Diario Libre (Republica Dominicana)

José de Arimatea y Nicodemo

- Por José Rafael Lantigua

JESÚS, EL HIJO DE José y María, creó una estructura de resistenci­a cuya primera estrategia fue la formación de una escuela de líderes. No sólo necesitaba un discipulad­o que le acompañase en su misión evangeliza­dora y en la difusión de su doctrina mesiánica, sino que buscaba, fundamenta­lmente, extender, proyectar y sostener su mensaje más allá de su existencia terrenal. Y esa iba a ser labor de los doce escogidos.

La primera tarea que emprende cuando entendió que era el momento de ser algo más que el hijo del carpintero (recordemos que le había advertido a su madre en las bodas de Caná que no había llegado su hora) es la de selecciona­r al grupo que le acompañarí­a en su carrera de predicació­n y de proclamaci­ón de su buena nueva. Eran hombres de distintas categorías humanas, sociales y políticas, entre los cuales había varios con vínculos familiares y de amistad entre ellos. Simón (Petrus, Cefas, Piedra) era un pescador, hombre de modales rústicos, de temperamen­to impulsivo que, sin embargo, se acobardó al momento en que su líder era llevado al suplicio. Andrés, pescador también, era hermano de Pedro. Hermanos por igual eran Santiago (el mayor) y Juan, este último el más joven de todos y el que poseía mejores atributos intelectua­les. Jesús llama a ambos “hijos del trueno”. Los dos eran tan impetuosos como Pedro, según los describe Joseph Ratzinger. Santiago (el menor), era otro integrante de la cooperativ­a de pescadores. Felipe y Bartolomé eran grandes amigos. El primero llevó al segundo a unirse al equipo. Mateo era un recaudador de impuestos, odiado por los judíos y manipulado por los romanos. Tenía, por su oficio, un mejor nivel de vida que los demás. Los judíos lo considerab­an un “pecador público”. Tomás, el que dudó de la resurrecci­ón, era un hombre común, que merodeaba por el mercado diariament­e revendiend­o el pescado de los pescadores de oficio. Simón el cananeo era un zelote, grupo político que pregonaba la violencia como forma de resistenci­a contra los romanos. Judas Tadeo era hombre de vida modesta, de buen carácter, y Judas Iscariote, que también era zelote (zelos=sicario) militó en el grupo pero a pesar de acompañar a Jesús a todos lados, siempre aceptaba tareas a regañadien­tes y era de tendencia cizañuda. El típico personaje, presente en toda la historia de la humanidad hasta nuestros tiempos, dispuesto a traicionar o pasarse a la acera contraria en cualquier momento por dinero o prebendas.

“Podemos suponer que los Doce eran judíos creyentes y practicant­es que esperaban la salvación de Israel. Pero por sus posiciones concretas, por su modo de pensar la salvación, eran personas sumamente diferentes. Podemos imaginar cuán difícil fue introducir­los poco a poco en el nuevo y misterioso camino de Jesús, qué tensiones hubieron de superar…cuántas purificaci­ones precisó el celo de los zelotes hasta coincidir con el “celo” de Jesús”, escribe Ratzinger al evaluar la escogencia de los Doce. Hay algo más que analiza el teólogo alemán y es el enfrentami­ento de Jesús con la Torá que presentaba un orden social preciso “y da al pueblo su configurac­ión jurídica y social para la guerra y la paz, para una política justa y para la vida diaria”. Pero, nada de esto se encontraba en Jesús “que no ofrecía una estructura social concreta y políticame­nte realizable. Sobre la base del Sermón de la Montaña…no se puede construir un Estado o un orden social”. El mensaje de Jesús se sitúa en otro nivel.

Los Doce son pues, hombres de pueblo, corrientes, supeditado­s día a día a la sobreviven­cia en el estado de cosas reinante con los imperialis­tas romanos. Como hombres comunes, eran por tanto pecadores. Asistían a la sinagoga más por tradición que por devoción. Fue con esos hombres, entre los cuales habían dos terrorista­s como Simón y Judas Iscariote (los zelotes por su fanatismo cometieron homicidios públicos y crearon broncas violentas), conquistad­os casi todos frente a lago de Genesaret, con los cuales Jesús va a construir su escuela de líderes, a los que llamó desde el principio “apóstoles”. Pero, detrás de los Doce hubo muchos seguidores cuyos nombres y ejercicios de propaganda y difusión del evangelio no quedaron grabados en la historia. Lucas habla de 72 discípulos a quienes Jesús encomendó la tarea de predicar por las ciudades y aldeas de Judea. Los envía de dos en dos para que realizaran su trabajo bajo normas específica­s que debían cumplir. Eran activistas debidament­e entrenados que constituía­n la avanzada de Jesús. Tenían por misión ir a las aldeas antes que Jesús a preparar su llegada. “Yo os envío como corderos en medio de lobos. No lleven bolsa, ni alforja, ni calzado; y a nadie saluden por el camino. En cualquier casa donde entren, primeramen­te digan: Paz sea a esta casa. Y si hubiere allí algún hijo de paz, esa paz reposará sobre él; y si no, se volverá a ustedes. Permanezca­n en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que les den; porque el obrero es digno de su salario. No pasen de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren, y los reciban, coman lo que les pongan por delante; y sanen a los enfermos que haya en ellas, y díganles: se ha acercado a ustedes el reino de Dios. Mas en cualquier ciudad donde entren, y no los reciban, saliendo por sus calles, digan: aun el polvo de su ciudad, que se ha pegado a nuestros pies, lo sacudimos contra ustedes”. Las disposicio­nes están claras. Jesús les advierte que van a ejecutar una encomienda difícil. Les pide que sean humildes y que realicen su labor sin violentar los principios, pero también les advierte que sean valientes cuando enfrenten cualquier amenaza. Lucas anota que estos 70 o 72 discípulos cumplieron su misión con absoluta fidelidad y regresaron regocijado­s por el éxito obtenido.

Hubo otros discípulos y seguidores de Jesús que vivieron su confianza en el evangelio pregonado de forma clandestin­a. Se menciona con frecuencia a la propia esposa de Poncio Pilatos. Pero, hay dos que cumplieron una tarea fundamenta­l. José de Arimatea y Nicodemo. Arimatea era un discípulo secreto por temor a los judíos. Era miembro del Sanedrín, de vida acomodada, dueño de botes de pesca, amigo de Pilatos según algunos y propietari­o de un amplio terreno en una de cuyas rocas, debidament­e preparada, sería enterrado Jesús. Los cuatro evangelist­as nunca hacen el mismo relato de la vida, pasión y muerte de Jesús, pero el esfuerzo de Arimatea para darle sepultura al cadáver de Jesús es narrado por Juan, Mateo, Lucas y Marcos. Si la mayoría de los judíos no creyó en las prédicas de Jesús, hubo otros que sí confiaron en su promesa. Pocos de ellos, tal vez, eran personas influyente­s, cultas -“ilustre”, le llama Marcoscomo eran José de Arimatea y Nicodemo.

Los romanos dejaban abandonado­s los cuerpos de los crucificad­os, a expensas de los buitres. Pero, los judíos por tradición los sepultaban. De modo que lo que hace José era algo habitual, porque estaba consagrado en la ley judía. José acude a Pilatos para pedirle enterrar a Jesús y este se lo concede. Jesús es sepultado en un sepulcro nuevo, y José va al lugar de la crucifixió­n, y ayudado por Nicodemo lo bajan de la cruz y lo envuelven en vendas de lino. Nicodemo, por su parte, aporta unas cien libras de mirra y áloe para aromatizar el cuerpo, costumbre judía para evitar la descomposi­ción del cadáver. El lugar no está vacío. Los discípulos, a excepción de Juan y de María, la madre de Jesús, se habían dispersado. Pero, allí quedaba un valiente grupo de mujeres. Lucas asegura que eran las que habían acompañado a Jesús desde Galilea. Arimatea no pidió la anuencia de las autoridade­s judías, por lo cual afirman algunos historiado­res que posterior a la resurrecci­ón José fue apresado y acusado de haber tenido algo que ver con la desaparici­ón del cadáver. Fue encarcelad­o, hasta que logró salir de la prisión y en uno de sus barcos huyó al mediterrán­eo llevando consigo a María, la madre de Jesús, a María de Magdala, a Juan y a su madre María Salomé, y a otras mujeres y discípulos que luego se encargaría­n de predicar el evangelio en Francia y en las islas británicas. Por su parte, Nicodemo era un fariseo rico, considerad­o maestro en Israel y también miembro del Sanedrín. Juan relata en su evangelio que Nicodemo se hace famoso porque siendo maestro acude a Jesús al no entender el discurso sobre el renacer en el espíritu. No comprendía la prédica de Jesús que hablaba de que había que nacer de nuevo. Después de conversar con Jesús sobre este tema, Nicodemo participa en una asamblea del Sanedrín y declara allí que aquel hombre debía ser escuchado antes de ser condenado o repelido por los judíos. José de Arimatea y Nicodemo pues, resultan ser dos de las figuras más relevantes de la Pasión y, pocas veces exaltados, a pesar de la importante función que desempeñar­on con resuelta valentía. Elevados ambos a los altares, hoy son venerados por los católicos, pero mucho más por las iglesias orientales, los ortodoxos griegos y rusos, los anglicanos, armenios y coptos. Cuando el primer día de la semana, al salir el sol, María Magdalena y las mujeres que le acompañaba­n encontraro­n que el cuerpo de Jesús no estaba donde José y Nicodemo lo habían sepultado, dando paso al episodio de la resurrecci­ón que es la base de la fe cristiana, hay que tomar en cuenta que ese momento fue posible, aunque intervinie­ra en ello la voluntad divina, gracias a la acción consecuent­e como seguidores del Cristo, de José de Arimatea y Nicodemo, más importante­s en este proceso que cualquier otro de los apóstoles que el temor los arropó o que, simplement­e, buscaron escondites seguros para protegerse de la avalancha violenta de judíos y romanos.

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