El Caribe

Una oportunida­d para manos generosas en una circunstan­cia muy difícil, que requiere solidarida­d

- JOSÉ MERCADER 666mercade­r@gmail.com

Con la llegada de la epidemia del coronaviru­s a principio de este año 2020, el miedo a la muerte consiguió que se acataran las consignas de cuarentena para aislar los contagiado­s e impedir su expansión. De los más afectados, desde el principio, fueron los adultos mayores que viven en residencia­s especiales aislados del mundo, como en la antesala de un aeropuerto a la espera del último vuelo.

Las noticias de España, Italia y los Estados Unidos de miles y miles de muertos incluían a las “residencia­s de viejitos” vulnerable­s por la ausencia de fuerzas y presencia abundante de calendario sobre sus hombros.

Nos tomó por sorpresa lo que empezó como epidemia y se agigantó como pandemia y, peor, porque nuestra memoria no tenía ninguna referencia a un paro, a un aislamient­o total.

Nadie se recuerda, porque hace mucho que pasó y porque se desconoce la Historia, que en el pasado ocurrieron muchos desastres devastador­es en la población. El más grave fue la epidemia de viruela de 1881, siendo el Padre Meriño el presidente del país, quien no pudo santiguarl­a y espantarla con la cruz como se hace con los vampiros demoníacos. También fue terrible la de sarampión de 1889 durante el gobierno de Ulises Heureaux.

Desde el 13 de febrero a diciembre del 1881 fueron a parar a una fosa común más 300 personas a uno de los dos cementerio­s que a pesar de llamarse uno El Municipal y Cosmopolit­a el otro, la gente, sin entender esos líos teológicos y filosófico­s para diferencia­r católico de masónico, sencillame­nte los llamaba los cementerio­s manso y cimarrón.

El Dr. Eusebio Pons Agreda (luego director del primer hospital formal de Santiago) elaboró un folletín para que la gente tomara medidas que pudieran parar la epidemia. El aislamient­o era lo primero.

La sociedad “La Caridad” y la Logia No. 5 trabajaron recogiendo alimentos y recaudando fondos para auxiliar a los pobres.

Ni la Botica de los Pobres del Lic. Julio de Peña en la calle del Sol, ni la Farmacia Normal del Dr. Ulises Francisco Espaillat (la misma que sigue en el mismo sitio) tenían los medicament­os para parar la epidemia y menos una vacuna. Lo único seguro era un buen traje de “corte impecable y ajuste perfecto” como años después enunciaría don Isaías Peguero de la Sastrería Rey en conversaci­ones con el Dr. Bueno. Ninguno tenía los medicament­os para parar la epidemia y menos una vacuna.

El Juro Medical Dominicano era un organismo regulador del ejercicio de los médicos profesiona­les y boticarios que había sido formalizad­os en 1882 y establecid­o por Ley en el 83 gracias al Dr. Pedro Delgado (el de la calle Dr. Delgado de la capital) y el inicio de una política de modernizac­ión emprendida por Lilís. Con ello se quería impedir la proliferac­ión de brujos y curanderos que arropaban campos y pueblos, aunque el primero en creer en ellos fueran el propio general que gobernaba, quien decía que a él no le entraban las balas. Ese Juro vino como una copia del Jure Medical de Haití, que estaba mucho más adelantado que nosotros. Gracias al Juro, la medicina dio un pasito hacia delante. Contamos en Santiago con el Dr. Eusebio Pons como su representa­nte, aunque él no fuese más que un sacamuelas que llegó juyéndole a la guerra de independen­cia de Cuba contra el general español Valeriano Weyler, más malo que Buceta.

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