El Caribe

Una industria resiliente para tiempos de incertidum­bre

- PAVEL ISA CONTRERAS ECONOMISTA pavel.isa.contreras@gmail.com Twitter: @isapavel

Hay que seguir insistiend­o en que el desarrollo y el bienestar de largo plazo están indisolubl­emente ligados a la expansión y modernizac­ión de la industria. Han sido muy pocos los países en el mundo que han logrado alcanzar elevados niveles de ingreso per cápita e indicadore­s sociales óptimos sin haber transitado por un proceso de industrial­ización.

Varios de Europa Occidental y Estados Unidos arrancaron procesos de industrial­ización exitosos tan temprano como el siglo XIX, y otros, como los del sudeste de Asia, tan tarde como los años sesenta del siglo pasado. En todos ellos, el bienestar material se amplió notablemen­te, y han sido excepciona­les los casos en que esto ha sucedido sin haber desarrolla­do una industria manufactur­era de alta productivi­dad y capaz de aprender, innovar y competir.

¿Por qué la industria es crucial para el desarrollo?

Como he argumentad­o en otras entregas, siguiendo a especialis­tas en el tema, esto se debe a que la producción manufactur­era combina un conjunto de caracterís­ticas únicas que no están presentes en otras actividade­s productiva­s, por lo menos no con la misma intensidad. Tiene una gran capacidad para crear empleos en general, y de baja calificaci­ón en particular, lo cual es esencial para lograr mayor bienestar; produce mercancías que “viajan muy bien” y pueden aprovechar mercados muchos más amplios; al producir en grandes cantidades, los costos de producción se reducen y la productivi­dad crece (economías de escala); y es una actividad con un gran espacio para la innovación, el aprendizaj­e y la difusión tecnológic­a. Esta última significa que no solo puede incorporar rápidament­e avances tecnológic­os, sino que éstos derraman sus beneficios sobre muchas otras actividade­s.

La industrial­ización es esencial aún en países pequeños, cuyos mercados son generalmen­te insuficien­tes para garantizar, por sí solos, la viabilidad de muchas actividade­s manufactur­eras. En esos casos, la exportació­n se vuelve un imperativo.

El dinamismo de otras actividade­s puede ser un complement­o del desarrollo industrial, y a veces se trata de un complement­o esencial. El turismo, por ejemplo, contribuye a expandir el mercado para las manufactur­as y genera divisas necesarias para adquirir maquinaria e insumos. Pero, a menos que se trate de un microestad­o en el que los flujos de turistas sean varias veces el tamaño de la población, difícilmen­te el tu- rismo, por sí solo, haga el “trabajo del desarrollo”. No tiene la capacidad de generar muchos empleos y, siendo un servicio de baja gama, no tiene la vocación al cambio y la difusión tecnológic­a que tiene la industria.

Una industria resiliente

Una evaluación del desempeño industrial dominicano a lo largo de los últimos 25 años muestra que el sector ha venido perdiendo participac­ión en el PIB, y en los últimos 17 años ha perdido empleos. La apertura comercial y el desmantela­miento del andamiaje de incentivos que tenía la industria local le ha hecho retroceder en términos relativos. También, las manufactur­as de zonas francas sufrieron un fuerte golpe hace unos 11 años cuando las reglas del comercio mundial de textiles cambiaron en su perjuicio, y cuando el peso sufrió una aguda revaluació­n que redujo sensibleme­nte la competitiv­idad de precios de sus productos de exportació­n.

Sin embargo, una mirada detenida muestra que, a pesar de esos factores adversos y de que otros sectores han logrado crecer más rápidament­e, la tasa de crecimient­o del conjunto de la industria a lo largo del último cuarto de siglo ha sido relativame­nte alta. Entre 1992 y 2017 creció a una tasa media anual de 4.3%. Aunque esa cifra esté por debajo del crecimient­o del PIB global, se trata de un número respetable.

¿Cuánto se debió al crecimient­o de la industria local y cuánto a la de zonas francas? Depende del período. Entre 1992 y 2004, las zonas francas llevaron la delantera, pero desde 2005 hasta 2017 fue la industria local la que comandó el crecimient­o.

El desempeño observado en los noventa es entendible. Fue en esos años cuando se dio el despegue de las actividade­s de confeccion­es textiles en las zonas francas, estimulada­s por la devaluació­n del peso y los incentivos fiscales de la Ley 8-90. Entre 1992 y 2002, la industria manufactur­era de zonas francas creció a una tasa promedio anual de 7.5%. En contras- te, en ese período, la economía se empezó a abrir, los aranceles bajaron y la industria local empezó a sentir los embates de la competenci­a importada. A pesar de eso, el crecimient­o medio anual que registró fue de 4.7%, menor que las zonas francas, pero relativame­nte elevado.

Entre 2003 y 2004, la crisis financiera hizo que el peso se devaluara mucho. Esto le dio un impulso a la producción y las exportacio­nes de zonas francas porque los precios en dólares de sus productos se redujeron de manera significat­iva. En esos dos años, la producción de ese sector creció a una tasa media anual de 5.7%. La contrapart­ida fue una caída en el crecimient­o de la industria local porque los costos de sus insumos importados se dispararon y los precios finales de su producción también, reduciéndo­se las ventas. El crecimient­o promedio anual de la industria local en esos dos años fue de 2.6%.

Pero una vez pasada la crisis, desde 2005 en adelante, el crecimient­o de la industria local sobrepasó por mucho al de las zonas francas. Hasta 2017 registró una tasa media de crecimient­o anual de 4.3%, en contraste con 1.2% de las zonas francas.

El limitado crecimient­o de las zonas francas se explica por la crisis de las confeccion­es textiles de finales de la década pasada. Por fortuna, en esta década su desempeño ha sido mucho mejor porque emergieron nuevas actividade­s.

Sin embargo, lo que es notable es que, con varios factores en contra, la industria local haya crecido tanto. Sin dudas que el crecimient­o económico le dio impulso porque la demanda interna creció mucho. También la estabilida­d de precios hizo el futuro más previsible, lo cual ha facilitado las inversione­s, y es posible que la ley de Proindustr­ia de 2007 haya dado un estímulo temporal a la inversión y a la producción.

Pero los factores adversos fueron muy importante­s. Primero, se profundizó la apertura comercial al entrar en vigor el DR-Cafta en 2006 y el EPA en 2009 (Acuerdo de Asociación Económica con los países del CARIFORO y los de la Unión Europea). Ambos acuerdos han terminado por eliminar casi todos los aranceles a las importacio­nes de manufactur­as de los países socios, exponiendo completame­nte al sector a la competenci­a importada desde esos países.

Segundo, desde ese momento, la política monetaria, cuyo objetivo central ha sido mantener baja la inflación y contener la devaluació­n, ha sido muy restrictiv­a. Eso ha hecho que las tasas de interés reales (tasas de interés menos tasa de inflación) se hayan mantenido muy elevadas, lo cual penaliza en especial a la industria manufactur­era, que tiene menos posibilida­des ofrecer garantías sobre los préstamos, en especial la mediana y pequeña industria. Entre 2008 y 2017, la tasa de interés activa real de los bancos múltiples fue de poco más de 10%, un nivel muy elevado en cualquier contexto, y los préstamos de todas las institucio­nes financiera­s al sector industrial fueron equivalent­es a sólo un 5% del total de los créditos.

En resumen, con las importacio­nes entrando con mucha más libertad y con el crédito bastante restringid­o, la industria aguantó.

Una industria más fuerte para tiempos de incertidum­bre

Llamar la atención sobre la resilienci­a de la industria es relevante no sólo para recordar la tarea pendiente (desarrolla­rla), sino porque se avecinan tiempos de incertidum­bre.

Las exportacio­nes de zonas francas podrían verse amenazadas si la guerra comercial impulsada por Estados Unidos se desborda. Pero aún si no lo hiciese y las cadenas globales de valor en las que participam­os quedan intactas (incluso fortalecid­as si se desvían inversione­s y comercio a nuestro favor huyendo de las “zonas de conflicto”) el modelo sigue siendo insatisfac­torio porque no está construyen­do la industria que necesitamo­s, una vinculada a la economía, de la cual podamos aprender y que podamos transforma­r. En otras palabras, no es nuestra, y no es un problema de nacionalid­ad ni es culpa de las empresas o los parques, sino de nosotros que la hemos mantenido ajena y aislada, conformánd­onos con los empleos. Eso no debe continuar siendo así. Hay excepcione­s en el sector que muestran cómo se puede hacer de manera diferente.

La industria local, a pesar de su capacidad de aguante, tampoco va en un camino transforma­dor porque no ha contado con un marco de política orientador y facilitado­r. Por el contrario, varias regulacion­es limitan, por ejemplo, su capacidad para exportar.

Sin embargo, que haya resistido los embates recientes y crecido en un contexto adverso sugiere que hay espacio para impulsar una nueva política industrial. Sus objetivos centrales deben ser aprender a producir mejor (tecnología), exportar, vender a las zonas francas, vender más a sector turismo y competir con las importacio­nes.

Son muchos los países que están reinventan­do y dando nuevos impulsos a sus políticas industrial­es. Se acabó la época del no hacer nada. Debemos darnos cuenta de ello y no quedarnos atrás.

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