Hitos del bolero dominicano: Una visión apasionada
Hablar del bolero es trasladar el recuerdo a los días antiguos de mi mocedad. Las voces lejanas de Lucho Gatica, Alfredo Sadel, José Antonio Méndez, Daniel Riolobos y Antonio Prieto son rumores que todavía palpitan en la memoria distante. La música ha sido parte entrañable de mi vida y conocer el bolero fue, en aquellos años, un descubrimiento capital. En los inefables años 50 me aproximé a los músicos y cantantes dominicanos. Intimé, así, con las canciones de Salvador Sturla, de Manuel Sánchez Acosta, de Juan Lockward, de Moisés Zouain, de Bullumba Landestoy. Escuché a Lope Balaguer, a Gerónimo Pellerano, a Guarionex Aquino, a Arístides Incháustegui, a Armando Recio. Llegué, muy escaso de edad, a mirar esa fiesta perpetua que se difundía a
“Baile”, óleo de Polengard (Portada del libro VIII de la Colección Cultural Codetel).
través de la emisora de televisión La Voz Dominicana.
En aquellos días descubrí la noche y me sorprendió que una guitarra pudiese despejar las oscuridades del sueño. Entonces, de repente, entendí la serenata. Poco a poco, de tal suerte, fui accediendo a la totalidad de un universo lleno de palabras y de acordes que me revelaban la vida y explicaban unos ardores que mi adolescencia aun no anticipaba.
Hube de esperar a los abrasadores años 60 para conocer los boleros de Manuel Troncoso, de Rafael Solano, de Nelson Lugo. Era, sin duda, una música nueva, de melodía palpitante, con un montaje armónico de gran aliento, de poesía crecida y preñada de tropos. Me emocionaban esas canciones que levantaban el vuelo en las voces de Luchy Vicioso, lvette Pereyra, Fernando Casado, Horacio Pichardo, Niní Cáffaro, Julio Cesar Defilló. Esa nueva poética musical cerraba el círculo inconcluso. El bolero criollo se establecía entonces, con legitimidad absoluta, en el espacio que ocupaban los mejores músicos de América. Ya en Troncoso, Solano y Lugo podíamos encontrar los secretos melódicos y armónicos descubiertos por César Portillo de la Luz, Marta Valdés, Vicente Garrido, Arturo Castro y Armando Manzanero.
Más tarde, ahora en los 80, accedo a las inéditas emociones que proponen las melodías y los versos de Víctor Víctor y Cheo Zorrilla. También la magia radical de Juan Luis Guerra coquetea en aquellos días con el bolero, en viñetas coloreadas de ingenuo surrealismo. Después, durante los dos últimos decenios, el bolero dominicano languidece. Los tres grandes maestros del bolero moderno (Troncoso, Solano, Lugo) escriben muy poco, o ya no escriben. La canci6n romántica dominicana desaparece de la radio y la televisión. Salvo Cecilia García, como lo demuestran sus dos recientes y espléndidas producciones discográficas, prácticamente nadie canta hoy con la dignidad que el género merece.
Ahora son los días de la bachata. Esta suerte de melodía (que una vez definí como “un tango escrito por un analfabeto”) se trasladó desde los extramuros hasta irrumpir en los centros urbanos y trastornar el sentido estético de la gran población, entonces masificada por la simplicidad y la ignorancia.
El recorrido es, no cabe duda, largo y sugestivo. Nuestro bolero ha transitado de las tonadas sentimentales de Salvador Sturla y Moisés Zouain a las cabriolas de Juan Luis Guerra y a la insigne rudeza de Luis Díaz. Ahora toma sentido el título de estas páginas: “Hitos del bolero dominicano: Una visión apasionada”.
En el trayecto que sigue me referiré solamente a mis pasiones, a mis viejas y vehementes pasiones. Destacaré los autores y compositores que ayer me emocionaron y que me conmueven todavía. No pretendo examinar la historia bíblica del bolero dominicano, tarea de anticuarios y de exégetas. Hubo y aún existen muchos artistas cuya obra reconozco, aunque no sea de mi preferencia. Acato la inclinación de los demás, tanto como espero que se tolere la mía.
Aristóteles dijo que las cosas se diferencian en lo que se parecen. Pienso que los hombres, de este modo, se separan por lo mismo que quieren. Amar la música, amar el bolero, acaso debe bastar para reconciliar todas nuestras diferencias.