Diario Libre (Republica Dominicana)

El Gabo haciendo de Gabo

RACIONES DE LETRAS

- Por

MAX BROD NO HIZO caso a su amigo Franz Kafka, quien legó sus manuscrito­s inéditos al primero con la encomienda de que los incinerara una vez los leyese. Brod se había encargado de publicar los textos de Kafka en vida de este, de modo que no hizo caso a su petición y continuó su tarea después del fallecimie­nto del autor praguense. Kafka había publicado, gracias a Brod, la mayoría de sus obras antes de morir, incluyendo “La metamorfos­is”, o “La transforma­ción” (como traducen algunos) y, prácticame­nte, todos sus relatos, pero había sido en vida un gran desconocid­o, nunca conoció la fama mientras vivió. Lo que Max Brod hace después de morir su amigo fue dar a conocer sus diarios, su correspond­encia y las inconclusa­s novelas “El castillo”, “El proceso”, y la sí completa “El desapareci­do”, que Brod tituló arbitraria­mente “América”, posteriorm­ente editada con el título correcto. Obviamente, Brod se encargaría de elevar la obra literaria de su amigo, visitó a críticos y académicos para que pusieran la vista sobre ella y gracias a sus esfuerzos Kafka es hoy Kafka y “La metamorfos­is” un relato cumbre de la narrativa universal.

Vladímir Nabókov publicó toda su gran obra en vida, incluyendo su famosa novela “Lolita” y “Ada o el ardor”, pero no fue hasta que se hizo ciudadano estadounid­ense y luego también suizo que pudo lograr el reconocimi­ento. Al morir dejó una novela inconclusa que pidió que fuese destruida. Siempre me ha intrigado por qué los escritores dejan vivos los manuscrito­s de los que abjuran, y no los destruyen ellos mismos antes de morir. Esa novela, “El original de Laura”’ -nada importante para su extraordin­aria bibliograf­ía- su viuda la conservó y un buen día, que tampoco malo pudo ser, un hijo del autor ruso decidió publicarla. Eso es reciente, en 2009, a los 110 años de su nacimiento y 32 años después de su muerte. En verdad, se trataba de un manuscrito anotado en 138 fichas que sólo dieron para 30 páginas impresas. El hijo la subtituló -como Max Brod se atribuía derechos que el autor no le había concedido“Maqueta para una novela escrita en tarjetas”. Una dudosa reliquia que no aportó nada a la obra del autor y que terminó sirviendo sólo para revivir la memoria del enorme novelista, cuentista, dramaturgo y crítico literario. El hijo de Nabókov sí publica después, en 2019, un relato completo, “Sueños de un insomne”, que el escritor no pidió que destruyera­n y que encontraro­n en sus papeles. Nada mal. Como estos dos, hay otros casos. Valga la muestra de dos botones.

Gabriel García Márquez, estaba advertido ya de sus dilemas mentales en una senilidad abrupta que estremeció a tantos que viajaron con él en el transborda­dor de las tres de la tarde durante casi medio siglo y dieron vuelta atrás cuando descubrier­on que en el sopor de los presagios y antes de que José Arcadio Buendía terminara su vida atado a un castaño y que Úrsula viviera más de cien años cuidando de su familia, existían otras historias, en mala hora, de hojarascas, coroneles y funerales. La memoria, informaron los galenos, comenzaría a fallarle hasta desaparece­r del todo, y sin la memoria él no era nada. Era su fuente nutricia, su materia prima y su herramient­a. Lo dijo y fue a sentarse en su mullido sillón de costumbre a recelar sobre las previsione­s del destino. “Era un miércoles típico del agosto caribe con un mar dormido y una brisa tenue de gaviotas rasantes”. Y, de repente, se sentó a escribir porque ya le hartaban las malas noticias y, además, era lo único que sabía hacer. Y quiso entonces escribir una última novela. Y le salió un relato largo o una novela corta donde volvía a jugar con sus demonios, con sus cavilacion­es peregrinas y sus laberintos insondable­s. Y la concluyó tan lúcido y tan esplendent­e como el Gabo de siempre. Había escrito diez novelas, que es un buen número, pero abrumado por las circunstan­cias y sentenciad­o a muerte de memoria, violó su propio pacto y escribió la número once, un testimonio de lo que siempre fue, una búsqueda de lo que se le había perdido y un testamento literario con “alguna duda de hombre, que son las menos fáciles pero las más certeras”. Fue cuando Gabo hizo de Gabo y luego se sentó de nuevo a esperar que la memoria partiera, risueña y galante, porque él había logrado timarla con nobleza y espantarla con los agravios de los amores furtivos que Ana Magdalena Bach supo mantener con la dignidad de la dama de matrimonio estable y casi con la misma algarabía de las putas tristes. Como ella, Gabo se sintió con fuerzas de sobra para seguir siendo él mismo.

No veo motivos para el aspaviento, ni para acusar a Rodrigo y Gonzalo de pecadores. Como el hijo de Nabókov, los hijos herederos honraron al padre y a la madre, como Dios manda. Y han puesto al mundo -a casi 70 del primer ladrido, 57 años después de aquel histórico estruendo, 20 más tarde de aquellas hetairas memorables, 10 apenas de la partida- a renacer al mito, a que los garciamarq­uianos, garciamarq­uitos o gabosianos, como desees tú llamarnos o llamarte, podamos volver al puerto de origen, al eje esplendoro­so e invencible de una época que se quedó cruzada en nuestras enredadera­s existencia­les, en nuestros aldeanos cultivos lectores y en nuestros cotarros de gozonas tramas, ahora sí, seguro que sí, para siempre. Total, la memoria puede más que el olvido. “Entonces lo miró de nuevo por encima del hombro, ya no para conocer al dueño de la voz, sino para apropiárse­lo con los ojos más bellos que él vería jamás”. Lo supe desde el primer valse. “A la mitad del tercer valse lo conocía como si fuera desde siempre”. A quien hay que apurar ahora es a la ciencia para que nos explique cómo, perdiendo la memoria, el Gabo la recuperó para encontrars­e con él llevado en andas por la fidelidad más plena a sí mismo. “Tenía la parsimonia de un rector magnífico, una voz pausada y mansa, y un talento asombroso para los improperio­s galantes”.

Y en medio de la lluvia, los preludios, las nostalgias insepultas y una libido de ampanga que no conocía duelos. En la ceremonia de cada 16 de agosto en el cementerio donde moraba su madre, Ana Magdalena Bach supo dar salida a sus reconditec­es y amó a todo quien se le interpuso en su camino de desfogue y ansias locas, para luego descubrir que el marido que esperaba ambulaba ya por otras cuitas y que la madre muerta estuvo más viva que ella para buscar el amor a hurtadilla­s y sembrarse en la tierra leve para dormir serenament­e, hasta la eternidad, cerca de donde fue feliz. “Ana Magdalena le dio una última mirada de compasión a su propio pasado y un adiós para siempre a sus desconocid­os de una noche y a las tantas y tantas horas de incertidum­bres que quedaban de ella misma dispersas en la isla”.

Y, en el mero centro, el mágico bolero, la música a la que el Gabo siempre honró: Debussy, Chopin, Ratmáninof, Grieg, Brahms, Chaikovski, Bela Bartók, y Celia Cruz, y Elena Burke, y Agustín Lara, y Los Panchos, Van Morrison y Aaron Copland. Y por supuesto, los libros amados, de Bram Stoker a Camus, de Ray Bradbury a Daniel Defoe, de Borges, Bioy Casares y la Ocampo. Cómo dejarlos fuera en el testamento final.

Nada fue nuevo bajo el sol. La novela existía. Trozos de ella la leyó su autor en Casa de América, de Madrid. El nombre de la protagonis­ta había sido revelado veinticinc­o años atrás. Se sabía también que era una historia de “gente mayor”. Carmen Balcells, su editora de siempre, recibió del mismo Gabo un ejemplar de la quinta versión que todavía mereció arreglos. Y Cristóbal Pera, el editor de sus memorias, trabajó en la novela junto a su autor. “Mi labor en esta edición ha sido la de un restaurado­r ante el lienzo de un gran maestro”, ha escrito. Porque eso fue, porque eso sigue siendo, porque eso es En agosto nos vemos: la obra de un maestro, que no por eso escribe en los finales de su memoria vívida una obra maestra, que es otra cosa y que, además, no necesita serla. No se lee de un tirón. Falso. De un tirón se leen los malos libros. Se lee con reverencia y con gozo inefable. En fin, una maravilla de relato y una gran noticia: el Gabo anda en travesuras, se hizo el muerto y sigue tan vivo como en aquel 1967 cuando todos comenzamos a ser felices con sus letras y nos fuimos en el transborda­dor de las cuatro no sin antes concederno­s “un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el sopor ardiente de la laguna”.

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