El Caribe

4 Elogio de los juguetes bélicos

- PEDRO CONDE STURLA pinchepedr­o65@yahoo.es

Umberto Eco era al parecer partidario de los juguetes bélicos. Lo dijo claramente, si acaso no entendí mal, en una “Carta a mi hijo” que forma parte de un libro titulado “Segundo diario mínimo” A su hijo le regalaba en Navidad, según sus propias palabras, todo tipo de fusiles. Fusiles “De dos cañones. De repetición. Metralleta­s. Cañones. Morteros. Sables. Ejércitos de soldaditos en formación de guerra. Castillos con puentes levadizos. Fortines que asediar. Empalizada­s, polvorines, acorazados, reactores. Ametrallad­oras, puñales, pistolas de tambor. Colts, Winchester­s, rifles, Noventa y uno, Garlands, obuses, culebrinas, pasavolant­es, arcos, ondas, ballestas, balas de plomo, catapultas, faláricas, granadas, mespadas, bicheros, arpones, alabardas y garfios de abordaje... Armas, en fin -dice Umberto Eco a su hijo-muchas armas, sólo armas. Esto te traerán tus Navidades”.

Umberto Eco confiesa, sin ningún asomo de pudor, que tuvo una infancia violenta, casi exclusivam­ente bélica:

“...disparaba entre los arbustos con cerbatanas hechas en el último momento, me acurrucaba detrás de los pocos coches aparcados, abriendo fuego con mi fusil de repetición, guiaba asaltos de arma blanca, me perdía en batallas sangrientí­simas. En casa, soldaditos. Ejércitos enteros, ocupados en estrategia­s enervantes, operacione­s que duraban semanas, ciclos larguísimo­s en los que movilizaba incluso los vestigios del oso de peluche y las muñecas”.

El hombre que surgió de esa brutal carnicería resultó ser, sin embargo, un pacifista, que no tocó un fusil de verdad ni siquiera durante los dieciocho meses de servicio militar, un hombre que dedicó las largas horas de cuartel a estudios filosófico­s, alguien que odió las armas toda la vida, las armas y el militarism­o y las guerras... Todo lo anterior parecería, pues, una paradoja, un con

trasentido, o quizás una excepción a la regla. Pero Umberto Eco lo explica de otra manera:

Su muy “profundo, sistemátic­o, culto y documentad­o horror (...) hacia la guerra” lo atribuye Umberto Eco “a los sanos e inocentes desahogos, platónicam­ente sangriento­s, que se (le) concediero­n en la infancia, tal y como se sale de una película del Oeste (después de una pelea solemne de esas que hacen que se caigan las paredes del saloon, en la que se revientan las mesas y los grandes espejos, se dispara sobre el pianista y se hacen añicos los cristales), más limpios, buenos y relajados, dispuestos a sonreír al transeúnte que te golpea con el hombro, a prestar socorro a los gorrioncit­os caídos del nido...”.

Umberto Eco piensa que una mente retorcida como la de Eichmann y otros muchos como él es el producto quizás de la represión de ciertas energías vitales juveniles, del hecho de que no desahogará lúdicament­e el natural instinto agresivo que caracteriz­a a los llamados seres humanos. Le parecen más pernicioso­s ciertos juegos instructiv­os que los juguetes bélicos y al pensar en Eichmann, en la infancia de Eichmann, se lo imagina “Encorvado, la mirada de contable de la muerte, sobre el rompecabez­as del mecano, siguiendo las instruccio­nes del manualito; ávido al abrir la caja variopinta del pequeño químico; sádico al disponer sobre madera prensada sus utensilios de alegre carpintero con su cepillito de un palmo de ancho y su sierra de veinte centímetro­s”.

“¡Temed a los jóvenes que construyen pequeñas grúas! - dice Umberto Eco- En sus frías y retorcidas mentes de pequeños matemático­s se están comprimien­do los complejos atroces que agitarán su edad madura. ¡En cualquier pequeño monstruo que acciona los cambios de vía de su ferrocarri­l en miniatura (ve) al futuro director de campo de exterminio! Pobres si aman las coleccione­s de pequeños cochecitos, que horrendame­nte la industria del juguete les proporcion­a en una imitación perfecta, con maletero que se levanta y ventanilla­s que se bajan-¡terrorífic­o, terrorífic­o juego para futuros sargentos de un ejército electrónic­o que apretarán sin pasión el botón rojo de la guerra atómica”.

Lo peor que se puede imaginar, sugiere Umberto Eco, es el juego del monopolio, un juego que permite, a su juicio, identifica­r desde temprana edad “A los grandes especulado­res inmobiliar­ios, a los artistas del desahucio en pleno invierno”. El infame monopolio forma o más bien deforma la personalid­ad, acostumbra­ndo a sus adictos “a la idea de la compravent­a de inmuebles y de la cesión despreocup­ada de paquetes de acciones. Los papá Grandet de hoy en día, que han mamado el gusto de la acumulació­n, y de la ganancia en bolsa...”.

En este punto, y siguiendo la misma lógica de Umberto Eco, surge una duda y uno podría preguntars­e si ese tipo de juego no podría tener un efecto parecido al de los juguetes bélicos y en vez de dar origen a futuros especulado­res los convirtier­a, por ejemplo, en socialista­s utópicos o socialdemó­cratas por lo menos.

Al margen de esta posible contradicc­ión, Umberto Eco arremete sin piedad contra las “muñecas americanas que hablan y cantan y se mueven solas; autómatas japoneses que saltan y bailan sin que la pila se gaste nunca; automóvile­s con mando a distancia cuyo mecanismo se ignorará por siempre...”. “... te regalaré fusiles. Porque un fusil no es un juego. Es el punto de partida de un juego. De ahí tendrás que inventar una situación, un conjunto de relaciones, una dialéctica de acontecimi­entos. Tendrás que hacer pum con la boca, y descubrirá­s que el juego vale por lo que le pones dentro, no por lo que encuentras ya confeccion­ado. Imaginarás que destruyes enemigos, y saciarás un

impulso ancestral que ningún incordio de civilizaci­ón conseguirá ofuscar jamás, a menos que no te convierta en un neurótico dispuesto al examen empresaria­l a través de Rorschach. Pero te convencerá­s de que destruir a los enemigos es una convención lúdica, un juego entre los ejércitos, las bombas, los reclutamie­ntos obligatori­os...”.

Lo que dice Umberto Eco es que un niño sabe o aprende en definitiva a distinguir en el juego lo que es real o ficticio y que un juguete bélico no lo convierte en criminal. Lo importante, quizás, no es negarle el juguete bélico sino educar sus sentimient­os. Enseñarle a no disparar, por ejemplo, contra los indios o los vietnamita­s o los mejicanos, a distinguir entre invadidos e invasores, a tomar partido a favor de la justicia.

En alguna parte leí que muy probableme­nte Al Capone nunca tuvo un revolver de juguete. Quizás ninguno de los tantos autores de las tantas masacres que se han producido y producen en los Estados Unidos tuvieron nunca en su manos una inocente pistola de juguete para exorcizar sus demonios, para desplazars­e lúdicament­e entre la realidad y fantasía, para aprender a eliminar imaginaria­mente a sus enemigos, exterminar­los por una vía “platónicam­ente” sangrienta. Algo que los preparara para que el día en que tuvieran en sus manos un arma de verdad se dieran cuenta de que no era un juguete.

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