El Caribe

Poncio y la trayectori­a del heroísmo (2 de 2)

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Fidel Castro cumple el compromiso. A finales de enero de 1959, el victorioso comandante llama a los exiliados dominicano­s para definir los detalles de la invasión armada. Se inicia el reclutamie­nto de los guerreros. Poncio viaja desde Venezuela, en un avión de la Fuerza Aérea Cubana, con 46 voluntario­s. Su destino es el Campamento Mil Cumbres, cerca de la cordillera de Los Órganos. Allí se congregan doscientos veinte hombres: de la República Dominicana, de Cuba, de Venezuela, de Puerto Rico, de los Estados Unidos, de Guatemala, de España. Dentro de poco tiempo, el instructor y comandante del Campamento Mil Cumbres se llamará José Horacio Rodríguez Vásquez.

Rómulo Betancourt aporta 250 mil dólares a la causa de la sublevació­n dominicana. Fidel entrega los pertrechos y las armas de guerra. Para que la revolución dominicana no fuese catalogada de “fidelista”, se prohíbe a los expedicion­arios el uso de barba y pelo largo. A las tres de la tarde del domingo 14 de junio de 1959 sale de Cuba un avión con cincuenta y cuatro combatient­es. El destino es Constanza. El resto de los expedicion­arios se hace a la mar, en dos embarcacio­nes, el día anterior. La trayectori­a los conduce, seis días después, hasta Maimón y Estero Hondo, en las imprevista­s riberas del Atlántico.

El avión está pintado con los colores y las insignias de la Fuerza Aérea Dominicana, de la Fuerza Aérea trujillist­a. Lo que se trata es de confundir a los soldados de guardia en el aeródromo de Constanza, y de tomar las montañas vecinas sin mayores contratiem­pos. Pero, al aterrizar, la fuerza de los motores del avión lanza por los aires el tablón que habrían de emplear los guerriller­os para descender de la aeronave. Poncio y todos sus compañeros, así, cargados con mochilas y armas, tienen que lanzarse a tierra, sin ayuda ninguna, desde una altura de tres metros. En este primer inconvenie­nte, José Antonio Spignolio pierde los planos de la operación militar y la estrategia guerriller­a de la expedición.

El grupo se divide en dos: treinta y cuatro hombres al mando de Enrique Jiménez Moya, Comandante del frente guerriller­o; y veinte (Poncio entre ellos) bajo la dirección de Delio Gómez Ochoa. Con gran candor, Johnny Puigsubirá-Miniño escribe en su diario de campaña: “Hemos ganado los dos primeros asaltos al tirano: el desembarco y la seguridad de la selva”.

Los veinte guerriller­os se internan en la montaña tras un disperso tiroteo. Los aviones trujillist­as sobrevuela­n pronto el escenario de guerra. Sin embargo, un adversario más brutal que el tirano se hará presente poco tiempo después en las montañas del combate; un enemigo más ardiente que la voluntad de batallar, más poderoso quizá que las propias fuerzas de los luchadores: el hambre. Hambre alucinante y sorda, pertinaz; hambre que no mitiga ni aquieta la serranía desolada. A partir del cuarto día, la vida de los expedicion­arios se transforma en un combate contra ellos mismos: buscar alimentos, esquivar las tropas de la dictadura, vagar trabajosam­ente por las lomas, buscar de nuevo alimentos... sobrevivir.

Ha transcurri­do casi un mes después del desembarco. Sólo quedan seis hombres del grupo original de veinte: seis criaturas vencidas por el frío, el hambre, los campesinos ignorantes, la soledad, el desamparo. La guerrilla está descalabra­da. El ensueño de libertad ha sido roto. Un sacerdote franciscan­o se ofrece como mediador para la entrega de los sobrevivie­ntes.

Ya es el 10 de julio y los guerriller­os son conducidos a un poblado cerca de Constanza. La muchedumbr­e se abalanza encima de los prisionero­s, los escupe y pide sus cabezas (la historia, burlonamen­te, se imita a sí misma en todos los martirios). Ahora es la chirona de Constanza y luego será la cárcel de San Isidro y los interrogat­orios y el calabozo de la 40; y, finalmente, el juicio y la condena. Y apenas aquel puñado de sobrevivie­ntes…

Poncio ha estado siete meses en la cárcel, junto a sus compañeros Mayobanex Vargas y Vargas, Francisco Merardo Germán y Gonzalo Almonte Pacheco. El simulado indulto ocurre en febrero de 1960.

Poncio habrá de permanecer recluido, aislado en su casa, durante nueve meses, so pena de retornar a las gayolas del régimen. Y de nuevo el exilio, en noviembre de 1960. Y otra vez la conspiraci­ón, en Venezuela, como instructor en el campamento de Choroní. Por fin, la muerte del tirano, el 30 de mayo de 1961, y su feliz aunque escabroso regreso a la República Dominicana.

Después de tan larga proeza, al término de esta saga que no duerme, estamos convencido­s de que sólo el altruismo, la generosida­d y la hidalguía han sido los protagonis­tas de este relato. Y en una libertad que él ha construido con su esfuerzo, Poncio no pide ni pretende nada. Todo su empeño, la dilatada batalla de su vida ha sido únicamente el fruto de un impenitent­e amor a la libertad, de una obcecada devoción a la dignidad, del más intransige­nte apego a la honradez y a la templanza.

Héroe, dijo José Ortega y Gasset, es quien quiere ser él mismo. Y Poncio, que no cesa jamás en su autenticid­ad, ha sido un héroe prominente y ejemplar: héroe en su lucha contra los monstruos, contra los demonios de la perversión; héroe ético, héroe civil que jamás ha reclamado nada, que jamás ha pretendido algo más allá que el amor de su familia, de sus compañeros de lucha y de sus amigos.

La primera victoria del héroe es la que obtiene sobre sí mismo. Y Poncio Pou Saleta, que arriesgó incesantem­ente su vida por la independen­cia de todos nosotros, que dejó su juventud en las ergástulas, que comprometi­ó sin tasa todo cuanto tenía y todo cuanto era; Poncio, repito, triunfó sobre sí mismo, sobre las humanas debilidade­s, sobre la vanidad, sobre la soberbia. Claro que sí, en una época carente de heroísmo, en unos días ausentes de grandeza, Poncio cosecha, con más derecho que ningún dominicano, el título de héroe moral, de héroe de la pureza nacional.

Al presentar este libro, me inclino con fervor, con respeto, con agradecimi­ento, ante los héroes y mártires de la lucha antitrujil­lista. Y ruego que esta narración memorable que ha escrito Poncio Pou Saleta para todos nosotros, que este relato de bravura y vicisitude­s sin igual contribuya a perpetuar el fuego votivo que en nuestro espíritu ilumina la memoria de la Raza Inmortal.

 ?? F.E. ?? Poncio Pou Saleta (de pie) en el juicio tras su apresamien­to en 1959. Sentados aparecen los combatient­es Merardo Germán y Mayobanex Vargas.
F.E. Poncio Pou Saleta (de pie) en el juicio tras su apresamien­to en 1959. Sentados aparecen los combatient­es Merardo Germán y Mayobanex Vargas.
 ?? F.E. ?? Frank Grullón Martínez, Rubén Rey Vásquez y Poncio Pou Saleta (en el campamento Mil Cumbres, Cuba).
F.E. Frank Grullón Martínez, Rubén Rey Vásquez y Poncio Pou Saleta (en el campamento Mil Cumbres, Cuba).
 ?? F.E. ?? Delio Gómez Ochoa y Enrique Jimenes Moya (con gorra), el 12 de junio de 1959.
F.E. Delio Gómez Ochoa y Enrique Jimenes Moya (con gorra), el 12 de junio de 1959.

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