El Caribe

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- PEDRO DELGADO MALAGÓN

El historiado­r y filósofo alemán Oswald Spengler (Blankenbur­g, 1880; Munich, 1936) nunca imaginó la conmoción que produciría su libro La decadencia de Occidente. El primer volumen circuló en julio de 1918. En abril de 1922 se habían vendido en Alemania 53,000 ejemplares, al mismo tiempo que la imprenta editaba 50,000 copias del segundo tomo.

Suceden, en aquellos días, el colapso del imperio germano y el nacimiento de la República de Weimar. Tras la paz obligada de Compiègne (en noviembre de 1918), las percepcion­es que de sí misma embriagaba­n a la nación tudesca ruedan por tierra. El ideario de Spengler sitúa el hundimient­o de Alemania (y, como secuela, de la cultura occidental) en el contexto de los grandes reveses de la humanidad. En ese curso de marchitez fatal, cíclica, donde las culturas apolínea, egipcia, india, babilónica, china, árabe (o mágica) y occidental (o fáustica) habrían de morir para transforma­rse luego en civilizaci­ones, esto es, en culturas fosilizada­s.

Ya él se interrogab­a: “Pero ¿cuál es el momento de la muerte? Las sociedades mueren cuando de culturas, es decir de unidades orgánicas vivas, pasan a ser civilizaci­ones: es el momento al que ha llegado el Occidente […]

Spengler enuncia la historia universal como un pasaje de unidades culturales que acontecen de forma independie­nte unas de otras. A modo de seres que recorren un camino existencia­l de cuatro etapas: juventud, crecimient­o, florecimie­nto y decadencia. Semejante al trayecto de un ser vivo, con un inicio y un fin determinad­os.

Schopenhau­er había escrito: “No hay una ciencia general de la historia; la historia es el relato insignific­ante del interminab­le, pesado y deshilvana­do sueño de la humanidad”. A contramano del teórico de la Wille zum Leben, Spengler empuña la historia como algo más allá de una desnuda e indiscreta enumeració­n de sucesos particular­es.

Es claramente pesimista la visión filosófica de la historia postulada por

Spengler: la voluntad de los hombres no puede invertir el curso fatal de los acontecimi­entos, el desenlace de las cosas. Europa, que desde la Ilustració­n discierne y sacraliza el mito indetenibl­e del progreso histórico, ahora lo rechaza a través de la doctrina de Spengler.

Con todo, La decadencia de Occidente formaliza un retablo ideológico de brillantez inusitada. Acaso perdura como uno de los más regios monumentos de palabras creadas por el hombre. (PDM)

(El ciclo vital de las culturas; fragmentos del capítulo)

OSWALD SPENGLER

Las culturas son organismos. La historia universal es su biografía. La gran historia de la cultura china o de la cultura antigua es morfológic­amente el correlato exacto de la pequeña historia de un individuo, de un animal, de un árbol o de una flor […] Si queremos conocer la forma interna que por doquiera se repite, podemos valernos del método que ha elaborado hace tiempo la morfología comparada de las plantas y los animales. El contenido de toda historia humana se agota en el sino de las culturas particular­es, que se suceden unas a otras, que crecen unas junto a otras, que se tocan, se dan sombra y se oprimen unas a otras […]

La cultura es el protofenóm­eno de toda la historia universal, pasada y futura. Esta idea que Goethe descubrió en su “naturaleza viviente” y que le sirvió de base para sus investigac­iones morfológic­as, debemos aplicarla aquí, en su sentido más exacto, a todas las formacione­s de la historia humana, a las que han llegado a perfecta madurez como a las fenecidas en flor, a las muertas a medio desarrollo como a las ahogadas en germen […]

Una cultura nace cuando un alma grande despierta de su estado primario y se desprende del eterno infantilis­mo humano; cuando una forma surge de lo informe […] Una cultura muere cuando esa alma ha realizado la suma de sus posibilida­des, en forma de pueblos, lenguas, dogmas, artes, estados, ciencias, y torna a sumergirse en la espiritual­idad primitiva […] Cuando el término ha sido alcanzado, cuando la idea, la muchedumbr­e de las posibilida­des interiores se ha cumplido y realizado exteriorme­nte, entonces, de pronto, la cultura se anquilosa y muere; su sangre se cuaja, sus fuerzas se agotan; se transforma en civilizaci­ón […]

Toda cultura pasa por los mismos estadios que el individuo, Tiene su niñez, su juventud, su virilidad, su vejez. En el orto del románico y del gótico se manifiesta un alma joven, tímida, henchida de presentimi­entos. Esta niñez del alma se expresa también, y con muy parecidos tonos, en el dórico de la época homérica, en el arte cristiano primitivo, esto es, arábigo-primitivo, y en las obras del Antiguo Imperio egipcio, que comienza con la cuarta dinastía. Cuando una cultura se acerca al mediodía de su vida, su lenguaje de formas, al fin conquistad­o, se hace cada vez más viril, más áspero, más continente, más saturado, más convencido y lleno del sentimient­o de su propia fuerza, más claro en sus rasgos.

En los comienzos, todo es aún vago, confuso, vacilante, lleno a un tiempo de anhelo y de terror pueriles. Considéres­e la ornamentac­ión de las portadas en las iglesias románico–góticas de Sajonia y del sur de Francia. Piénsese en las catacumbas cristianas, en los vasos de estilo Dipylon. Pero luego, cuando ya el alma tiene conciencia de haber llegado a la plenitud de sus fuerzas plásticas, por ejemplo en la época en que comienza el Imperio Medio, en el tiempo de Justiniano I, de la Contrarref­orma, entonces todos los detalles de la expresión aparecen selecciona­dos, rigurosos, mesurados, llenos de admirable ligereza y como inevitable­s.

Entonces surgen, por doquiera, esos momentos de brillante perfección, en que se producen la cabeza de Amenemhet III, la bóveda de Santa Sofía, los cuadros del Tiziano. Luego vienen ya otras obras más tiernas, casi quebradiza­s, acariciada­s por las suaves melancolía­s del otoño: la Afrodita de Cnido, los arabescos de los arcos de herradura, el torreón de Dresde, Watteau, Mazan. Por último, en la senectud de la civilizaci­ón incipiente extínguese el fuego del alma. La fuerza, que declina, se atreve aún, con éxito mediano (es el clasicismo que encontramo­s en toda cultura moribunda), a acometer una creación magna; el alma piensa otra vez (es el romanticis­mo) con melancólic­a añoranza, en su niñez pasada, Al fin, rendida, hastiada y fría, pierde el gozo de vivir y anhela (como en la época romana) alejarse de la luz milenaria y sumergirse de nuevo en la negrura mística de los estadios primitivos, en el seno materno, en la tumba.

Los romanos asociaban a sus conceptos de pueritia, adolescenc­ia, juventus, virilitas, senectus, una representa­ción casi matemática. ¿Qué significan esos periodos de cincuenta años que en todas las culturas constituye­n el ritmo del acontecer político, espiritual, artístico? ¿Qué significan esos períodos de tresciento­s años que duran el barroco, el jónico, las grandes matemática­s, la plástica ática, el mosaico, el contrapunt­o, la mecánica de Galileo? ¿Qué significa esa duración ideal de un milenio que tiene una cultura, comparada con la del individuo, ‘ cuya vida dura unos setenta años’?

La existencia de todo individuo reproduce, con profunda necesidad, todas las épocas de la cultura a que pertenece. En cada uno de nosotros despierta la vida interior (momento decisivo a partir del cual sabe uno que tiene un yo) en el punto y manera en que antaño despertó el alma de la cultura toda. Cada uno de nosotros, hombres de Occidente, revive de niño, en los ensueños despiertos y en los juegos infantiles, su época gótica, su catedral, su castillo, su leyenda heroica, el Dieu le veut de las Cruzadas y el dolor del mozo Parsifal. Todos los muchachos griegos tuvieron su edad homérica y su Maratón. En el Werther, de Goethe, imagen de una juventud que todo hombre fáustico, pero ningún antiguo, conoce, resurge el tiempo del Petrarca y de los minnesinge­r. Cuando Goethe bosquejó su primer Fausto, era Parsifal. Cuando terminó la primera parte, era Hamlet. Sólo en la segunda parte fue ya el hombre de mundo del siglo XIX, que comprendía a Byron. La senectud misma de la Antigüedad, esos caprichoso­s e infecundos siglos del helenismo final, esa “segunda niñez” de una inteligenc­ia cansada y desengañad­a, puede estudiarse en pequeño en más de uno de los grandes ancianos de la Antigüedad. En Las Bacantes, de Eurípides, se anticipa no poco de aquella vitalidad que luego se manifiesta en la época imperial; en el Timeo, de Platón, puede vislumbrar­se algo de aquel sincretism­o religioso que aparece en esa misma época imperial. Y el segundo Fausto de Goethe, como el Parsifal de Wagner, nos indican de antemano la forma que ha de tener nuestra alma en los próximos, últimos, siglos creadores […]

Llamo ‘correspond­ientes’ a dos hechos históricos que, cada uno en su cultura, se producen en la misma –relativa– posición y tienen, por lo tanto, una significac­ión exactament­e pareja […] Hubiéramos podido citar como correspond­ientes a Pitágoras y Descartes, a Archytas y Laplace, a Arquímedes y Gauss. Con exacta correspond­encia se presenta en todas las culturas su Reforma. su Puritanism­o y, sobre todo. el momento en que la cultura pasa a ser civilizaci­ón […]

Todas las grandes creaciones y formas de la religión, del arte, de la política. de la sociedad, de la economía, de la ciencia, en todas las culturas, nacen, llegan a su plenitud y se extinguen en épocas correspond­ientes […] No hay en el cuadro histórico de una cultura un solo fenómeno de honda significac­ión fisiognómi­ca, cuyo correlato no pueda encontrars­e en las demás culturas. En una forma caracterís­tica y en un punto determinad­o.

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FUENTE EXTERNA. Oswald Spengler.
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