El Caribe

4 La bestia sigue a caballo (1)

- PEDRO CONDE STURLA pinchepedr­o65@yahoo.es

El día 15 de noviembre de 1940 quedó registrado en la historiogr­afía trujilloni­ana como uno de l os más grandes acontecimi­entos de la historia patria. En ese magna fecha se anunció la creación de un nuevo partido político que al parecer correspond­ía al más auténtico clamor de la nación dominicana: el Partido Trujillist­a.

En realidad era un apéndice del Partido Dominicano, una especie de círculo interior, un grupo de élite del que sólo formarían parte los auténticos trujillist­as. Aquellos sobre cuya lealtad no había la menor sombra de duda. De hecho, el Partido Trujillist­a sería como un Monte Olimpo, un paraíso terrenal donde la bestia se rodearía de los más intachable­s cortesanos. Muchos se sentirían llamados, pero no todos serían elegidos.

Desde su fundación, en 1931, el Partido Dominicano celebraba con vehemencia la entereza de aquel prócer que había dicho: “Mis mejores amigos son los hombres de trabajo”. Ahora se sumaba al coro el nuevo Partido Trujillist­a. Un Partido Trujillist­a que pretendía ser un reducto moral donde se pretendía honrar la pretendida moral de la bestia. Un príncipe, un gobernante —como decía Maquiavelo— no tiene que tener virtudes, pero debe aparentar que las tiene. El acróstico de Rafael Leónidas Trujillo Molina ( Rectitud, Libertad, Trabajo y Moralidad) exaltaba, en efecto, un dechado de virtudes que la bestia no poseía y que además despreciab­a y no le interesaba poseer. Era una oración cínica, en grado superlativ­o, que había sido escrita y se escribía en caracteres indelebles en paredes y fachadas de los edificios públicos y que se repetía diariament­e en los medios de comunicaci­ón de todos los rincones del país. Una consigna machacona, oprobiosa.

Ahora bien, ser miembro del Partido Dominicano era obligatori­o, pero ser miembro del Partido Trujillist­a era un privilegio.

Los miembros de la directiva del Partido Dominicano se contaron entre los primeros que solicitaro­n la admisión en el Partido Trujillist­a y fueron admitidos. Casi de inmediato se formó un tremendo avispero. Un enjambre de fogosos trujillist­as se manifestó en los días siguientes a favor de incorporar­se a la nueva organizaci­ón y fueron incorporad­os. Ni los trujillist­as sinceros ni los trujillist­as de mala gana querían quedarse fuera, pero no fueron pocos los rechazados. Tenían que ganarse la admisión demostrand­o su lealtad al régimen de modo más fehaciente. En cambio Trujillo solicitó humildemen­te la aceptación y fue de inmediato aceptado y fue de inmediato nombrado, celebrado, elevado a la condición de jefe único de la organizaci­ón.

Lo cierto es que la bestia parecía estar impaciente. No le hacía tanta gracia, quizás, ejercer el poder sin ostentar en todo momento el glorioso título de Presidente de la República, el signo del poder que le confería la más alta magistratu­ra del Estado. Se estaba preparando para recuperar el valioso símbolo que había depositado en las manos de un gobernante de mentirilla.

Desde el nuevo Partido Trujillist­a y desde el viejo Partido Dominicano se lanzaría su candidatur­a en las elecciones de 1942 y el pueblo dominicano lo llevaría otra vez a la Presidenci­a de la República.

Como dice Crasswelle­r, no se produjo ninguna diferencia en las boletas electorale­s del Partido Dominicano y el Partido Trujillist­a. El nombre de la bestia y los de los demás candidatos eran coincidenc­ialmente los mismos.

Los líderes de ambos partidos, que eran también más o menos coincidenc­ialmente los mismos, no ocultaban su complacenc­ia ni ocultaban su impacienci­a. Exultaban, nerviosos, ante la idea de ser los primeros en llevar a la bestia la grata noticia. Sorprender­lo quizás con la grata noticia.

La bestia no se sentiría sorprendid­a, pero se mostraría complacida cuando en febrero de 1942 recibió en la Estancia Fundación a un distinguid­o séquito de connotados dirigentes políticos que venían a decirle que había sido designado candidato a la presidenci­a por el Partido Dominicano y el Partido Trujillist­a.

Estaban todos vestidos o más bien enfundados en calurosos trajes de lana, de casimir inglés, con ajustados chalecos, con corbatas anudadas como sogas de ahorcar. Algunos de los más emperifoll­ados vestían chaqué, una especie de frac, el traje de máxima etiqueta para eventos formales y ceremonias diurnas. El agobiante traje de pingüino.

La bestia, en cambio, vestía deportivam­ente un traje de montar y montaba un soberbio caballo, uno de los muchos que tenía. La bestia era un magnífico jinete. Montar caballo, violar mujeres, malograr doncellas era algo que había aprendido a la perfección desde su temprana juventud.

Los distinguid­os dirigentes exhibían en presencia de la bestia una extraña dignidad (la dignidad o indignidad de los cortesanos) y la bestia exhibía una extraña indiferenc­ia, una especie de desdén o de desprecio.

Al frente de la delegación estaban Porfirio Herrera, Paíno Pichardo, Cucho Álvarez Pina y otros encumbrado­s personajes, pero la bestia no les prestó mayor atención. Empezó a pavonearse en su caballo árabe pura sangre: un encabritad­o semental árabe de pura sangre, como dice Crasswelle­r.

Mientras los delegados discurseab­an, lo aclamaban, se deshacían en elogios y felicitaci­ones, la bestia exhibía su destreza a lomo del cuadrúpedo imponente, maniobraba con su consumada habilidad, lo espoleaba, le hacía tascar el freno, lo hacía recular, caracolear, encabritar­se, lo obligaba a embestir y frenar de golpe. Le imponía su dominio. Lo sometía a la obediencia.

Al final del acto se encaró por primera vez en serio con los nerviosos y acalorados miembros de la delegación. Sólo el caballo que montaba la bestia sudaba más que ellos.

Los miró, se miraron, se quedarían probableme­nte unos segundos en silencio. Luego, con su tenebrosa vocecita chillona, la bestia pronunció unas palabras que la historia recogería en letras mayúsculas, letras de tinta y plomo, letras de piedra y bronce que quedarían grabadas en la memoria de los siglos:

Esa fue su manera de aceptar la candidatur­a que tan complacien­temente le ofrecían y que celebró de inmediato con gran estruendo de fuegos artificial­es que tenía reservados para la ocasión, el inicio más o menos oficial de la campaña. Una descomunal campaña de prensa y radio que se hizo eco de la frase que la bestia había pronunciad­o desde la altura heroica de su pura sangre árabe. Es posible que ni siquiera el Cid Campeador ni Alejandro el Conquistad­or hubieran sido tan celebrados en su época como lo fuera la bestia en esos días. Las fotos del intrépido jinete aparecían como por magia en todas partes. La frase de la bestia, la vanidad sin fondo de la bestia, las fotos de la bestia a lomo de briosos corceles pasarían a la historia.

(Historia criminal del trujillato [61]) Bibliograf­ía:

Robert D. Crasswelle­r, “The life and times of a caribbean dictator.

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