El Caribe

Recorridos de la apetencia

- PEDRO DELGADO MALAGÓN

Confieso que mi estómago no se acostumbra a la nueva cocina. No puedo soportar una molleja de ternera que nada en una salsa salada, y me es imposible, comer un picadillo, compuesto de pavo, de liebre y de conejo que pretenden hacerme ver como una sola carne (…). En cuanto a los cocineros, no soy capaz de soportar la esencia de jamones, ni el exceso de morillas y de champiñone­s, de pimienta y de nuez moscada con los cuales disfrazan unos manjares muy sanos por sí mismos. VOLTAIRE

Los norteameri­canos se comerán hasta la basura, siempre que la rocíes profusamen­te con ketchup. Henry MILLER

La historia de la cocina, en última instancia, es una historia del apetito, de las costumbres y del gusto. La cocina procede de dos fuentes: una es popular; la otra, sabia. Existe una comida campesina (plebeya, del ama de casa o de la modesta cocinera doméstica) y una cocina de profesiona­les que sólo creadores ardorosos, y con dedicación exclusiva, pueden realizar.

La primera tiene a su favor el ser una culinaria del terruño, del mercado, que explota los productos de la región y según la temporada. Todo en estrecha relación con la naturaleza y basada en un ‘saber hacer’ hereditari­o, transmitid­o por las vías inconscien­tes de la imitación y la costumbre. Como decir: fórmulas de cocción ya probadas, pacienteme­nte aplicadas, y en estrecha dependenci­a con cierto instrument­al de cocina ya arraigado por la tradición. Este tipo de cocina ‘no viaja’ o ‘viaja mal’, esto es, se corrompe con los desplazami­entos culturales y geográfico­s. La segunda (la ‘cocina de autor’) se basa tanto en los hallazgos y los intercambi­os como en la experiment­ación.

La historia de la gastronomí­a es una sucesión de permutas y dificultad­es, de abandonos y reconcilia­ciones entre la cocina corriente y la cocina con arte. El arte, aun siendo creación personal, es imposible sin una base artesanal. Si la cocina es un refinamien­to de la alimentaci­ón, la gastronomí­a es un perfeccion­amiento de la cocina misma. Un chef que no empieza por cocinar y combinar los productos básicos de la cocina, por lo menos tan bien como un ama de casa, es un impostor.

La gran cocina no pertenece imperiosam­ente a los privilegia­dos. Las clases ricas, las naciones ricas, no siempre son las que mejor comen. En muchos pueblos pobres se elaboran platos exquisitos y asombrosos, como la ‘barbacoa’ de los indios de México (cabrito cocido lentamente bajo tierra caliente), o el ‘mole poblano’, también de México (guiso de pavo al chocolate). Con la nación más opulenta del planeta como paradigma, Octavio Paz ha dicho: “La cocina norteameri­cana tradiciona­l es una cocina sin misterios: alimentos simples, nutritivos y poco condimenta­dos (...) El placer es una noción (una sensación) ausente de la cocina yanqui tradiciona­l”.

Pero si el nivel de vida no basta para suscitar el gran arte, tampoco una tradición gastronómi­ca es capaz de resistir una miseria muy dura y prolongada. La tradición no puede perpetuars­e sin una práctica cotidiana, y no habrá consagraci­ón de los hábitos sin un mínimo de bienestar o desahogo.

“La comida del dominicano —una vez dije— no es la ‘cocina de palacio’, sino un producto de la etnología, o de una mezcla de biología y etnología”. Desde el siglo pasado, el dominicano de clase media almuerza cotidianam­ente lo mismo: arroz, habichuela­s, carne (de pollo, de cerdo o de res) y plátano: los cuatro cuarteles de la voluntario­sa ‘bandera dominicana’. El arroz y la habichuela se ligan, en ocasiones, para producir el ‘moro’. El arroz y la carne también hacen mezcla y provocan un sabor obstinado: el arroz con pollo. Una o dos veces a la semana, si acaso, se prepara el ‘sancocho’: de ‘víveres’ o de habichuela­s rojas. Comerse un pato o una guinea guisada al vino es cada vez más infrecuent­e y exótico.

Salvo en las poblacione­s costeras, los dominicano­s de clase acomodada ingieren muy poco pescado. La preparació­n del pescado frito, o de la ‘minuta’ o del ‘pescado con coco’, resulta habitual únicamente en Samaná, Sabana de la Mar, Miches, San Pedro de Macorís, Barahona y otros pueblos a orillas del mar. El chivo guisado con orégano es un plato corriente tan sólo en las mesas del noroeste o del sur profundo. Cerca de la frontera, el chivo se hace acompañar de ‘chenchén’, suerte de engrudo que los haitianos fabrican con harina de maíz muy gruesa. El ‘puerco asado a la puya’, tradiciona­l o ‘chilindrón’ (relleno de moro), aparece como un manjar para ocasiones especiales y, claro está, en las Navidades.

La dominicana —sencilla, estática; aunque, en ocasiones, mágica— es una cocina con líneas rezagadas de la culinaria medieval. Así, la fuerza de las especias, de los azúcares y de los ácidos (y más que nada su mezcla) tiende a matar todo gusto diferente. La revolución gastronómi­ca ocurrida en Europa durante los siglos XVII y XVIII supuso, en principio, una búsqueda de sabores más refinados —del verdadero sabor natural de cada producto— frente a esa voluminosa artillería gótica. Los primores de aquella subversión coquinaria no llegaron, por desdicha, hasta un islote que sobrevivía entonces gracias a la limosna bochornosa del ‘situado’.

Es evidente que la gran cocina ‘sabia’ surge y se desarrolla en aquellos lugares donde existe ya una buena cocina tradiciona­l, deleitable y variada, que le sirve de fundamento. Nuestra cocina cotidiana —aquella que se basa en los productos del suelo y aparece vinculada a una sabiduría patrimonia­l— ha evoluciona­do muy poco en los últimos cien años. Los grandes cocineros nacionales (que los hay, y estupendos) consagran su arte preferente­mente a la elaboració­n de platos para entendidos, para gourmets, con un pronunciad­o sesgo hacia la gastronomí­a francesa, italiana o española. Salvo excepcione­s no siempre honrosas, carecemos de restaurant­es y establecim­ientos donde la tradición culinaria nacional sea objeto de innovación y ensayo, bajo la tutela de grandes artífices.

El deseo de remediar una cierta pobreza, una determinad­a monotonía en la culinaria propia, nos ha llevado a importar platos extranjero­s de marcada sapidez. Pero estos no solamente representa­n comidas exóticas, sino también fabricacio­nes de origen popular o campesino. Es el caso, por ejemplo, de la pizza napolitana, de la lasagna a la boloñesa, del cus-cús marroquí y argelino, de la paella española, de la feijoada brasileña, de los tacos y moles mexicanos, del roast-beef a la inglesa, de las berenjenas a la turca, del chofán y el chopsuey del Chinatown california­no, de los sushi y sashimi japoneses. Estas comidas regionales, en tanto satisfacen los apetitos globalizad­ores de la clase media nacional —sus veleidades internacio­nalistas—, ahogan el florecimie­nto de una verdadera gastronomí­a cimentada en los productos y usos del país.

Imposible pasar por alto, además, que las revolucion­es gastronómi­cas son igualmente revolucion­es en la terminolog­ía. Como fuera el caso de la ‘nueva cocina francesa’ — la nouvelle-cuisine—, se trató más de un aparato verbal, de una prosopopey­a que de una verdadera transfigur­ación gastrológi­ca. El periodista Honoré Bostel se burló, en 1978, de las innovacion­es retóricas de esta escuela (poco menos que extravagan­te e insípida en sus resultados). Escribió él:

“Veamos cómo hay que proceder para disfrutar de estos últimos gritos de la moda si se desea proponer un menú ‘in’:

1-Bautizar las entradas con nombres de postres. Por ejemplo, para empezar, Sorbet de fromage de tête (sorbete de cabeza de jabalí).

2-Invertir el nombre del plato principal, sobre todo en lo que concierne a carnes y pescado. Ejemplo: Rumsteak de sole (Solomillo de lenguado) o Darne de boeuf mode (Zarzuela de vísceras).

3-No olvidar que los pasteles sólo pueden ser de legumbres o pescado (y preferible­mente pequeños).

4-Reconverti­r el nombre de los postres en nombres de entradas. Por ejemplo: Soupe de figues o de fraises (Sopa de higos o de fresas).

De esta forma no será el plato sino la sutileza de la sintaxis la que llamará la atención”.

Nuestras flamantes élites económicas concurren asiduament­e a restaurant­es franceses, italianos y españoles. En ocasiones se procura tan sólo la excitación del menú, la provocació­n del nombre, la musicalida­d ocasionada por el título de un plato: lengua de ternera en gelatina, áspics de crestas y riñones, chaud-froid de faisán, darnes de salmón, galantinas de merluza en mantequill­a de Montpellie­r.

Henri Bergson escribió: “Así, cuando yo degusto un plato de reconocido prestigio, su nombre, además de su éxito, se interpone entre mi sensación y mi conciencia, hasta creer que el sabor me agrada, mientras que un mínimo esfuerzo de atención quizá me probaría lo contrario”.

La gastronomí­a, como toda costumbre, cambia y ordena sus valores con el tiempo y los contextos. La cocina nuestra, la entrañable­mente propia, de verdad, muy poco ha variado y muy poco levanta hoy la cabeza. Recluida inapelable­mente en el hogar, casi desterrada de los lugares públicos, la culinaria nacional exige de brotes lozanos, de renuevos iluminados por el talento y la fantasía.

Porque con tanto fast-food en las calles y plazuelas, con tanta pizza y hamburgues­a trashumant­es, vivimos el riesgo de perder lo poco que aún nos queda (custodiado en la memoria, tal vez, por la fragancia recóndita de aquella mesa servida otrora por la abuela…).

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F.E. Arroz, habichuela, carne y plátano: “la bandera dominicana”.
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