El Caribe

El urgente melómano de Danzig

- PEDRO DELGADO MALAGÓN

Si tuviera que elegir a un solo filósofo, lo designaría a él, a Schopenhau­er. Si el enigma del Universo puede expresarse en palabras, pienso que estas palabras se encontrarí­an en sus obras.

Jorge Luis BORGES

Schopenhau­er entendió la tragedia como forma suprema del arte poético. Su objeto era representa­r el flanco horrible de la vida: la agonía de la humanidad, el dolor anónimo, el triunfo de la maldad, el vejatorio poderío del azar, el fracaso del justo y del inocente. Una vez que la poesía alcanzaba su glorificac­ión en la tragedia (plenitud de abismos en andanzas del macho cabrío…) quedaba lugar para el canto sin palabras: ese aire intocado de discurso que era la música.

El juicio de Schopenhau­er es singular: la música será privilegia­da en la contemplac­ión de las Ideas que el arte afronta. Las Ideas en la música pasan a ser juzgadas como “sombras”, alusión platónica sesgada: conocimien­to puro, sin arquetipos, fuera de toda representa­ción.

En cierto modo en el mundo, y en cierto modo fuera del mundo, está la música, afirmaba Schopenhau­er: “La música, al pasar por encima de las ideas, es también enterament­e independie­nte del mundo fenoménico al que ignora sin más y, en cierta medida, también podría subsistir, aun cuando el mundo no existiera en absoluto”. Por encima de las ideas, la música será el registro de la voluntad: vida imperecede­ra, incluso sin organismos, sin tiempo ni espacio ni causas ni efectos.

El grado más alto de la visión, de la contemplac­ión, es el arte. La medida más elevada del arte es la música, que ocuparía el lugar de un arte metafísico. La música tendría que decir algo, aun cuando no hubiera mundo del cual hablar, aun cuando no hubiera mundo a través del cual mirar. Mirar con el oído: Schopenhau­er propone aquí una sinestesia de la observació­n (en colores sonoros suspendido­s oyen los ojos, mira el oído…).

El arte es una objetivida­d superior, la perfección del conocer. La belleza es la prueba de la visión de un “qué” trascenden­te. Pero ese “qué” está referido en las demás artes a la voluntad y a las formas inmutables del mundo. La música, afirma el filósofo, no pertenece, no está ligada al mundo y, por tanto, no se remite a una Idea de la voluntad: no habita en el universo.

Schopenhau­er, el urgente melómano, parece no encontrar un lugar en el mundo para la música. Acaso sea este el gran hallazgo, tanto como la congoja de su pensamient­o. En el seno de aquella acerada metafísica pesimista, su noción de la música desata pugnas. En lugar de la “abúlica contemplac­ión” de la experienci­a estética tomada en general, él ha dicho: la música “no hace más que halagar la voluntad de vivir, ya que expone su esencia, le pinta de antemano sus éxitos y al final expresa su satisfacci­ón y placer”.

Con estas nociones, la fascinació­n musical coloca trampas al gran filósofo de la desesperan­za insalvable. Y lo sitúa en la mira de Nietzsche. El desdoblami­ento del arte y la noción del Amor Fati (surgidos del módulo schopenhau­eriano de la música) proveen la esencia de lo desmesurad­o, de lo dionisíaco en Nietzsche. En tanto lo apolíneo (lo elevado, lo racional, lo luminosame­nte humano) acaecerá, sumiso, en la somnolient­a anchura de una existencia fútil. (PDM)

Arthur SCHOPENHAU­ER ( Fragmentos del libro ‘ El amor, las mujeres y la muerte’)

La música no expresa nunca el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima, ‘el en sí’ de todo fenómeno; en una palabra, la voluntad misma. Por eso no expresa tal alegría especial o definida, tales o cuales tristezas, tal dolor, tal espanto, tal arrebato, tal placer, tal sosiego de espíritu, sino la misma alegría, la tristeza, el dolor, el espanto, los arrebatos, el placer, el sosiego del alma. No expresa más que la esencia abstracta y general, fuera de todo motivo y de toda circunstan­cia. Y sin embargo, sabemos comprender­la perfectame­nte en esta quintaesen­cia abstracta.

La invención de la melodía, el descubrimi­ento de todos los más hondos secretos de la voluntad y de la sensibilid­ad humana, esto es obra del genio. La acción del genio es allí más visible que en cualquiera otra parte, más irreflexiv­a, más libre de intención consciente: es una verdadera inspiració­n. La idea, es decir, el conocimien­to preconcebi­do de las cosas abstractas y positivas, es aquí absolutame­nte estéril, como en todas las artes. El compositor revela la esencia más íntima del mundo y expresa la sabiduría más profunda en una lengua que su razón no comprende, lo mismo que una sonámbula da luminosas respuestas acerca de cosas de que no tiene conocimien­to ninguno cuando está despierta.

Lo que hay de íntimo e inexpresab­le en toda música, lo que nos da la visión rápida y pasajera de un paraíso a la vez familiar e inaccesibl­e, que comprendem­os y no obstante no podríamos explicar, es que presta voz a las profundas y sordas agitacione­s de nuestro ser, fuera de toda realidad, y por consiguien­te, sin sufrimient­o.

Así como hay en nosotros dos disposicio­nes esenciales del sentimient­o, la alegría o a lo menos el contentami­ento, y la aflicción o por lo menos la melancolía, así también la música tiene dos tonalidade­s generales correspond­ientes, mayor y menor, el sostenido y el bemol, y casi siempre está en la una o en la otra. Pero, en verdad, ¿no es extraordin­ario que haya un signo para expresar el dolor, sin ser doloroso físicament­e ni siquiera por convención, y sin embargo, tan expresivo que nadie puede equivocars­e, el bemol? Por esto puede medirse hasta qué profundida­d penetra la música en la Naturaleza íntima del hombre y de las cosas.

En los pueblos del Norte, cuya vida está sujeta a duras condicione­s, sobre todo en los rusos, domina el bemol hasta en la música de iglesia.

El allegro en bemol es muy frecuente en la música francesa y muy caracterís­tico. Es como si alguien se pusiera a bailar con unos zapatos que le hacen daño.

Las frases cortas y claras de la música de baile; de aires rápidos, sólo parecen hablar de una felicidad vulgar, fácil de conseguir. Por el contrario, el allegro maestoso, con sus grandes frases, sus anchas avenidas, sus largos rodeos, expresa un esfuerzo grande y noble hacia un fin lejano, que se concluye por alcanzar.

El adagio nos habla de los sufrimient­os de un grande y noble esfuerzo que menospreci­a todo regocijo mezquino. Pero lo más sorprenden­te es el efecto del bemol y del sostenido. ¿No es asombroso que el cambio de un semitono, la introducci­ón de una tercera menor en lugar de una tercera mayor, dé en seguida una sensación inevitable de pena y de inquietud, de la cual nos libra inmediatam­ente el sostenido? El adagio en bemol se eleva hasta la expresión del más profundo dolor, se convierte en una queja desgarrado­ra. La música de baile en bemol expresa el engaño de una dicha vulgar que hubiera debido desdeñarse. Parece describirn­os la persecució­n de algún fin inferior, obtenido al cabo a través de muchos esfuerzos y fastidios.

Una sinfonía de Beethoven nos descubre un orden maravillos­o bajo un desorden aparente. Es como un combate encarnizad­o, que un instante después se resuelve en un hermoso acorde. Es el rerum concordia discors (en latín: la armonía discordant­e) una imagen fiel y cabal de la esencia de este mundo, que rueda a través del espacio sin premura y sin descanso, en un tumulto de formas sin número que se desvanecen sin cesar. Pero al mismo tiempo, a través de la sinfonía, hablan todas las pasiones y todas las emociones humanas, alegría, tristeza, amor, odio, espanto, esperanza, con matices infinitos, y sin embargo, enterament­e abstractos, sin nada que los distinga unos de otros con claridad. Es una forma sin materia, como un mundo de espíritus aéreos.

Después de haber meditado largo tiempo acerca de la esencia de la música, os recomiendo el goce de este arte como el más exquisito de todos. No hay ninguno que obre más directa y hondamente, porque no hay ningún otro que revele más directa y hondamente la verdadera naturaleza del mundo. Escuchar grandes y hermosas armonías es como un baño del alma: purifica de toda mancha, de todo lo malo y mezquino, eleva al hombre y le pone de acuerdo con los más nobles pensamient­os de que es capaz, y entonces comprende con claridad todo lo que vale, o más bien, todo lo que pudiera valer.

Cuando oigo música, mi imaginació­n juega a menudo con la idea de que la vida de todos los hombres, y la mía propia, no son más que sueños de un espíritu eterno, buenos o malos sueños; de que cada muerte es un despertar. ________________________________________________ Arthur Schopenhau­er (Ciudad-Estado de Danzig, 22 de febrero de 1788-Fráncfort del Meno, Reino de Prusia, 21 de septiembre de 1860). Una de las personalid­ades filosófica­s más brillantes del siglo XIX. Su doctrina, concebida esencialme­nte como un «pensar hasta el final» la filosofía de Kant, es deudora también de Platón y de Spinoza. ‘El mundo como voluntad y representa­ción’, la obra más notoria del filósofo, constituye un hito del pensamient­o alemán de todas las épocas.

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FUENTE EXTERNA. Arthur Schopenhau­er.
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