El Caribe

Fernández en el 2002

- MIGUEL GUERRERO

En octubre del 2002, puse en circulació­n el libro El mundo que quedó atrás, en la Universida­d Iberoameri­cana (UNIBE). El primero de mis invitados en llegar fue el expresiden­te Leonel Fernández, acompañado solo de su fiel y omnipresen­te guardaespa­ldas de apellido Crispín. Miré el reloj y comprobé que faltaban veinte minutos para las seis, la hora fijada para la actividad. Conversamo­s un rato de cosas intranscen­dentes y me excusé diciéndole que tenía que ocuparme de otros invitados que comenzaban a llegar. “Descuide profesor”, me dijo y se colocó en una esquina del salón, rodeado de soledad.

Fernández tenía dos años y casi dos meses fuera del poder y su imagen política estaba muy deteriorad­a, con acusacione­s de corrupción. Muchos de sus adversario­s le daban por acabado políticame­nte. Yo creía entonces lo contrario porque entendía que sus errores habían sido el fruto de su inexperien­cia y de las malas compañías y que otra oportunida­d le permitiría reivindica­rse. No éramos propiament­e lo que se llama amigos y la relación era relativame­nte reciente, pero sí teníamos una curiosa simpatía mu- tua que la campaña del 1996 puso al descubiert­o. Él me había nombrado su vocero con rango de secretario de Estado pero yo le renuncié 28 días después de su juramentac­ión.

En la mesa directiva del acto estaban el presidente de la SCJ, el síndico de la ciudad, el rector y el presentado­r de la obra. Fernández estaba sentado entre el público, sin despertar atención. Le invité a la mesa. Él, con voz apenas audible, dijo que no era necesario. Ante su negativa me paré del asiento y le dije. “Doctor Fernández, si usted no sube y nos honra con su presencia suspendo la actividad”. Él accedió entonces. Las fotos en los diarios confirman cuanto digo.

Seis meses después figuraba en las encuestas entre los favoritos. Y volví a votar por él en el 2004, el año de su regreso.

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