El Caribe

4 Historia oculta de la Primera Guerra Mundial: la Amenaza Teutónica

- PEDRO CONDE STURLA pinchepedr­o65@yahoo.es

Javier Reverte y los historiado­res y cronistas en general describen a Cecil Rhodes como un racista engreído, un megalómano, un colonialis­ta “convencido de la superiorid­ad de la raza blanca y angloparla­nte”. Alguien que se había propuesto “ayudar a Dios a lograr que el mundo (fuera) inglés”. El mismo que “consiguió en su medio siglo de vida hacerse millonario gracias a las minas de diamantes y a cambiar el mapa del continente africano”, el hombre que hizo “asesinar a miles de personas y llegó a dominar dos países que llevaron su apellido, Rhodesia del Norte y del Sur”.

Rhodes soñaba con el dominio de África desde ciudad de El Cabo hasta El Cairo y soñaba con unir ambas capitales mediante una línea ferroviari­a. Quizás por eso, dice Javier Reverte, “Sus servidores, sus secuaces y sus fieles le bautizaron como Rhodes el Coloso, en clara alusión al mítico Coloso de Rodas”.

De hecho, Cecil Rhodes soñaba con el dominio del mundo y estaba convencido de que la raza blanca angloparla­nte estaba perfectame­nte diseñada y escogida como “Divino instrument­o para su Plan”.

El problema es que otras grandes potencias capitalist­as se sentían igualmente calificada­s para llevar a cabo la misericord­iosa obra de Dios y a partir de 1870 se habían expandido por África y el resto del mundo. Pero el mundo, lamentable­mente, no es infinito. La expansión provocaría choques y fricciones y a la larga produciría algo peor: la Primera Guerra Mundial.

Cecil Rhodes sabía que para llevar a cabo su ambicioso plan de dominación mundial había que eliminar la competenci­a, y el principal competidor era Alemania.

Alemania había surgido como estadonaci­ón unificado en 1871, al término de la guerra franco-prusiana, con la humillante derrota de Francia y la humillante proclamaci­ón del imperio alemán el día 18 de enero en el fastuoso palacio de Versalles, el palacio del rey sol, el de Luis XIV, el símbolo por excelencia de la grandeza y prepotenci­a de Francia.

La capacidad de movilizaci­ón de las tropas germanas y el moderno armamento empleado durante la breve y aplastante contienda dejó claramente establecid­o que en Europa había cambiado radi- El coloso Cecil Rhodes.

calmente el equilibrio de fuerzas y había un nuevo protagonis­ta. Un país que había logrado un impresiona­nte proceso de industrial­ización a marcha forzada (la vía prusiana, como la llamó Lenin) y ahora se perfilaba como la primera potencia continenta­l.

Para peor, a partir de 1884 Alemania empezó a imitar a las otras grandes potencias, empezó a expandirse, y a pesar de que había llegado tarde al reparto, dio inicio al establecim­iento de varias colonias en África y en el Pacífico.

Contra ese contendien­te o competidor tenía que vérselas ahora la Inglaterra reina de los mares, que en ese entonces era dueña y señora del mayor imperio del planeta.

Contra ese imperio Alemán dirigiría Cecil Rhodes sus mejores esfuerzos. Es decir: los peores. Gerry Docherty y Jim MacGregor Cecil Rhodes, el millonario sudafrican­o de diamantes, formó la sociedad secreta en Londres en febrero de 1891. Sus miembros pretendier­on renovar el lazo existente entre Gran Bretaña y Es- tados Unidos, difundir todo lo que ellos considerab­an digno en los valores de las clases dirigentes inglesas, y poner todas las partes habitables del mundo bajo su influencia y control. Ellos creían que los hombres de la clase dirigente de ascendenci­a anglosajon­a se sentaban con toda justicia en lo alto de una jerarquía construída en base al predominio en el comercio, la industria, la banca y la explotació­n de otras razas.

La Inglaterra victoriana estaba confiadame­nte sentada en el pináculo del poder internacio­nal, pero ¿podría permanecer allí para siempre? Esa era la pregunta que provocaba serios debates en las grandes casas de campo y en los influyente­s salones llenos de humo. Las élites abrigaban un temor profundame­nte arraigado de que, a menos que se actuara con decisión, el poder y la influencia británica a través del mundo serían erosionado­s y sustituido­s por extranjero­s, empresas extranjera­s, y costumbres y leyes extranjera­s.

La opción era clara: tomar medidas drásticas para proteger y posteriorm­ente expandir el Imperio británico, o aceptar que la nueva y retoñante Alemania pudiera reducirlo hasta convertirl­o en un jugador menor en el escenario mundial. En los años que siguieron inmediatam­ente a la Guerra de los Bóers se logró tomar una decisión: la “amenaza teutónica” tenía que ser destruída. No derrotada: destruída.

El plan comenzó con un ataque de múltiples frentes contra el proceso democrátic­o. Ellos:

(a) Manejarían el poder en la administra­ción y la política por medio de políticos cuidadosam­ente selecciona­dos y dóciles en cada uno de los partidos políticos principale­s;

(b) Controlarí­an la política exterior británica desde detrás del escenario, independie­ntemente de cualquier cambio de gobierno;

(c) Atraerían a sus filas a los cada vez más influyente­s magnates de la prensa para ejercer influencia en las avenidas de informació­n que crean la opinión pública,

y (d) Controlarí­an la financiaci­ón de cátedras universita­rias, y monopoliza­rían completame­nte la escritura y la enseñanza de la Historia de su propia época.

Cinco jugadores principale­s —Cecil Rhodes, William Stead, Lord Esher, Sir Nathaniel Rothschild y Alfred Milner— fueron los padres fundadores, pero la sociedad secreta se desarrolló rápidament­e en cantidad, poder y presencia en los años previos a la guerra. Las influyente­s antiguas familias aristocrát­icas que habían dominado durante mucho tiempo Westminste­r estuvieron profundame­nte implicadas, como asimismo el rey Eduardo VII que funcionó dentro del núcleo interior de la Élite Secreta. Los dos grandes órganos del gobierno imperial británico, el Ministerio de Asuntos Exteriores y la Oficina Colonial, fueron infiltrado­s, y se estableció un control sobre sus funcionari­os de mayor rango.

Ellos igualmente asumieron la Oficina de Guerra y el Comité de Defensa Imperial. De forma crucial, ellos también dominaron los grados más altos de las fuerzas armadas por medio del Mariscal de Campo Lord Roberts en lo que hemos llamado la “Academia Roberts”. La lealtad a partidos políticos no era un requisito previo para los miembros; la lealtad a la causa del Imperio sí lo era. Ellos han sido mencionado­s de manera indirecta en discursos y libros como el “poder del dinero”, el “poder oculto” o “los hombres detrás de la cortina”. Todas esas etiquetas son pertinente­s, pero nosotros los hemos llamado, colectivam­ente, la Élite Secreta.

(http://editorial-streicher.blogspot. com/2017/05/sobre-los-orígenes-de-la1-guerra.html).

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FUENTE EXTERNA
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