Noticias carnales
deportiva’ de los atletas y, muchas veces, elegir compañero de habitación.
En tanto ideal amoroso, la atracción entre varones se instala durante un período relativamente definido de la vida griega: quizá desde el siglo VII a.C. hasta alcanzar los decenios finales del siglo IV a.C., con mayor énfasis a lo largo del siglo V a.C. (el Siglo de Pericles), después de las victorias de Maratón y Salamina.
Hay pocas referencias a este hábito en Homero (siglo VIII a.C.), fuera de la amistad amorosa —‘erotiké’— desarrollada entre Patroclo y Aquiles. Ya en las décadas medias del siglo IV a.C., los grandes artistas aprecian con mayor ardor la belleza femenina. Praxíteles multiplica sus estatuas de Afrodita y, de igual modo, en la cerámica de esos años son más frecuentes el desnudo femenino y las escenas de familia. Dado que casi surge y desaparece junto a ella, habría que entender el erotismo de la Grecia clásica a manera de fruto cultural de la ‘polis’.
El dominio de Alejandro Magno, la instauración de regímenes autoritarios y, al final, la dominación del imperio romano, fomentarán los valores de la vida privada, la familia y la mujer: su centro ineludible. La homosexualidad griega, entendida como ideal erótico aristocrático, prácticamente se extingue en el siglo III a.C.
Pero Aristóteles, el poderoso Estagirita, ha dicho que la mujer es un macho deteriorado —un ‘mass occasionatum’—, y hasta el siglo XIII todos murmuran y acatan esa frase desoladora. Los corazones feudales están turbados de obediencia (o de pavor) ante lo divino. Tan sólo el mundo heroico de los caballeros armados, el desafiante universo ceremonial de Amadís de Gaula y Tirant lo Blanc será capaz de burlar la prescripción aristotélica y plegarse a la pasión de “muchachas tan blancas que se ve pasar el vino por su garganta”.
Aristóteles desapareció hace ya veinticuatro siglos y el tiempo ha desgastado sus palabras ultrajantes. Es obvio que el griego no conoció a Golda Meier, a Margaret Thatcher ni a Rigoberta Menchú. El arbitrio femenino rige hoy en la fábrica, en el arte, en la oficina, en la política. Toda la mitología masculina de nuestra época cabecea entre la voluntad de la mujer-sujeto y el paroxismo por la mujer-objeto. Nos bamboleamos de la sesera de Simone de Beauvoir a las ancas inextinguibles de Marilyn, de la tirante energía de la señora Merkel a la lascivia tersa de Madonna, de la impasible potestad de Hillary a los belfos turbadores de Angelina Jolie.
En esta materia, Aristóteles erraba. La mujer no es un macho averiado o inconcluso. Quizá todo lo contrario. De un modo u otro, Freud se tomó la tarea de probarlo. Hoy, felizmente, el gran Pericles no pasaría por un atolondrado. En nuestro mundo ha germinado la semilla de su Aspasia. Y, a decir verdad, nada se me ocurre como más placentero.