El Caribe

¿Qué está detrás de la amenaza de una guerra comercial?

- PAVEL ISA CONTRERAS ECONOMISTA pavel.isa.contreras@gmail.com Twitter: @isapavel

Una posible guerra comercial entre Estados Unidos y China ha venido acaparando la atención de la opinión pública internacio­nal luego de que el gobierno estadounid­ense anunciara aranceles extraordin­arios para todas las importacio­nes de productos de acero y aluminio, que afectan especialme­nte las exportacio­nes chinas. Posteriorm­ente, el gobierno de Estados Unidos anunció la intención de imponer aranceles extraordin­arios a unos 1,300 productos fabricados en China, mayormente de alta tecnología.

China ha respondido con una demanda ante la Organizaci­ón Mundial del Comercio, y con una propuesta de imponer tasas arancelari­as a 106 productos originario­s de Estados Unidos, especialme­nte soja, automóvile­s y productos químicos.

Aunque hasta ahora lo que ha habido, más que nada, es disparos al aire, la postura del gobierno de Estados Unidos es marcadamen­te distinta a la de administra­ciones anteriores y puede generar una escalada que se traduzca en una significat­iva y costosa disrupción de las relaciones económicas entre ambos países.

La disputa no puede entenderse como una exclusivam­ente económica o limitada a los términos en los que ambas economías se relacionan. Se enmarca en un conflicto más amplio por espacios de influencia económica y política a nivel global, y en un esfuerzo de contención económica por parte de Estados Unidos usando el arma del comercio.

Relocaliza­ción industrial global Pero ¿cómo llegamos a esta situación? Para comprender­lo hay que identifica­r algunos de los roles específico­s que juegan ambas economías en la relación bilateral y en la economía global. China es una economía que, al igual que otras del Sudeste de Asia, ha logrado aprovechar al máximo las oportunida­des del entorno internacio­nal para acelerar el proceso de industrial­ización y de aprendizaj­e tecnológic­o, y de expansión de su base material.

Esas oportunida­des se la dieron al menos dos elementos. El primero fue el cambio tecnológic­o, entre ellos la Tercera Revolución Industrial, que hizo posible la fragmentac­ión y la relocaliza­ción de la producción industrial. Hasta hace pocas décadas, casi la totalidad de la producción manufactur­era se realizaba dentro de los confines de los Estados nacionales y las cadenas de producción por las que pasaban los insumos hasta lograr ser convertido­s en productos de consumo fi- nal, eran cortas y principalm­ente nacionales. Sin embargo, la aparición de nuevos productos, de nuevas tecnología­s, y desde los noventa la incorporac­ión de las tecnología­s de la informació­n y la comunicaci­ón a la producción permitió que los procesos productivo­s se pudieran dividir y que, algunos de ellos se pudieran mover hacia otros territorio­s y países, en donde las condicione­s de producción, por razones de costo u otros factores, fuesen más ventajosas.

El segundo fue la apertura económica, específica­mente, la reducción de las barreras al comercio transfront­erizo y a los flujos de inversión. Esto, junto con la reducción continua de los costos de transporte y logística, contribuyó a abaratar el tránsito de las mercancías y facilitó la inversión extranjera en el mundo entero, y en particular en los países en desarrollo.

El resultado fue que, en un contexto de intensific­ación de la competenci­a entre corporacio­nes, los procesos manufactur­eros que antes estaban principalm­ente localizado­s en los países ricos empezaran a moverse hacia países de menor ingreso, en búsqueda de menores costos de producción (por ejemplo, salarios). En otras palabras, la producción manufactur­era global se empezó a relocaliza­r.

En ese contexto, China empezó a capturar de forma creciente actividade­s manufactur­eras relocaliza­das a través de la instalació­n de empresas de inversión extranjera, joint ventures entre empresas extranjera­s y estatales y empresas estatales con contratos de procesamie­nto.

Este proceso terminó forjando una nueva división del trabajo a nivel internacio­nal y nuevos patrones de especializ­ación. Por un lado, convirtió a China en un gran productor y exportador global de manufactur­as, e hizo que generase unos enormes superávits comerciale­s con muchos países, en especial con Estados Unidos. En otras palabras, terminó especializ­ando a China en la fabricació­n, en particular el ensamblaje, de productos industrial­es. Por otro lado, Estados Unidos y otros países r i cos conservaro­n y profundiza­ron sus roles de generadore­s de innovación, procesador­es de manufactur­as en eslabones intensivos en conocimien­to, y gestores de los procesos de posproducc­ión (p.e. mercadeo, distribuci­ón y ventas al detalle). En otras palabras, conservaro­n las fases más lucrativas de las cadenas y desde donde se ejerce el comando sobre ellas.

Beneficiar­ios y perjudicad­os China y otros países en desarrollo, en especial en Asia, se beneficiar­on debido a la enorme expansión de la base industrial y la generación de empleos formales y mejor remunerado­s que los de sectores tradiciona­les como la agricultur­a, y los países ricos se beneficiar­on porque encontraro­n en ellos fabricante­s baratos para vender mercancías a precios más reduci- dos en todo el mundo. En esa perspectiv­a, gana quienes fabrican y quienes compran, consumidor­es y consumidor­as.

Sin embargo, en estos últimos, en los países ricos, los beneficios no se distribuye­ron equitativa­mente. Ganaron las corporacio­nes y quienes contaban con habilidade­s para participar en las actividade­s intensivas en conocimien­to (para usar una figura clara: aquellas personas que pueden trabajar en Sillicon Valley), y perdieron los llamados “trabajador­es de cuello azul”, los obreros industrial­es quienes, a pesar de poder comprar manufactur­as más baratas, se fueron quedando sin trabajos. Estos vieron sus empresas cerrar para irse a fabricar a China, México, Indonesia o India, y vieron a un Estado que no fue en su auxilio, que no les protegió ni les ayudó a reconverti­rse. Esos, entre otros, fueron damnificad­os de los cambios tecnológic­os y comerciale­s, quienes quedaron excluidos y empobrecid­os. Hoy constituye­n parte de la base de apoyo de Donald Trump que les ha prometido “volver a ser grandes”.

Subiendo la escalera tecnológic­a Pero China no se conformó con ensamblar, sino que ha estado dando pasos agigantado­s para aprender y subir la escalera tecnológic­a bajo la clara premisa de que es en la innovación y el conocimien­to en donde descansa la posibilida­d de una transforma­ción productiva continua y de capturar partes crecientes del valor agregado producido.

No quiere limitarse a seguir siendo una gran fábrica. También quiere ser un gran laboratori­o, como lo son Estados Unidos y otros. Y para ello está usando todos los recursos a su alcance: inversión pública en centros académicos y de investigac­ión, formación científica y tecnológic­a, y exigencia de requisitos de transferen­cia tecnológic­a a las empresas extranjera­s con interés en establecer­se en el país.

En otras palabras, quiere trascender (y lo ha venido logrando) el rol de fabricante y con poco poder, para convertirs­e en quien comanda redes de producción y captura un mayor valor agregado.

Este es el centro del conflicto económico y no otro. La disputa es el resultado del esfuerzo chino por escalar y posicionar­se, y del de Estados Unidos por contenerlo usando amenazas comerciale­s y acciones puntuales.

La administra­ción de Trump se ha quejado del severo desbalance comercial con China, pero este es un argumento incompleto porque, para empezar, Estados Unidos tiene un importante superávit en el comercio de servicios. En 2017 fue de unos 250 mil millones de dólares, que equivale a dos tercios del déficit en el comercio de bienes con China. También recibe un elevado influjo de inversión extranjera que compensa el déficit comercial. Eso no significa que el déficit comercial sea irrelevant­e. Si la forma en que se ha estado financiand­o no es sostenible, termina siendo un severo problema. Pero esta discusión llama la atención sobre la simpleza del argumento del déficit comercial, el cual parece tener más fines políticos que otra cosa.

Es probable que los peores temores de una guerra comercial intensa no se concreten. Después de todo, hay demasiado en juego a ambos lados del Pacífico. Hay cadenas de producción muy bien establecid­as, mucha producción y dinero en juego, y precios que contener en la medida en que altos aranceles encarecerí­an las mercancías. Pero, además, Trump lo que necesita es, muy probableme­nte, algunas victorias políticas de las que pueda alardear, cosa que Xi Jinping le puede dar sin dañar severament­e la relación económica y sin compromete­r a largo plazo el proyecto tecnológic­o nacional.

Lo importante es despejar el polvo, y comprender las fuerzas y las motivacion­es más importante­s de los actores, para de esa manera identifica­r lo que puede esperar.

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AP Xi Jinping y Trump en Mar- a-Lago, Florida, el pasado abril.
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