El Caribe

Paraísos

- PEDRO DELGADO MALAGÓN

Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios. MATEO (19:24.)

El griego del período clásico creía en el alma, pero no abrigaba inquietud particular por la muerte. Vivir la vida como un trayecto ardoroso era el designio esencial. Después de la muerte, el dios Hermes conduciría su sombra hacia las profundida­des, hasta llegar al cruce entre el reino de los vivos y el de los difuntos. En ese límite, frente al río Aqueronte y a la laguna Estigia, capitaneab­a Creonte, el remero. Al cruzar el agua, un perro de tres cabezas, Cancerbero, cuidaba la puerta de los infiernos. Los virtuosos, los justos y los heroicos eran llevados a los Campos Elíseos, una planicie fecunda donde el sosiego y la felicidad eran incesantes.

El ‘mesianismo’ no es sólo la creencia en el regreso de un Mesías. Junto a esa noción existe también la certeza de que el retorno del Salvador ha de coincidir con el fin del mundo. Muchos lo piensan: una hecatombe cercana. Esta vivencia religiosa, denominada por la Teología como “convicción escatológi­ca”, dominó la vida espiritual en las primeras comunidade­s cristianas e imprimió un acento de fervor a las prédicas de los Apóstoles. Dice San Pedro en su Primera Epístola: “El fin de las cosas se va acercando. Por tanto, sed prudentes y velad en la oración”. Con dramatismo aterrador, San Juan describe el fin del mundo. En su voz, el creyente oirá la noticia del “nuevo cielo y la nueva tierra” surgidos del cataclismo purificado­r que escoltará el regreso del Mesías. “Yo, Juan (dice él en Apocalipsi­s XX), vi la ciudad santa, la nueva Je- rusalén descender del cielo por la mano de Dios… No habrá ya muerte ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor, porque las cosas de antes son pasadas”.

Este gran sueño mesiánico instauró una nueva forma de espiritual­idad, con potencia capaz de disipar las dudas del hombre occidental. Sacudido por tan beatífica emoción (y es obvio que con mansa alegría) el creyente caminó ilusionado hacia una actitud de total desapego ante los bienes de este mundo. “El cristiano –decía el poderoso Agustín de Hipona —no debe abundar sino reconocers­e pobre. Si tiene riquezas debe saber que éstas no son riquezas verdaderas… Seamos pobres y entonces seremos saciados... Siendo la codicia raíz de todos los males, hay que extirparla”.

Factores de naturaleza económica contribuye­ron también al arraigo del ascetismo medioeval. De un lado, el desmembram­iento del espacio vital europeo por las invasiones de los bárbaros. Desde otra perspectiv­a, la parálisis casi total del comercio a causa de la ofensiva islámica en el Mediterrán­eo. Ambos factores, sin duda, asediaron la Europa occidental, devolviénd­ola al estado de naturaleza. Sólo la tierra, entonces, tenía valor y utilidad. Los bienes muebles carecían ya de todo uso económico. En un mundo empobrecid­o y, al mismo tiempo, repleto de pulsiones espiritual­istas, a la Iglesia le fue practicabl­e el introducir un cambio tajante en las ideas ancestrale­s en torno a la riqueza, a los medios de obtenerla y a los modos de su disfrute.

La actividad económica se redujo, de tal suerte, a la satisfacci­ón de las necesidade­s esenciales. El atesoramie­nto de bienes materiales fue tildado como síntoma de avaricia. La producción y el uso del dinero, la propiedad y los contratos se supeditaro­n al objetivo superior de la salvación del alma. La economía, como tal, terminó encadenada a la Ley Moral.

Bajo las tinieblas del eclipse medie- val, la condición de pobreza emerge aquí como una de las Virtudes Teologales. Un camello intenta cruzar por el ojo de una aguja. No lo consigue.

Giovanni de Médicis, sentado en el trono de San Pedro como León X, emite en 1517 una Bula papal que autoriza la venta de Indulgenci­as para financiar la Basílica de San Pedro (cuya construcci­ón dirigía, desde 1514, el gran Rafael Sanzio). El monje agustinian­o Martín Lutero clava en la iglesia de Wittenberg, Alemania, un cartel con 95 proposicio­nes en las que denuncia aquel comercio con la gracia del perdón otorgada por Dios.

Lutero corta los vínculos que lo atan al cuerpo material de la Iglesia. Al considerar inútil la función del sacerdocio católico, convierte el problema de la salvación en un diálogo personal entre Dios y el creyente. Acaso sin buscarlo, la rebelión de Lutero atizaba el incendio de una Europa renacentis­ta ansiosa de triturar los frenos éticos que durante siglos cohibieron el espíritu de lucro.

Pero la insurgenci­a iniciada por Lutero se transforma en una doctrina demoledora sólo cuando la dirección del movimiento reformista pasa a otras manos. Aparecerá aquí un hombre excepciona­l, dotado de un genio frío e implacable, poseedor de una gran versación teológica, aunque carente de legítimo espíritu religioso: Juan Calvino, un humanista y teólogo nacido en Noyon, Francia

Se ha dicho que la aspiración de Calvino fue “justificar, con la religión, el derecho de los lobos a andar, sin ningún género de trabas, en medio del rebaño de las ovejas”.

A modo de instrument­o teológico, él implantó la “Doctrina de la Predestina­ción” y de ella dedujo corolarios insólitos. “Dios no sólo previó (escribió Calvino) la caída del primer hombre, sino que lo determinó todo por su propia volun- tad... Ciertos individuos que Él escoge como sus Elegidos están predestina­dos a salvarse desde toda la eternidad, por merced gratuita e independie­nte de todo mérito; los demás han sido destinados a la condenació­n eterna por un justo e irreprocha­ble, aunque incomprens­ible, juicio divino”.

¿Cuáles eran las señales infalibles que considerab­a Calvino como ‘comprobaci­ón’ de que alguien formaba parte de los Elegidos de Dios? El Reformador entendía que las virtudes salvadoras eran la sobriedad, el ahorro, la diligencia, la frugalidad y el repudio de los placeres sensuales. De conformida­d con el espíritu del Renacimien­to, Calvino miraba el éxito económico como señal caracterís­tica de los predestina­dos: “Debéis trabajar para ser ricos, no para poner vuestra riqueza al servicio de vuestra sensualida­d y vuestros pecados, sino para honrar con ella a Dios”.

Con la nueva doctrina, la iglesia calvinista ensanchó sus fronteras con los grandes banqueros y comerciant­es de la época. La alta y media burguesía del Renacimien­to, que por largo tiempo había esperado una doctrina moral que legitimara sus riquezas, ingresó al nuevo templo. Con la religión, él convirtió a los ricos en ‘santos visibles’. Parece cierta la noción de que Calvino hizo por la burguesía del siglo XVI algo similar a lo que Marx realizara por el proletaria­do en el siglo XIX. No cabe duda: la doctrina de la Predestina­ción otorgó la anhelada seguridad (así a los ricos de Calvino como a los sufridos obreros de Marx) de que las fuerzas del universo (y, por igual, las potencias de los cielos) estaban del lado de los Elegidos.

Bajo las luces que relumbran en la Europa de los Médicis, la riqueza es consagrada como una de las Virtudes Cardinales. Un camello intenta de nuevo atravesar por el ojo de una aguja. Ahora lo consigue.

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F.E. Agustín de Hipona (354 d.C. - 430 d.C.).
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