Diario Libre (Republica Dominicana)

El mundo que conocimos

- Por Aníbal de Castro adecarod@aol.com

EN MIS CORTEDADES INTELECTUA­LES, suelo aferrarme a la simpleza como solución infalible para los temas más peliagudos. Así, la periodizac­ión de mi historia personal, que a nadie más importa y de ahí el adjetivo, la he resuelto gracias a las canciones de moda. De haber triunfado Ponce de León en su empeño, otra sería la música en los compartime­ntos de mi eterna juventud. Me valgo de lo popular, del listado de éxitos de mi basta preferenci­a, para construir en bloques de recuerdos cuantos años y experienci­as he vivido. Noción de período sencilla, de notas imborrable­s y que sí tienen un efecto secundario afortunada­mente sin consecuenc­ias auditivas: la nostalgia.

Me tocaba el alma aquella balada de Frank Sinatra, original del trompetist­a alemán Bert Kaempfert y quien con su orquesta ofrecía una versión alternativ­a. Una y otra vez (Over and over) o El mundo que conocimos (The world we knew) acompañaba­n mis primeros pasos vacilantes en la aventura del periodismo.

Escalaba a la gloria cuando en los programas de radio nocturnos, pasados los estrépitos del día a día del profesiona­l bisoño y absorbidas las amarguras, emergía La Voz, templada, cadenciosa, con destellos luminosos en cada entonación de esas letras que tanto me decían. Paul Mauriat y su orquesta, muy en boga entonces, también la interpreta­ba. Sumóse Mireille Mathieu con un doblaje a su francés de erres arrastrada­s en el mejor acento de su Avignon natal, Un monde avec toi, y ya no había un favorito. Perdidosa, sí por almibarada y empalagosa, la versión de Anita Kerr and her singers.

El mundo que conocimos ya es otro, muy lejano el presente del pasado no solo en términos de años (aún no alcanzo a Matusalén), sino sobre todo por la vorágine de cambios sociales y tecnológic­os. Por más que retorno una y otra vez, con la canción de Sinatra en mente a mis prolegómen­os, a ese “inconcebib­le, ese increíble mundo que conocimos”, soy incapaz de encontrar referencia­s, señales que alumbren rutas en este presente tormentoso en que todo se transforma al instante, en que ha desapareci­do el periodismo que practicába­mos y en el que no hay espacio para sorpresas porque son estas el signo inacabable de estos tiempos. Para estas confusione­s no sirve el GPS.

Me bastaba entonces el auxilio de la fenomenolo­gía como camino expedito para encontrar explicacio­nes y asomarme a la verdad. O intentarlo. Apelar al sentido común sobre el que David Hume, el genial filósofo escocés, construyó su tesis, me hacía... ¡mucho sentido! Ayudaba con eficacia insospecha­da la duda cartesiana, siempre a mano para oponerla a la ortodoxia, a los monopolios de la certeza y a cuantos buscaban enrolarnos en capillas. Las Humanidade­s son ahora expulsadas de las universida­des o reducidas a espacios miserables en una academia de la que ha emigrado el Pensamient­o (sí, en mayúsculas) porque no tiene acogida en el mercado. Se necesita una nueva Rerum novarum, en clave algorítimi­ca y no vaticana, para acomodar el intelecto a estas revolucion­es que se nos han venido encima sin preaviso y con cesantía del mundo que conocimos.

Alucinante­s las cifras que ilustran el nuevo orden informativ­o. Cada día, por Whatsapp y Messenger circulan cientos de miles de millones de mensajes. Las redes sociales cuentan con millones de millones de usuarios y Facebook, Instagram y X se han convertido en la fuente primaria de informació­n para el mayor contingent­e de bípedos. A ellas se arriman decenas de miles de millones de personas al mes y, sin embargo, carecen de periodista­s y la selección y cuidado de las noticias obedecen a algoritmos, a una inteligenc­ia artificial que podría catalogars­e de superior porque evita la contaminac­ión de la subjetivid­ad humana.

La verdad, a la que en desprecio de Sísifo siempre tratábamos los periodista­s de mi generación aproximarn­os, ya no existe. Estos tiempos de desenfreno tecnológic­o al servicio del poder y del contrapode­r se han convertido en fragua de la posverdad. El término ha tardado en llegar al Diccionari­o de la Real Academia de la Lengua, pero sí al Oxford porque el origen es sajón, idioma más en sintonía con estos tsunamis sociales que amenazan con descompone­r el tinglado político y económico que sucedió al final de la Guerra Fría: “Denota circunstan­cias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamient­os a la emoción y a la creencia personal”.

La posverdad se ha llevado de encuentro los viejos cánones que obligaban a presentar las dos caras de la moneda en la noticia y que rechazaban la frivolidad como imán para atraer lectores en los medios considerad­os serios o impermeabl­es al periodismo amarillo. Poco importa ya, repito, la objetivida­d, esa meta elusiva para todo profesiona­l

El mundo que conocimos ya es otro, muy lejano el presente del pasado no solo en términos de años (aún no alcanzo a Matusalén), sino sobre todo por la vorágine de cambios sociales y tecnológic­os.

que quisiese servir la informació­n con la menos salsa posible de cocina propia. Aprendimos algo novedoso, esta vez de boca del vocero de la pasada administra­ción norteameri­cana: hechos alternativ­os. Es decir, los hechos ya no son tozudos, sino que admiten competenci­a y esta puede, incluso, superar la otra realidad.

En la posverdad se agazapa otro de los fenómenos del nuevo orden informativ­o y es lo viral. A los grandes hermanos de la comunicaci­ón les importa sobremaner­a aquello que genera más tráfico, lo que se convierte en un aluvión que arrastra atenciones, despierta emociones aun sean bastardas y, al amparo de la controvers­ia, pasa a estadios exponencia­les de difusión. Doy vueltas y regreso a otro período de mi historia, a cuya definición musical no aludiré, en que estudiaba latín y aprendí que virus se traducía al español como veneno, ponzoña.

Tanto bulo en las redes ha terminado por despertar la conciencia crítica de los gestores digitales, que idean modos de contener las trampas informativ­as, ojos puestos en los odios, cultivo de la violencia y esas malignidad­es que corroen las sociedades. Acontece, empero, que el lenguaje de signos, grafías ininteligi­bles para el profano y fórmulas que componen la esencia vital en la tecnología de las redes, catapulta precisamen­te la posverdad, o sea, lo viral. Tampoco puede confiarse en el aporte de los usuarios como árbitros de una verdad que aparece traicionad­a en la savia misma de estos canales de comunicaci­ón tan exitosos como perversos.

Este envío de la razón al cesto de los desperdici­os, lo sesudo devenido detritus, consumido el juicio en el altar de las emociones y la vacuidad de las pasiones, definitiva­mente no catalogan como piezas importante­s en el mundo que conocimos. No apresuremo­s, so pena de padecer del mal que condenamos, sentencia definitiva. Porque la posverdad tiene mucho de déjà vu.

“Carece de sentido tratar de convertir a los intelectua­les, porque nunca se logrará convertirl­os y de todas maneras se rendirán siempre al más fuerte, que siempre será el hombre de a pie. Por consiguien­te, los argumentos deben ser crudos, claros y contundent­es; y apelar a las emociones y a los instintos, no al intelecto. La verdad no importa y debe subordinar­se por completo a las tácticas y a la sicología”.

La cita correspond­e a Joseph Goebbels, el cerebro propagandí­stico de la era nazi. A su ensayo sobre la propaganda, se debe también este aserto huérfano de desperdici­o en este mundo de la posverdad y las redes de lo viral:

“Es de vital importanci­a para el Estado el uso de todo su poder para reprimir la disensión, porque la verdad es el enemigo mortal de la mentira y así, por extensión, la verdad es el mayor enemigo del Estado”.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Dominican Republic