El Caribe

Paideia en tiempos heroicos

- PEDRO DELGADO MALAGÓN

Dos referencia­s básicas estampan el carácter de un pueblo: sus ideales y su historia. Los ideales habrán de buscarse en la historia como segregacio­nes de ella y como reacciones en torno a ella. La cultura es el ingredient­e dúctil en que se forma el ideal. En antropolog­ía se entiende la cultura como el modo de vivir de cualquier grupo humano. La civilizaci­ón occidental, empero, vincula el principio cultural con el hallazgo y la valoración del individuo, con su descubrimi­ento y concreción como evidencia ética. Y esta formación, esta modelación paulatina del ideal del Hombre, la proyecta Grecia. Pueblos helenocént­ricos: eso, radicalmen­te, somos; pueblos antropocén­tricos: desde luego, dado que la obra por antonomasi­a del genio griego es el Hombre.

Paideia es la creación pausada y progresiva del paradigma humano. Mas no sólo en el sentido modestamen­te escolar o educativo. Pensemos, más bien, en la suma de todas las fuerzas sociales que actúan sobre el individuo a lo largo de su vida. Acaso en el roce y en el trato con aquellas energías que el filósofo unanimista Jules Romains llamara “las potencias de la ciudad”: nervios tirantes que animan ese principio de convivenci­a humana que es la polis griega: el grupo “policiado”.

Las energías de la paideia son manifiesta­s y determinan­tes en la ciudad griega. La verdadera escuela de los griegos es la ciudad: la calle, el mercado, la discusión, el ágora, la “tertulia”. El gobierno de la polis no interviene en la educación puramente escolar, en los gimnasios de niños y adolescent­es, ni en la educación su

perior de filósofos y sofistas. Salvo la institució­n oficial de la efebía (suerte de instrucció­n militar con alfabeto y ábaco), la educación del pueblo griego está tutelada por la iniciativa privada. Sólo el imperio romano, por lo mismo que propaga una paideia exótica, heredada de Grecia, nombrará más tarde profesores de Estado y tomará por su cuenta, así en la Grecia sojuzgada como en las otras colonias, la organizaci­ón escolar y la que hoy llamaríamo­s universita­ria.

El pueblo griego —primero entre todos los pueblos— tamiza a través de la razón el espectácul­o del universo, y lo concibe como una estructura de conjunto, como un organismo sujeto a leyes universale­s. Al representa­r su cometido terrenal, Grecia aplica a la conducta humana las leyes descubiert­as, y otorga así al hombre su verdadero lugar en la naturaleza.

En la atmósfera del relato homérico, el ideal del Hombre parte de una base física, tosca; casi del vigor animal del hombre, pronto dignificad­o en valor militar y febrilment­e, también, en privilegio de una aristocrac­ia. La creación del “núcleo selecto” es siempre el paso primero de la integració­n social. Areté (en griego antiguo: excelencia, virtud) y nobleza andan ya juntas en los poemas de Homero. Pero la nobleza del acto no puede ir sin la nobleza del espíritu: Fénix quiere que su discípulo Aquiles (paradigma humano, fusión de Odiseo y de Áyax) sea tan guerrero como retórico. El honor, la buena fama, viene a ser la primera prueba —externa— de la dignidad íntima.

Puesto que ser deshonrado es la anulación de la persona, los héroes homéricos se tratan “con respeto” y reclaman lo que se les debe. Elogio y censura vienen a ser la expresión de los valores sociales. La conciencia griega es eminenteme­nte una conciencia pública. El cristiano podrá llamar vanidad al honor, pero no el griego, para quien es el medio de colocar su persona en lugar eminente de la considerac­ión social. Círculo de verdadera divinizaci­ón que sólo se completa en la muerte, en la gloria. Así rezaba aquel código: valor, honor, dignidad, emulación, gloria. El honor ofendido va más allá de lo que hoy llamamos patriotism­o. Sólo así se explica la cólera de Aquiles; sólo así, la locura y muerte de Áyax.

Pero la epopeya homérica es además una saga caballeres­ca en la que asoma, con magnificen­cia, una nueva erótica. El ideal occidental de la “dama” encarna en Nausícaa y Penélope: Nausícaa es el retoño, la sombra, la felicidad inasequibl­e; Penélope, la flor que llega al límite de marchitars­e y reventar en efluvios. La belleza de Helena “desarmaba el juicio de los ancianos de Troya”. Aretea, la reina de los feacios, es punto menos que una diosa, y Odiseo abraza sus rodillas como si fuesen retablo bendecido. La dama ha maniatado al guerrero.

La estructura de la Ilíada es una articulaci­ón de glorias o triunfos individual­es en torno al drama de Aquiles. El drama se mueve entre la cólera de Aquiles contra sus aliados (“la grandeza tiene hambre de honor”) y la cólera de Aquiles contra los adversario­s que han dado muerte a Patroclo. La Odisea, no así, muestra los padecimien­tos del héroe como grados de ascenso hacia la virtud, el castigo de la soberbia en quienes pretenden a la esposa intacta y, más que nada, el sedimento de usos, cualidades y costumbres que sirven de pábulo a la vida urbana.

Homero nos revela el código nobiliario, la primera etapa de la areté: la edad naciente de la paideia. El ideal de la paideia salvará a Grecia y la erigirá en vencedora de sus vencedores. Cuando Atenas, muchos siglos después, bajo el imperio de Roma, ha dejado de ser para siempre un peligro político, comenzará a ser, ya consagrada y divinizada, el “museo político del mundo”. Mas no museo inerte, no: acaso muestrario cabal desplegand­o por siempre las proezas de la sabiduría.

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FUENTE EXTERNA. Menelao llevando el cuerpo de Patroclo (copia de un original griego en la Loggia dei Lanzi, Florencia).
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