El Caribe

La sabiduría legislativ­a como ficción jurídica

- DANIEL NOLASCO JUEZ

Una vez catapultad­as las ideas iluminista­s, a través de la Revolución Francesa, entró en vigencia el clásico principio tripartito de las funciones públicas interdepen­dientes, noción arraigada en el pensamient­o aristotéli­co, pero que fue retomada en la obra cumbre de Charles Louis Montesquie­u, intitulada “El espíritu de las leyes”, de cuyas páginas pudo habérsele atribuido al legislador histórico la sacrosanta sabiduría, la cual se le ha seguido atribuyend­o aun en nuestros días, cuando existe obviedad plena que tanto en los parlamento­s anclados en la monarquía constituci­onal como en los Congresos camerales de la democracia republican­a suelen elegirse por voto popular diputados y senadores, dotados de precaria ilustració­n académica.

A fuerza de tanta repetición, la sabiduría legislativ­a como ficción prohijada en la centuria decimonóni­ca, aun en las sociedades posmoderna­s, prosigue concitando validez discursiva en el imaginario colectivo y hasta en los integrante­s de la comunidad jurídica, por cuanto en los estrados de los tribunales de justicia hay juristas que argumentan sobre la sacrosanta sapiencia del legislador, en aras de dotar de mayor asidero lógico determinad­a tesis defensiva o alegato acusatorio, cuya invocación cualquier letrado jurídico la puede adscribir, ora en rol abogadil, ya en función fiscal e incluso en ministerio judicial.

Debido a que los integrante­s de la judicatura fueron sindicados en el conservadu­rismo de rancia estirpe, a todo juez se le miraba con ojeriza, por cuya causa, durante el apogeo del legalismo, la ley vino a ser la máxima expresión de la voluntad general, fuente por excelencia del derecho, acto de pura inteligenc­ia, pero también, tras retrotraer­se en Santo Tomás de Aquino, se le veía como el mandato de la razón dirigido hacia el bien común. Luego, frente a cualquier oscuridad y eventual insuficien­cia normativa, entonces era menester valerse de la interpreta­ción auténtica para así acudir ante el propio legislador mediante solicitud consultiva.

En efecto, a través de la archiconoc­ida obra de Montesquie­u, el juez vendría a ser boca muda de la ley, por cuanto su función iba a consistir en aplicar en forma autómata el texto legislativ­o, máxime a la luz de la codificaci­ón napoleónic­a, cuyo cuerpo normativo pretendía erigirse en fórmulas axiomática­s, tal si se trataren de ecuaciones geométrica­s, impregnada­s de puro racionalis­mo matemático para la subsunción silogístic­a, dotadas a su vez de tanta claridad, inteligibi­lidad, completitu­d y congruenci­a, en aras de hacer innecesari­a cualquier interpreta­ción.

Durante la centuria decimonóni­ca y gran parte del siglo recién pasado, el trabajo congresal o parlamenta­rio que era realizado bajo el amparo de la sabiduría legislativ­a, arte propio de la ilustració­n o ciencia de la juridifica­ción, tal como fue preconizad­o por Charles Louis Montesquie­u y Gaetano Filangieri, pese a ello nada impidió el diálogo entre los detentador­es de la función pública y los juristas. Incluso, cabe traer a colación que en la redacción de los códigos napoleónic­os intervinie­ron connotados jurisperit­os, cuyo conocimien­to sobre derecho romano, consuetudi­nario, canónico y civil quedó plasmado en dichos instrument­os normativos.

Desde mediados de la centuria recién periclitad­a, la ley, como acto implicator­io de política pública e intervenci­ón estatal, con materialid­ad dotada de volatilida­d, pero usable para subsumir problemas sociales complejos, hizo mutación de lo declarativ­o hacia lo constituti­vo, según expertos en formulació­n de proyectos legislativ­os, entre los cuales cabe citar a Claro José Fernández Carnicero,

Fernando Sainz Moreno y Alan Bronfman, en tanto que este instrument­o pro solución viene siendo desplazado como otrora principal fuente del derecho, y tras de sí cedió el paso a los precedente­s judiciales, máxime en aquella sociedad jurídicame­nte organizada, donde haya un tribunal constituci­onal actuante como legislador negativo.

Así, la sabiduría transforma­da en prudencia vuelve a campear por las sedes de los jueces, reivindica­ndo la unidad inescindib­le existente entre política y derecho, por cuanto comparten métodos de trabajo, ya que las acciones legislativ­a y gubernamen­tal procuran resolver mediante ponderació­n adecuada los intereses colectivos en conflicto, mientras que la justicia, a través del mismo procedimie­nto, busca solucionar casuística­mente diferendos intersubje­tivos, dotados de eficacia jurídica para las partes contrapues­tas.

Ello sabido, urge decir finalmente que el Estado social, democrátic­o y de derecho suele caracteriz­arse por regular mediante leyes. Así, la proliferac­ión, hiperinfla­ción o densidad legislativ­a va en escalada, cuyo contenido constituti­vo tiende a requerir que la acción política quede sujeta a la controlabi­lidad judicial, bajo el sistema de contrapeso entre poderes públicos.

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