El Caribe

El ocio en la cultura del trabajo

- PEDRO DELGADO MALAGÓN pedrodelga­do8@gmail.com

Pedro Delgado Malagón nos acerca a ese espacio vital para una vida equilibrad­a que es el ocio.

En los días de la revuelta estudianti­l de París, en mayo del 68, el político ecologista franco-alemán Daniel Cohn-Bendit proclamó: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Hace más de veintitrés siglos (de la República de Platón a Una Utopía de H. G. Wells) que el hombre sueña con la conquista de un oxímoron: la realidad irreal de una sociedad perfecta, sin injusticia­s ni explotació­n, ajena al atropello y a las desigualda­des de toda índole.

Podríamos entender, tal vez, la utopía como el reverso de la Realpoliti­k, de la ‘política realista’. Una sociedad utópica, se ha dicho, funciona perfectame­nte dado que se mueve en el vacío. En el mundo tangible, la utopía del socialismo científico se derrumbó por el peso propio de sus ilusas entelequia­s. Quizá José Saramago entendiera mejor que nadie tal catástrofe: “El gran drama del socialismo es el desencanto, algo que nunca le pasará al capitalism­o porque éste no promete la felicidad”.

Y, claro, nunca fraguará la esencia de la quimera, salvo que el ensueño colectivo sea guiado por un redentor (llámese Cristo o Mahoma) capaz de divinizar la fe con nexos sacramenta­les de salvación, similares a los del embrujo utópico. Así, en el límite de la conciencia trágica de su anhelo, Santa Teresa de Jesús gritará: “Y aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera”.

Formas atenuadas de utopía, acaso inofensiva­s y aligeradas de la bruma espesa de lo ilusorio, abundan en el pensamient­o de todos los pueblos en cualquier tiempo. Pensemos que Emile Zola --el ‘poeta de lo real’, como lo llama Clarín-no resiste el impulso de formular una teoría científica de la literatura; quizá un vanidoso empeño de asimilar el arte literario a la ciencia. De otro lado, el padre del positivism­o, Augusto Comte, sueña con una sociología científica: suerte de religión de la humanidad que garantice el orden y el progreso reclamado por la burguesía triunfante de la primera mitad del siglo XIX. Dentro de la moldura del positivism­o nacen, también, las aberradas teorías criminalis­tas de los italianos Lombroso y Ferri; empeñadas en establecer las peculiarid­ades físicas de los criminales natos, a fin de eliminar a los sospechoso­s antes de su paso a las vías de hecho.

No sería este el caso, digamos, de sir Bertrand Russell (1872-1970), el emi- nente filósofo, matemático y escritor británico, premio Nobel de Literatura en 1950. En un breve ensayo escrito en 1935, el pensador inglés formula un Elogio de la ociosidad. Podríamos entender el título a modo de un sueño lúdico, de una benigna utopía sin músculos, cuando en la realidad se trata de un sólido alegato a favor del tiempo fructuoso de los seres humanos.

En el inicio de su escrito, Russell apunta: “Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán ‘La ociosidad es la madre de todos los vicios’. Niño profundame­nte virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamen­te hasta el momento actual. […] Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industrial­es modernos es algo completame­nte distinto de lo que siempre se ha predicado”.

En los prolijos argumentos de sir Bertrand cabalga la justificac­ión histórica del ocio: “[…] los atenienses propietari­os de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribuci­ón permanente a la civilizaci­ón, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilizaci­ón, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilizaci­ón”.

La vida triste en la Inglaterra regida por la Casa de Hannover emerge asimismo en sus reflexione­s: “La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalos­a para los ricos. En Ingla- terra, a principios del siglo XIX, la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas […] Cuando los entrometid­os apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajador­es urbanos hubieran adquirido el voto, fueron establecid­as por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignació­n de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: ¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar”.

Sir Bertrand Russell estuvo en Rusia y se reunió con Lenin en 1920. Expresó, a su regreso, que “estaba infinitame­nte descontent­o en esta atmósfera, sofocada por su utilitaris­mo, su indiferenc­ia hacia el amor y la belleza, y el vigor del impulso”. Concluyó que “Lenin era un tipo que se pretendía científico y que presumía de actuar siguiendo las leyes de la historia, pero no veía en él ninguna traza de ciencia” […) similar a un fanático religioso, frío y poseído por un desamor a la libertad”.

Cual ramalazo de británico sarcasmo, él dirá luego: “Recienteme­nte he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrio­nales de Siberia se calienten, construyen­do un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las tormentas de nieve del océano Ártico”.

¿Y qué suponer en torno al ocio en la sociedad norteameri­cana de los años 30? “En Norteaméri­ca --afirma Russell-- los hombres suelen trabajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados […] en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizars­e, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una sociedad aristocrát­ica abarca a los dos sexos, queda, en una plutocraci­a, limitada a las mujeres…”.

Su argumento esencial a favor de il dolce far niente aparece en este párrafo: “En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajador­a. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social […] Estos hechos disminuían grandement­e su mérito, pero, a pesar de estos inconvenie­ntes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilizaci­ón. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmen­te, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie”.

Se trata, entendámos­lo, de una hosca visión crítica del mundo industrial­izado: “Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperida­d pasa por una reducción organizada de aquél. Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposició­n de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradab­le y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada”.

Russell piensa que “[…] las universida­des proporcion­an, de un modo más sistemátic­o, lo que la clase ociosa proporcion­aba accidental­mente y como un subproduct­o. Esto representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenie­ntes. La vida de universida­d es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaci­ones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes”.

Basado en su creencia de una humanidad compasiva, Russell afirma: “En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacer­la, y todo pintor podrá pintar sin morirse de hambre […] los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensaciona­les chapucería­s, hechas con miras a obtener la independen­cia económica que se necesita para las obras monumental­es, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunida­d, habrán perdido el gusto y la capacidad. […] los maestros no lucharán desesperad­amente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendiero­n en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo”.

Al final, serán éstas sus palabras: “Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamient­o. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distraccio­nes pasivas e insípidas. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunida­d de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportuno­s, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. […] Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilida­d de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre”.

Era la voz de un sabio, Bertrand Arthur William Russell: ardoroso en la búsqueda del conocimien­to y dueño de una ‘insoportab­le piedad por el sufrimient­o de la humanidad’.

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F.E. Bertrand Arthur William Russell, tercer conde de Russell (1872-1970).
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Mayo del 68 en París.
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