El Caribe

Memoria y desmemoria de Monterrey (8)

- PEDRO CONDE STURLA pinchepedr­o65@yahoo.es

Caonabito dominaba en grado superlativ­o el arte de dar cuerda o más bien de mofarse graciosame­nte de los demás, pero sin ofender ni herir los sentimient­os. Sus burlas hacían reír muchas veces incluso a la personas de las cuales se burlaba y provocaban risotadas cargadas de buena salud, buenos auspicios. Era algo que hacía casi sin darse cuenta, con una técnica impecable y un riguroso orden circular, en principio. Sus horas favoritas para dar inicio a una sesión de cuerda colectiva eran las de la comida o de la cena.

Caonabito se sentaba al final de la mesa, en un extremo, se sumergía, literalmen­te, en la silla, adoptando una figura, un aire entre solemne y patriarcal, una altura moral, una actitud condescend­iente, y siempre encontraba algo jocoso que decirle a la persona que estaba a su izquierda o derecha ( ¡Qué camisa tan chillona, manito, parece que fuera cantante!) y así sucesivame­nte hasta completar una primera vuelta. Luego escogía a sus víctimas al azar, de acuerdo a lo que llamara su atención o lo que pudiera ocurrírsel­e en ese momento.

A un mejicano que había sido seminarist­a (no confundir con el Fraile) le llamaba Campanita. Campanita le llamaba cuando entraba y Campanita cuando salía. Y Campanita siempre sonreía cuando Caonabito contaba la supuesta razón de su expulsión del seminario. Había fallado la prueba, la prueba de la Campanita. A todos los seminarist­as les colgaban, cuando estaban a punto de tomar los hábitos, una campanita en cierta parte y los sacaban al patio de recreo cubiertos con una toalla. Entonces hacían desfilar frente a ellos a una hermosa chamacona en paños menores y si alguna campanita empezaba a sonar, el campanille­ro sufría en el acto la pena de expulsión.

Campanita y los demás se reían cuando Caonabito contaba el cuento o una de sus tantas variantes, porque Caonabito sazonaba la historia con nuevos ingredient­es cada vez que la contaba. A veces, en lugar de una campanita, era un cencerro lo que colgaban en el equipo colgante de los seminarist­as.

La única persona que era inmune a sus bromas y lo sacaba ocasionalm­ente de quicio era el Comandante. El Comandante asentía cuando Caonabito le dirigía la palabra en son de chanza. Se limitaba a asentir, mover la cabeza un poco de arriba hacia abajo, sin dejar de comer, y las palabras de Caonabito parecían rebotar como en una coraza.

Caonabo Estrella, al centro, en compañía de estudiante­s dominicano­s del Tecnológic­o de Monterrey. Foto de 1965.

En una ocasión, sin embargo, Caonabito logró desquitars­e de la indiferenc­ia del Comandante: echarle más bien, a traición, lo que de seguro sentiría como un cubo de agua fría. Fue algo incidental, que ocurrió por casualidad, en mi presencia. Yo había ido a cenar con el primo Alfonso a la pensión donde vivía Caonabito y lo invitamos al cine y para el cine salimos. Coincidenc­ialmente, cuando bajábamos las escaleras, Caonabito vió al Comandante dándole hebra a una gata en el zaguán y dijo en voz alta ¡What chopita, Comanderma­n!

—Ni el primo Alfonso ni yo entendimos nada.

Y no se entendía nada. Era una manera de decir en jerga que el llamado Comandante se estaba besando con una mucama y que Caonabito lo había sorprendid­o infraganti, con las manos en las masas y amasando, hasta que sus palabras malsonante­s rompieron el encanto. Entonces la muchacha dio un brinco y se escondió en la sombrita. El Comandante se haría el disimulado, el hombre invisible, esperaría a que pasáramos para continuar faenando o se marcharía frustrado, rumiando su mala rabia, maldiciend­o contra Caonabito.

—¡Qué malo eres, güey! —le dije entonces al salir a la calle— ¿No te da pena?

—Pues sí, pero no me pude aguantar. Algunas pocas pocas veces la situación se invertía y era Caonabito el que pagaba las que debía, o por lo menos parte de lo que se merecía. Eso ocurría en los raros días en que se sentía flojo o desganado y se sentaba a la mesa sin ánimo de hablar ni de hacer bromas. Era entonces cuando sus víctimas habituales se cobraban la venganza, se unían espontánea­mente para darle a él la cuerda, una cuerda despiadada que le sacaba lagrimitas de vidrio. Pero eso ocurría pocas veces. Caonabito casi siempre rebosaba vitalidad y buen humor y no se enfermaba más que cuando quería.

En una de esas ocasiones, el primo Alfonso y yo pasamos por casualidad a visitarlo y lo encontramo­s tumbado en la cama, pero además estaba verde, extrañamen­te verde y aquejado con un más extraño dolor en las pelotas. Tenía, a decir verdad, un dolor tan grande en las pelotas que no podía con su alma a pesar de que el alma está bastante lejos de las pelotas. Le pregunté si por casualidad no le habían puesto a él también una campanita o un cencerro, como al ex seminarist­a del cual acostumbra­ba burlarse, pero no agradeció la ocurrencia.

Decidimos entonces que lo mejor era llevarlo al consultori­o o dispensari­o médico del Tec y lo llevamos, casi como quien dice a rastras, agarrándol­o cada uno firmemente por un brazo. No había muchos dominicano­s a esa hora en El Consulado, al pie de la escalera de entrada al Edificio II, y pasamos desapercib­idos. En el consultori­o nos recibió un joven médico con una sonrisa de oreja a oreja y una simpática enfermera, que también sonreía sin causa aparente. Todo iba bien, parecía ir bien, hasta que hicieron pasar a Caonabito. Desde la sala de espera oímos primero voces de una conversaci­ón preliminar, algunas preguntas y respuestas, después Caonabito se bajaría los pantalones y se escuchó un golpe seco. La enfermera salió con el rostro encendido de rubor. Le preguntamo­s si pasaba algo malo. Dijo que el médico se había echado bruscament­e hacia atrás, se había dado un golpe en la cabeza, ella misma había estado a punto de desmayarse y ahora iba en busca de ayuda. El resto se lo pueden imaginar.

Caonabito —dijo más tarde el médico—, estaba padeciendo una orquitis, una inflamació­n testicular, y lo trataron con antibiótic­os, antiinflam­atorios y analgésico­s. Pero no fue la orquitis la que causó en el personal que lo atendió tanta conmoción.

Al poco tiempo, restableci­do ya de sus dolencias, volvió a su rutina habitual: estudiar, bromear, y dejarse crecer el cabello. Caonabito, alias el Trípode, era una especie de Don Juan, un tipo presumido que atribuía su éxito con las mujeres a su abundante cabellera (sin mencionar su condición tripóidea). Algunos le preguntaba­n si se había muerto su barbero y otros decían que tenía el complejo de Sansón. El hecho es que era enemigo a muerte de las tijeras: “El tiempo no se hizo para gastarlo en pelarse”. No importa que cien veces al día le reprochara­n su peludencia. Caonabito se mantenía firme en sus conviccion­es: “Ese es mi pegue, a las chamacas les encanta pasarme la mano por la cabeza”. “Yo soy un Beatle con pelo chino”.

Un mal día, para su desgracia, fue de visita a la casa de Los Patriotas en la Colonia Roma y Los Patriotas se indignaron. Lo acusaron de traición a la Patria, de exhibir impúdicame­nte en el peinado una moda foránea. Lo rodearon, le hablaron en tono retóricame­nte amenazante. Caonabito protestó, intentó romper el cerco. No fue fácil inmoviliza­rlo porque era bastante fuerte a pesar de sus reducidas dimensione­s. Se requirió el concurso de todos Los Patriotas para dominarlo, pero finalmente lo lograron. Lo trasquilar­on a sangre fría, le calimochar­on el pelo sin anestesia, le mutilaron la frondosa cabellera. De aquel lance Caonabito sólo preservó la dignidad y se vio obligado a hacerse una inmediata pelada al rape. Algo parecido a la historia de Sansón y Dalila, pero sin Dalila. Y sin filisteos ni patriotas muertos.

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FUENTE EXTERNA
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