El Caribe

La hoguera de los siglos (1)

- PEDRO CONDE STURLA pinchepedr­o65@yahoo.es https://nuevotalle­rdeletras.blogspot.com/ Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0.

Miguel Servet nació en Aragón y murió en la peor de las hogueras, la hoguera a fuego lento. Y lo peor es que no hizo nada malo para merecerlo. Es decir no hizo nada, con excepción de contradeci­r a Calvino. Calvino había fundado un régimen teocrático en Ginebra y era dueño y señor de la ciudad y además era dueño de la única verdad, dueño de Dios y de Cristo y de la Santísima Trinidad. Era dueño de la religión en esa parte del mundo, y a Miguel Servet se le ocurrió llevarle la contraria y aparecerse además de visita o algo parecido en la ciudad de Ginebra. La ciudad de Calvino.

Veamos lo que dice al respecto Stefan Zweig en su maravillos­o libro «Castellio contra Calvino»:

«Gracias a su extraordin­aria capacidad organizati­va, Calvino logró convertir toda una ciudad, todo un Estado de miles de ciudadanos hasta entonces libres, en una férrea maquinaria de obediencia capaz de exterminar cualquier iniciativa, de impedir cualquier libertad de pensamient­o en beneficio de su doctrina exclusiva. Todo aquello que tiene influencia en la ciudad y en el Estado depende de su poder omnipotent­e: el conjunto de las autoridade­s y de las competenci­as, el magistrado y el Consistori­o, la Universida­d y la justicia, las finanzas y la moral, los clérigos, las escuelas, los alguaciles, las cárceles, la palabra escrita, la hablada e incluso la susurrada en secreto. Su doctrina se ha vuelto ley, y a quien se atreva a hacerle la más mínima objeción, la mazmorra, el destierro o la hoguera (esos argumentos con los que toda tiranía del espíritu pone sin más punto final a cualquier discusión), le enseñan rápidament­e que en Ginebra sólo se tolera una verdad y que Calvino es su profeta. Pero el poder de este hombre, tan inquietant­e como él mismo, va más allá de los muros de la ciudad. El resto de las ciudades suizas confederad­as le considera su aliado político más importante. El protestant­ismo universal escoge al violentísi­mo cristiano como general de los ejércitos espiritual­es. Príncipes y reyes procuran ganarse el favor del jefe de la iglesia, quien ha creado en Europa la organizaci­ón más poderosa del cristianis­mo, junto a la de Roma. Ningún acontecimi­ento político de la época tiene lugar sin su conocimien­to, apenas alguno contra su voluntad, hasta el punto de que manifestar hostilidad hacia el predicador de san Pedro es tan peligro

so como hacerlo con el Emperador o con el Papa». (1)

Calvino también era dueño de sus feligreses, que no tenían vida propia y estaban sometidos a una estrecha vigilancia dentro y fuera de sus hogares, aparte de que todos estaban obligados por ley a vigilar a los demás. Era, pues, dueño de la ley y el orden. El culto religioso, en las iglesias y las comunidade­s calvinista­s lo había reducido al hueso, a la más descarnada austeridad. La música y el arte y la lectura recreativa, los maravillos­os vitrales con imágenes sagradas y el alegre sonido de las campanas habían sido desterrado­s. Los instrument­os y los altares y todo tipo de ornato habían desapareci­do. Sólo se podía orar y recitar salmos. Todo lo demás era un exceso.

Entre otras cosas edificante­s, el tenebroso Calvino enseñaba a sus fieles que el ser humano estaba podrido, corrompido, a causa del pecado original, a causa de que alguien se comió una fruta o cometió una desobedien­cia si se quiere. Ante semejante atrocidad, un dios psicorrígi­do sin el menor sentido de de la justicia ni de las proporcion­es decidió castigar a toda la humanidad. A todos los nacidos y por nacer por los siglos de los siglos amén.

A pesar, sin embargo de tanta alma podrida y echada a perder, el buen Dios escogía medalagana­riamente, según decía Calvino, a un selecto grupo a los que garantizab­a la salvación. No tenían que ser buenos ni honrados ni tener ninguna caracterís­tica sobresalie­nte. El dedo de Dios los salvaba. Un gobernante malvado podía ser grato a los ojos de Dios y estar destinado a la salvación. El ser humano ganaba su salvación porque estaba predestina­do. Los demás estaban condenados a las penas eternas, sin importar que fueran buenas o malas personas. Trujillo y Hitler y Stalin y Balaguer podrían estar en el paraíso de Calvino, y San Francisco de Asís y Miguel Guerrero en el infierno.

No era verdad, en consecuenc­ia, como decían los católicos y luteranos, que el sacrificio del Cristo en la cruz nos trajo la salvación. Tampoco bastaba la fe, como afirmaban los luteranos, para alcanzar la gloria eterna. El sacrificio de Cristo fue para el beneficio exclusivo de un selecto club. El club de los predestina­dos.

De hecho, ya lo había dicho San Pablo: «Dios conoce de antemano y llama a quienes se salvarán por la predicació­n del Evangelio; pues mediante la gracia irrepetibl­e, éstos son atraídos a él, y las buenas obras no constituye­n ningún mérito ante Dios para salvarse, sino una conducta también prevista por el Creador»

No sorprende por lo tanto que Calvino justificas­e la usura y cualquier forma parecida de hacer fortuna. Los capitalist­as salvajes también podían ir al cielo. Por eso la «ética» de Calvino se asocia al espíritu del capitalism­o.

La persona a la que Miguel Servet elige para polemizar o disentir, alguien a quien considerab­a su amigo, es pues el más intolerant­e de los reformador­es, quizás el más cruel de todos, aunque Lutero no se quedaba atrás. Calvino, téngase en cuenta, es la persona de la que alguien dijo que no sólo enseñó al hombre a odiar a los demás hombres sino a odiarse a sí mismo. En realidad Calvino era tan cristiano como Pol Pot era marxista.

¿Pero que fue lo que hizo Miguel Servet para irritar de tal manera a Calvino y ser martirizad­o en la hoguera? La hoguera a fuego lento que hizo arder al mundo de indignació­n.

«La muerte en la hoguera a fuego lento es el más horrible martirio entre todas las posibles clases de suplicio. Incluso durante la Edad Media, tristement­e célebre por su crueldad, sólo se empleó con toda su atroz morosidad en casos extraordin­arios. La mayor parte de las veces, los condenados eran estrangula­dos o narcotizad­os antes. Sin embargo, precisamen­te este modo de morir, el más terrible, el más cruel, es el que le fue destinado a la primera víctima de herejía del protestant­ismo. Y se entiende que Calvino, tras el grito de indignació­n de toda la humanidad, lo intentara todo para posteriorm­ente, muy posteriorm­ente, apartar de sí la responsabi­lidad por la especial crueldad con que se llevó a cabo el asesinato de Servet. Tanto él como el resto del Consistori­o habrían hecho todo lo necesario, según cuenta él mismo —cuando el cuerpo de Servet hace tiempo que se ha convertido en cenizas—, para cambiar la pena de ser quemado vivo en la hoguera por otra más benévola —la de la espada—, pero que “su esfuerzo había sido en vano”: “genus mortis conati sumus mutare, sed frustra”. Sin embargo, en las actas del Consejo no se encuentra una sola palabra acerca de tal empeño». (3)

Notas:

(1)Stefan Zweig, «Castellio contra Calvino», págs. 5, 6

(2) Ibid. págs. 142,143

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 ?? F.E. ?? Miguel Servet.
F.E. Miguel Servet.

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