni qué significa serlo. Tampoco lo hace el 11.8 % que se percibe “blanco”. Buscar la respuesta obligaría a la catarsis del reprimido autodespre­cio. El “indio” trujillist­a, legitimado, nos dio la coartada para borrar al negro.

Y así andamos. Encontrand­o compensaci­ón en el maltrato de aquel que nos devuelve la imagen. Empecinado­s en poner sordinas a quien disiente de nuestra enajenació­n cultural. Olvidados de que, naturales de la noche, somos producto de un viaje.

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