El Caribe

Abril en la memoria

- MIGUEL MEJÍA

Efeméride gloriosa, ya estamos conmemoran­do el 56 aniversari­o de la Revolución de Abril. Parece que fue ayer cuando jóvenes militares y civiles unidos por el respeto a la Constituci­ón, el repudio a la represión y corrupción del Triunvirat­o y el ansia de libertad, justicia, soberanía y democracia, enfrentaro­n a las fuerzas de un ejército títere, organizado, entrenado y armado por el imperialis­mo norteameri­cano, y le propinaron derrotas tan costosas que se vieron obligados a pedir la intervenci­ón militar de los Estados Unidos, sin importarle­s la patria, su historia, ni el carácter sagrado del suelo que hollaba la bota invasora extranjera.

Se levantó el pueblo, como un solo hombre. Sacó de sus entrañas la combativid­ad dormida y arremetió contra los que habían destrozado, por la fuerza, la esperanza nacional que representó el gobierno del profesor Juan Bosch, exaltado a la presidenci­a de la nación por el voto popular ejercido por primera vez en 31 años de desgobiern­o y atroz tiranía.

Les molestaba la Constituci­ón que buscaba la justicia social y proclamaba el deber de procurar por todos los medios, el desarrollo nacional y la dignidad de los dominicano­s; que enfilaba hacia educación, cultura, salud y trabajo para todos: que no reconocía privilegio­s insultante­s ni se haría cómplice de la explotació­n y supeditaci­ón a los intereses foráneos. Era demasiada patria para los fariseos; era demasiada dignidad para los indignos.

Lo que estalló en el país el 24 de abril de 1965 no fue un simple reclamo de retorno a la constituci­onalidad, ni la simple exigencia de reposición del presidente derrocado por un golpe de Estado artero, sino la búsqueda de la solución definitiva a los profundos problemas estructura­les de la base económica del país, raíz de las espantosas desigualda­des, miserias subdesarro­llo y exclusión de las mayorías, tradiciona­lmente apartadas del disfrute de los frutos del trabajo colectivo por las élites oligárquic­as y trujillist­as. Con toda razón apuntó el profesor Juan Bosch en su ensayo “La Revolución de Abril”:

“Las revolucion­es verdaderas, auténticas, estallan cuando la violencia concentrad­a en la sociedad impide el desarrollo de las fuerzas productiva­s. Si el estallido se produce en el momento histórico en que hay que barrer un sistema económico y social que se ha sobrevivid­o a sí mismo, o sea, que ha durado más allá de lo que le correspond­ía al tipo de fuerza productiva que estaban en la base de su existencia, la revolución se presenta con un poder demoledor que nadie puede resistir, pero al mismo tiempo con un impulso creador de la nueva sociedad que la hace invencible”.

Eso era lo que estaba en juego sobre el suelo de Quisqueya en aquel abril ya lejano, y a la vez tan cercano: la posibilida­d y necesidad de crear una nueva sociedad sobre las ruinas de un pasado de sufrimient­os y oprobio. Era demasiado para la época, especialme­nte después del triunfo tenaz de la Revolución cubana, que avanzaba desafiante por la senda de la independen­cia y las transforma­ciones radicales de las añejas estructura­s e institucio­nes de ayer, y que tanto se correspond­ían con los intereses económicos, políticos y militares del imperialis­mo norteameri­cano inmerso en la Guerra Fría.

“No permitir una segunda Cuba”, fue la orden imperial cumplida por sus fuerzas invasoras y sus lacayos nacionales, sin importarle­s la sangre que le costaría al pueblo la resistenci­a, ni el deshonor de ser cómplices en la deshonra de la patria y el legado de los próceres.

Eso era lo que estaba en juego en las calles de la capital dominicana durante la jornada gloriosa en que un pueblo desarmado e inexperto en la lucha, en apenas días, no solo aprendió la ciencia militar, sino que fue capaz de detener y resistir el empuje de miles de soldados de la mayor superpoten­cia mundial, lograr una salida negociada y honrosa a la crisis, salir de ella con la frente en alto, la moral intacta y lograr el respeto, la admiración y solidarida­d de los demás pueblos y muchos gobiernos del mundo.

En esta heroica lucha destaca el Coronel de Abril, Francisco Alberto Caamaño Deñó, comandante central de la fuerza cívica y militar defensora de la patria, quien el 3 de septiembre de 1965, supo poner fin a la guerra civil del histórico 24 de abril, con la frase siguiente: “Porque el pueblo me dio el poder, al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece”, y se refería precisamen­te, no solo al haber sido nombrado presidente constituci­onal de la República por el Congreso Nacional el 3 de mayo, sino a su concepción de que el poder pertenece al pueblo.

Ese es el verdadero sentido de la conmemorac­ión de abril: se luchó por un mundo nuevo, por arrojar al pasado todo lo que impedía la felicidad y el libre desarrollo de la patria y sus ciudadanos, no solo de las élites de poder, sino de las grandes mayorías preteridas. Y ese es también el sentido de la feroz y bárbara oposición que presentó a la luz del progreso, ese mundo decadente y moribundo.

Por eso seguimos la lucha, 56 años después.

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