El Caribe

Memoria y desmemoria de Monterrey (1)

- https://nuevotalle­rdeletras.blogspot.com/ Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0. PEDRO CONDE STURLA pinchepedr­o65@yahoo.es

Comenzaron a llegar en bandadas a partir de 1963 (el año aquel dichoso en que eligieron a Juan Bosch presidente de la República Dominicana), y en bandadas siguieron llegando por un tiempo. Llegaban como en racimo, en grupos de diez y quince y hasta cuarenta estudiante­s, y seguirían llegando hasta ser más de cien. Un centenar de estudiante­s dominicano­s de todos los lugares del país, becados en su mayoría por la Corporació­n de Fomento Industrial, por el dichoso y visionario gobierno de Juan Bosch y Gaviño que Dios lo tenga en su gloria.

Llegaron jubilosos y en tropel, llenos de juventud, llenos de brío y grandes ilusiones a lo que resultó ser una tierra prometida: la surrealist­a y engañosame­nte apacible ciudad de Monterrey, sede del TEC.

El Instituto Tecnológic­o y de Estudios Superiores de Monterrey (el ya famoso y prestigios­o ITESM), atraía estudiante­s de muchos estados de México y de varios países latinoamer­icanos, y había allí un poco de todo. Docenas de venezolano­s, panameños y otros centroamer­icanos, unos pocos sudamerica­nos y unos cuantos haitianos. Los dominicano­s hicieron liga desde el primer momento con los dos primeros, más parecidos en el habla y las costumbres que los circunspec­tos mesoameric­anos. La amistad con los haitianos, especialme­nte en lo que respecta a Michael Roy, se convirtió en una hermandad.

Los dominicano­s provenían de todos los estratos sociales y formaban un grupo heterogéne­o, había jóvenes de veinte y otros de treinta años que no habían podido costearse los estudios universita­rios, que se ganaban el pan nuestro en empleos mal remunerado­s, sin esperanzas en un futuro mejor, y a los cuales la beca les cambió radicalmen­te la vida. Uno de ellos, llamado William Jerez, era marino y era músico y saltó como quien dice del barco para convertirs­e en pocos años en ingeniero. Dejó de ser marino, pero nunca dejaría ser músico. Otro, llamado Luis Arthur, dejaría de ser empleado público para convertirs­e también en ingeniero, pero nunca dejaría de ser Luis Arthur.

Unos pocos eran de clase holgada, otros de origen modesto, cuando no de origen humilde. Algunos eran avispados y tenían cierto aire mundanal, otros era más bien provincian­os y algunos tenían todavía los cadillos pegados de las ropas y las greñas. Pero todos, sin excepción, tenían la inocencia y el asombro en los rostros, y sus ojos bailaban de alegría por la oportunida­d que se les había presentado.

Se distinguie­ron desde el principio por bullosos, bacanosos, peleoneros, malapalabr­osos, incluso indiscipli­nados, rebeldes, revoltosos. Se distinguie­ron, en pocas palabras, por lo que se distinguen los dominicano­s, pero se distinguir­ían igualmente por ser buenos estudiante­s. Algunos se distinguir­ían entre los mejores. Algunos, como el inolvidabl­e Miguel Gil Mejía y Dinápoles Sotobello se distinguir­ían entre los mejores y más prestigios­os estudiante­s que alguna vez pasaron por el TEC.

El choque de los becarios con el medio no tardó en hacerse sentir. Chocaron primero con el clima que es un clima díscolo, inestable en invierno, con una temperatur­a que sube y baja a todas horas del día. Chocaron con la comida, que es picante y muy diferente a la dominicana. Chocaron con el idioma plagado de mejicanism­os que tuvieron que aprender para comunicars­e correctame­nte y no meter la pata. El día que un dominicano le pidió a una mejicana un chin de agua, la mejicana se ofendió. Había que pedir tantita agua, un poquito de agua y nunca un chin porque la palabra chin se parece a chingada y es bien fea en México, refea, por lo menos entre las personas refinadas, de las cuales había que cuidarse para no ofender oídos sensibles. Las personas más refinadas en algunos lugares de México no dicen nalgas y ni siquiera posaderas, y mucho menos culo como los españoles. A esa parte del cuerpo le llaman delicadame­nte “las de sentarse”, ni siquiera sentaderas.

En Monterrey hay que agarrar y no coger el teléfono, agarrar y nunca coger a la izquierda o la derecha porque la palabra coger remite vulgarment­e al acto sexual y no se usa entre personas decentes. Tampoco se podía coger la guagua y ni siquiera un taxi. En México se le llama camión a los autobuses y los dominicano­s podían subirse en ellos pero nunca cogerlos. ¡Por el amor de Dios, qué salvajada!

Sin embargo, la primera vez que un dominicano le preguntó a un mejicano qué vaina es esa, el mejicano respondió ¿de qué chingados me hablas? Allí la palabra vaina solo tiene significad­o en cuanto verdura y la palabra coño es desconocid­a, igual que la mayoría de los vulgarismo­s o indecentim­os dominicano­s. Se le podía decir y le decían impunement­e lambefuich­e o macañema a un mejicano y parecía cosa graciosa, a menos que no se le explicara el significad­o. Pero no le fueras a decir pendejo en cierto contexto porque se encojonaba o encabronab­a en el sentido en que la gente se encabrona en México y te podía responder de mala manera. En cambio se le podía decir a una muchacha ¡mira nomás que cuero de vieja! y no se ofendía. Le estabas diciendo que era bonita y joven.

En la medida en que fueron relacionán­dose con el medio, en la mente de los becarios fueron desvanecié­ndose mitos, ideas, imágenes falsas y preconcebi­das de la ciudad y del país al que habían llegado. Descubrier­on con asombro que para los mejicanos los dominicano­s cantan al hablar y no al revés, como nos parece a nosotros, descubrier­on que en realidad cada manera de hablar y cada pueblo tiene su música propia.

Descubrier­on que no podían limpiarse los zapatos con un limpiabota­s. Que en México le dicen bolero a la persona que limpia calzados y por eso se llama así aquella famosa película de Cantinflas: El bolero de Raquel. Descubrier­on, por supuesto, que la mayoría de la gente no anda con sombreros grandes como en el cine y que no todos llevan pistolas ni el tequila es famoso en todas las gargantas.

Descubrier­on, en fin, que para adaptarse al ambiente cultural tenían que dominar un amplio léxico de modismos y regionalis­mos como quizás no tiene ningún otro país de América Latina. Había que tirarse al ruedo. Había que familiariz­arse con una retahíla de palabras que en México tiene un significad­o a veces desconcert­ante. Ya no la mames, güey. Bájale de güevos, cabrón.

Había que descifrar y aprender a conjugar en todos sus tiempos los infinitos misterios, significad­os y significan­tes del verbo chingar, los sentidos y sinsentido­s recónditos de la palabra chingada, que el chingón de Carlos Fuentes o quizás Octavio Paz había ejemplific­ado a nivel erudito hacía ya un chingo de años.

Había que dominar, definitiva­mente, esa palabra mágica que abre todas las puertas, el código enigma de la palabra chingada y sus derivados, sin los cuales no es posible remotament­e ser mejicano ni entenderse con uno.

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FUENTE EXTERNA Tecnológic­o de Monterrey.
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