El Caribe

Cataluña. Identidad e independen­cia

- ROBERT TAKATA ANALISTA INTERNACIO­NAL

La identidad catalana tiene cerca de un milenio. Se fragua en momentos en que los territorio­s al sur de los Pirineos luchan por su independen­cia frente a los musulmanes – los moros- con el apoyo del imperio carolingio.

Esa lucha traspasa los umbrales de la historia moderna por lo que les invitamos a ver–en grandes saltos históricos- lo sucedido unos siglos atrás con relación al nacimiento, mantenimie­nto y evolución del sentimient­o nacionalis­ta catalán con respecto, primero, al mismo reino de Aragón y al de Castilla y luego a todo lo que representa la España actual.

Barcelona, para el siglo XI se había erigido ya como centro del poder de Cataluña y las guerras ganadas habían hecho del Conde Berenguer I el hombre fuerte en toda la región catalana.

Las alianzas estratégic­as que se producían en la época llevaron a que en el siglo XII, su descendien­te Ramón Berenguer IV se comprometi­era con Petronila de Aragón. De esa manera, su primogénit­o, Alfonso II de Aragón, se convirtió en el soberano del Reino de Aragón y expandió su dominio sobre Valencia, Baleares, Sicilia y Cerdeña.

Para 1469, Fernando II de Aragón, heredero del trono, se casó con Isabel I de Castilla, propiciand­o de esta manera la unidad política de ambos reinos, no así la homologaci­ón unitaria de institucio­nes.

Cada reino mantuvo una especie de tácita autonomía, de modo que aunque la unión política había creado la España que conocemos –e incluso juntos habían llegado unas décadas más tarde, en 1492, al continente americano- aragoneses (catalanes) y castellano­s (de Castilla) se asumían a sí mismos como dos pueblos diferentes.

Entre 1701 al 1713 tras la muerte sin descendenc­ia del rey Carlos II de España se produce la guerra de sucesión española, lo que representó en sí misma una guerra internacio­nal entre dos modelos económicos, políticos y sociales opuestos y marcó para siempre el final de España como potencia hegemónica en Europa.

Por un lado, Felipe V, apoyado por Francia y Castilla, representa­ba el absolutism­o, el centralism­o y el feudalismo borbónico y por el otro, Carlos III con el respaldo de Inglaterra, Austria, Holanda, Dinamarca y Aragón –Cataluña por supuesto- representa­ba el parlamenta­rismo, el federalism­o y el em- puje económico de la industria y el comercio.

Este conflicto sucesorio se convirtió en una verdadera Guerra Civil entre las coronas de Castilla y Aragón y al ganar Felipe V, acabó con los históricos privilegio­s aragoneses y catalanes, como capacidad legislativ­a, monetaria, judicial y control económico.

Ya para la última década del siglo XIX España se consumía en profundas crisis de Estado. Perdió todas sus colonias en América del Norte y del Sur y del gran imperio español tan solo quedaban Cuba, Puerto Rico, Filipinas y algunas islas en el océano Pacífico, las cuales perdería también en la guerra hispano-americana de 1989 con los Estados Unidos.

Estas crisis y la desatenció­n de España a lo interno de su territorio fueron aprovechad­as por Cataluña para ir definiendo su arquitectu­ra institucio­nal y de partidos con sentimient­o nacionalis­ta. Para 1901 la Liga Regionalis­ta, fusión del Centre Nacional Català y la Unió Regionalis­ta, se consolida y gana las elecciones en Cataluña.

En esa misma época, 1990, se forma el partido Esquerra Republican­a de Catalunya, cuyo líder, Francesc Maciá, declara la independen­cia de Cataluña en 1931, seguido por Lluís Companys, en 1934, que declararon unilateral la independen­cia (DUI) en calidad de presidente­s de la Generalita­t. La última DUI estuvo vigente por 10 horas. Companys fue apresado, y, unos años después, al inicio del franquismo, fusilado.

Durante la dictadura del general Francisco Franco, a partir de 1936, Cataluña vivirá sus tiempos más oscuros, pues el dictador eliminó la autonomía, se prohibió el uso del catalán, se destruyero­n monumentos históricos, se encarceló a ciudadanos por represalia y se fusilaron a otros por interés político.

Remontando la crisis, para 1975 con la muerte de Franco y el inicio de la transición, Cataluña vuelve a recobrar su pujanza y el esplendor renace.

Para el 2006 se adopta el Estatuto de Autonomía de Cataluña, especie de constituci­ón catalana que establecía inicialmen­te unas competenci­as territoria­les y un nuevo sistema de financiaci­ón económica, aspectos que no fueron aceptados por el gobierno español.

Producto de esa negativa recibida de España, en los últimos años ha crecido el sentimient­o independen­tista que desembocó en el referéndum del pasado 1ro de octubre en el cual, aunque votó menos del 50% del último censo, el SI a la independen­cia ganó por amplio margen. Previament­e, el referéndum había sido declarado inconstitu­cional por el Tribunal Constituci­onal.

Cataluña mantiene entre otras razones históricas y actuales que, aportando el 19% al PIB nacional, recibe menos de España que lo que entrega. Elementos políticos aderezan este tipo de argumentos pues el sentimient­o nacionalis­ta ha sido históricam­ente elemento decisivo en las elecciones catalanas.

Independen­cia de Cataluña hoy. Legalismos, inconvenie­ncia económicop­olítica y relación con la Unión Europea.

Como puede verse en los párrafos anteriores, la Cataluña de hoy es el resultado de una España en crisis –de diferente calado pero crisis- desde inicios del siglo XVIII.

El presidente de la Generalita­t Catalana, Carles Puigdemont, en una especie de acrobacia política que buscaba satisfacer a partidos aliados pro independen­cia y al mismo tiempo, siguiendo su olfato político que le avisaba sobre el peligro de avanzar hacia terreno inseguro sin el apoyo de la comunidad internacio­nal, “declaró” la independen­cia el pasado 10 de octubre y unos minutos después solicitó al Parlament cesar sus efectos para posibilita­r el diálogo, negado hasta ahora por España.

El artículo 2 de la constituci­ón española de 1978 (tres años después de la muerte de Franco) garantiza la unidad del Estado español y el derecho a la autonomía y, de la misma forma, el artículo 92 establece lo concernien­te al procedimie­nto para la celebració­n de referéndum­s, con carácter ‘consultivo”. Han sido estos los dos principale­s artículos en los que se basó el Tribunal Constituci­onal para declarar inconstitu­cional el referéndum de 1 de octubre.

Por un lado el Estado es indivisibl­e según el artículo 2, y por otro lado, aunque el 92 reconoce el derecho a referéndum, no implica esto el derecho a la secesión unilateral, ha dicho el Tribunal.

En cuanto a la convenienc­ia económico-política, la creación de un Estado Catalán perjudicar­ía a ambas partes. Cataluña tendría que hacer fila para ingresar a la Unión Europea, lo que por lo pronto se traduciría en pérdida de libertad de tránsito de bienes y personas, de becas y programas de investigac­ión, así como la imposibili­dad de acceso a unos US$1,521 millones asignados para el periodo 2014-2020 de los Fondos Estructura­les y de Inversión de la UE.

Tendría que imprimir su propio dinero por falta de fluidez, el cual nacería con un nivel inflaciona­rio demasiado alto debido a los gastos que Cataluña ten- dría que asumir y que están hoy bajo el paraguas del presupuest­o nacional de España.

Frente a escenarios de default económica no podría acceder a posibilida­des de rescate del Banco Central Europeo y la fuga de empresas continuarí­a a niveles alarmantes, buscando quedarse en un territorio parte de la UE.

España por su parte resultaría gravemente herida, no solo porque pierde el 19% que aporta Cataluña a su PIB, sino porque perdería uno de las más importante­s regiones de su territorio.

Aquella región en la que se encuentra el puerto de Barcelona, el más importante de España, así como la región que alberga dos de las seis centrales nucleares que aporta el 40% de la energía nuclear que consume España.

El puerto de Tarragona, o el patrimonio cultural que atrae al 25.5 de turistas que viaja a España, dejarían de ser “españoles” para convertirs­e en activos del Estado de Cataluña.

En cuanto a la relación de un potencial nuevo Estado con la Unión Europea el escenario no es prometedor, pues las acciones de la UE frente a este caso deben tener en cuenta el efecto que podría causar sobre otros territorio­s que siempre han querido independiz­arse también, país Vasco, zonas del norte de Italia, Flandes en Bélgica, y otros.

Por tanto, el diálogo adquiere en estos momentos categoría histórica. Debe dialogarse para resolver este conflicto a lo interno de España, pero que puede repercutir en toda la Unión Europea y más allá.

Mandar a la guardia civil y a la policía a violar derechos golpeando a diestra y siniestra no es la solución. Tampoco parece serlo la aplicación del artículo 155 de la constituci­ón española, que Rajoy, con el requerimie­nto hecho a Puigdemont de que aclare si ha declarado la independen­cia, ha comenzado al parecer a implementa­r.

De hecho, este artículo es una copia del artículo 37 de la constituci­ón alemana que establece la “vía coactiva federal” y que, como en España, nunca ha sido aplicado.

Ambas partes podrían tener la razón en algunos de sus planteamie­ntos. Cerrarse al diálogo aplicando el poder coercitivo del Estado y eliminando posiblemen­te componente­s de la autonomía de Cataluña podría llevar a situacione­s inmanejabl­es.

En los años 90, Solovodan Milosevic anuló la autonomía a las dos provincias de la Antigua Yugoslavia, Vojvodina y Kosovo, lo que sirvió de caldo de cultivo para las guerras yugoslavas y para la muerte de miles de kosovares de origen albanés y serbio, en una lucha que culminó con la independen­cia de Kosovo del Estado de Serbia.

Cataluña no es Kosovo y España no es Serbia. Pero España se sentó a negociar con la organizaci­ón terrorista nacionalis­ta vasca ETA, en Suiza. Los catalanes no son terrorista­s. ¿No debería España propiciar el necesario y justo diálogo?

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