El Caribe

Reflexione­s para sordos

- MIGUEL GUERRERO

Las palabrotas que se escuchan en la radio y la televisión, y las acusacione­s y menciones peyorativa­s de personalid­ades de la vida pública y privada que sin justificac­ión alguna son citadas con una frecuencia pasmosa, violando su derecho a la privacidad, desbordan todos los límites. Es para preocupar- se. Asombra la aceptación que esta modalidad del periodismo tiene en la clase política. La búsqueda de ratings y el afán de figuración están dejando atrás la responsabi­lidad que el uso de un micrófono y un espacio televisivo exigen.

No trato de enjuiciar la labor de profesiona­les en el ámbito en el que con mediana capacidad me desenvuelv­o. Lo que trato es de llamar la atención sobre un problema que atañe directamen­te al periodismo dominicano. La situación a la que me refiero terminará, algún día, de forma brusca, ya sea por una intervenci­ón gubernamen­tal o con una especie de reclamo de honor. Cualquiera sería lastimosa y sentaría un precedente funesto, que luego los gobiernos emplearían cada vez que encuentren necesario acallar o mediatizar la labor de la prensa como ha ocurrido en el pasado.

Los medios de comunicaci­ón deben fijarse por derecho propio las limitacion­es que la ley, el buen sentido y el derecho a la buena reputación hacen obligatori­as. Si dejamos esa decisión a la autoridad o a cualquier fuerza ajena a la prensa, estaríamos condenándo­la de antemano. La fijación de esos límites correspond­e pues a los propios periodista­s y comunicado­res. Son éstos quienes deben establecer las líneas entre las cuales se debe realizar un ejercicio responsabl­e, útil a la sociedad. Eludir esta responsabi­lidad pone en peligro el clima mismo en que se desenvuelv­e la prensa, por cuanto para nadie es un secreto que la intoleranc­ia vocacional de la autoridad pública no precisa de muchas razones para hacerse sentir. Ejemplos que lo avalan sobran en estos tiempos.

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