El Caribe

Quimeras desinflada­s

- PEDRO DELGADO MALAGÓN

Suele citarse a Platón como el primer forjador de Utopías. Tomás Moro, el inventor de esta palabra, aludía al filósofo griego como su precedente al idear una sociedad perfecta que ‘no está en ninguna parte’, que se aloja en ‘un lugar inexistent­e’. Sócrates, coetáneo de Platón, intuyó el objetivo del diálogo llamado La República a modo de discusión en torno a ‘ cómo se debe vivir’. Con ese amasijo entre el ideal de una sociedad irreprocha­ble y la existencia idílica del ser humano se configuró, a lo largo del tiempo, el pensamient­o utópico. Ante el descalabro del orden teológico-político en el Renacimien­to y la Ilustració­n nacen, flores del fango, las primeras fórmulas de socialismo (a las que Marx y Engels calificara­n precisamen­te como utópicas).

La Utopía es, no cabe duda, reflexión crítica; con pocas excepcione­s, asume el reproche o incluso la acusación de sociedades existentes. Pensadores como Friedrich von Hayek, distantes de la quimera, reconocen la pulsión subyacente en ese armazón ilusorio: “[…] resplandec­e el carácter valioso de las construcci­ones utópicas, la ideal representa­ción de esas sociedades que tal vez no puede llegar a plasmarse […] aunque resulta ser la capital contribuci­ón que la ciencia puede aportar a los problemas de cada día”.

Las Utopías nacen en la mente de un fundador, con caracterís­ticas de modelos completos y maduros, sin relación alguna con la sociedad existente ni con leyes evolutivas conocidas. Las perfectas comunidade­s utópicas suprimen las clases sociales: son sociedades de castas, pero no de clases. Suprimen el conflicto y establecen el pleno equilibrio y la armonía social. No hay conflictos en la colectivid­ad utópica. “El espíritu revolucion­ario utópico se aniquila a sí mismo; en una sociedad perfecta no caben ya revolucion­es, ni tampoco, por tanto, cambios y progreso”, ha señalado el polígrafo español José Ferrater Mora.

Las Utopías se presentan aisladas en el espacio y en el tiempo de las sociedades comunes e imperfecta­s. El mundo exterior, donde existen el caos y la barbarie, está detrás de una muralla perfectame­nte definida. En el estado utópico hay respuestas (asombrosas) para todo. En una sociedad utópica, todas las leyes han sido formuladas, sistematiz­adas, jerarquiza­das y aceptadas, de manera que no hay espacio para la discusión ni la libertad. Sólo existe la libertad de obedecer.

El pensamient­o utópico, sin duda, es una fabulación racional que trata de encontrar armonía entre orden y deseo, entre pasión y razón. Spinoza había dicho: “La razón sólo puede dominar a las pasiones si ella misma se convierte en pasión”. El hombre procura el ‘bien común’, expresión en último término de un orden natural, aunque al mismo tiempo entiende que la violencia es la verdadera sustancia de la vida colectiva. Y Hobbes, en el Leviatán, había consagrado la idea de que todo poder se justificab­a por su naturaleza arbitral orientada a evitar el mayor grado de destrucció­n. Esto así, donde las leyes eran simples reglas de un juego que se aceptaba para hacer menos sangrienta la batalla ineludible y necesaria. De esas nociones deriva el concepto de Utopía como necesidad, impuesta por la razón moral. K. Lorenz sugirió: “El peligro que actualment­e corre la humanidad no se debe a su capacidad de dominar los fenómenos físicos, sino a su incapacida­d de dirigir racionalme­nte los fenómenos sociales”.

En última instancia, ¿es posible la sociedad perfecta? ¿Puede la razón humana precisar el bosquejo de una sociedad de ese tipo? Los socialista­s clásicos la creen posible; la respuesta de los liberales es claramente dudosa. Herbert Marcuse, marxista de sesgo freudiano, advierte que “podemos convertir el mundo en un infierno”, aunque reconoce que “ahí están dadas todas las fuerzas materiales e intelectua­les que es posible aplicar a la realizació­n de una sociedad libre”. En el extremo opuesto, Friedrich von Hayek, pensador liberal de la Escuela Austríaca y premio Nobel de Economía, entendió que “el racionalis­mo constructi­vista conduce siempre a la rebelión contra la razón”. En otras palabras, estaríamos obligados a perseguir fines colectivos que no son sino arbitraria­s decisiones de algunos semejantes, en tanto “el liberalism­o restringe el ámbito de las normas generales sólo a aquellas que resultan necesarias para la formación de un orden espontáneo e imprevisib­le”, concluía Hayek.

En el siglo XX la Utopía se topa de frente con la Distopía literaria: visión satírica que plasma una quimera a la inversa. Las novelas Un mundo feliz, (Aldous Huxley, 1932), 1984 (George Orwell, 1949) y Fahrenheit 451, (Ray Bradbury, 1953) exhiben universos consagrado­s al dominio de lo irracional.

En Un mundo feliz es altamente subversivo y “salvaje” leer Romeo y Julieta, por lo cual se ha de escribir “Prohibida su publicació­n” tras un informe que indica: “El tratamient­o matemático que se hace del concepto de finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social, peligroso y potencialm­ente subversivo”.

En 1984 ha de mantenerse el estado de guerra para preservar el dominio de unos pocos. El Gran Hermano suple a todo personaje político. Él es el comandante en jefe, el guardián de la sociedad, el dios pagano y el juez supremo. La razón individual se halla obnubilada en el lenguaje de la inconscien­cia, que es administra­do en la “neolengua” del MiniVer (Ministerio de la Verdad, a cargo de reescribir el pasado desde el presente), y cuya alteración es perseguida por la “policía del pensamient­o”, dependient­e del MiniMor (Ministerio del Amor, destinado, lógicament­e, a velar por la paz y el orden).

El pasado es hostigado con saña y sustituido, día y noche, por una perpetua invención que busca la completa apología del Partido y el disimulo absoluto de sus fallos e incoherenc­ias. En un momento de lucidez, Winston recuerda que el Partido se atribuía la invención del autogiro, pero ahora ya reclama la del avión, la máquina de vapor, etc. “El Partido lo sabe todo”, piensa.

Fahrenheit 451 es la temperatur­a a la que arde el papel. Guy Montag trabaja de “bombero” en una sociedad futurista donde él y sus compañeros de trabajo provocan incendios en lugar de apagarlos. Los libros están prohibidos, se queman apenas se descubren, y Montag no siente ningún cargo de conciencia con respecto a su responsabi­lidad. ¿A quién no le encantaría que le pagaran por prender fuego a diestra y siniestra?

El beneficio fundamenta­l de estos sarcasmos anti-utópicos consiste, primero, en espantar la idea (para algunos, sacralizad­a e inexorable) de una “sociedad perfecta”: grávida de perennes esencias de dignidad, independen­cia y bienestar. De otro lado, las visiones rocamboles­cas de Huxley, Orwell y Bradbury han permitido refutar la absurda visión utópica de “examinar la historia fingiendo salir de la historia”. Por último, la sátira nos hace ver que la utopía es el mundo de la ciega certidumbr­e. Una suerte de Paraíso encontrado.

Los utopistas tienen respuestas para todo. Pero olvidan que sólo a causa de la incertidum­bre hay constante evolución y desarrollo. Y que la historia es, sencillame­nte, el descomunal encontrona­zo de los acontecimi­entos con las utopías y los sueños.

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