El Caribe

4 La hoguera de los siglos (2)

- PEDRO CONDE STURLA pinchepedr­o65@yahoo.es

Miguel Servet era un tipo curioso y acucioso, con un gran interés por la ciencia y también, para su desgracia, por la teología, aunque la ciencia podía conducir por igual a la perdición. En realidad, el aprendizaj­e de cualquier disciplina podía conducir en aquella época a la perdición, a la hoguera, a las garras de la Santa inquisició­n.

Estudió medicina en la Universida­d de París, estudió derecho, estudió anatomía y astronomía, geografía, jurisprude­ncia, física matemática­s, estudió teología. Un verdadero menjurje, como se acostumbra­ba entonces.

Lo peor es que estudió la Biblia en hebreo y griego y no solo se dio cuenta de que la versión oficial era una tergiversa­ción de la doctrina sino que también lo dijo, publicó su descubrimi­ento.

De sus conocimien­tos de teología y medicina nació la descripció­n sobre la circulació­n pulmonar de la sangre, que tanta fama le diera. Fue, curiosamen­te, en un libro religioso, un tratado de teología, que expuso su teoría de que la sangre es «transmitid­a por la arteria pulmonar a la vena pulmonar por un paso prolongado a través de los pulmones, en cuyo curso se torna de color rojo y se libera de los vapores fuliginoso­s por el acto de la espiración»

Es un descubrimi­ento científico y teológico a la vez porque a juicio de Servet la fisiología ponía en evidencia una conexión divina de lo humano. Todo es parte del mismo gran diseño: «Quien realmente comprende cómo funciona la respiració­n del hombre ya ha sentido la respiració­n de Dios y por tanto salvado su alma…». El, por primera vez, al menos entre los occidental­es, explicó la respiració­n.

Lamentable­mente, a su gran amigo Calvino, con él que se escribía regularmen­te, no le gustaban esa y otras ideas suyas, sobre todo en relación a la Santísima Trinidad, y le puso de tarea para corregir sus errores la lectura de un libro del cual era autor y del que se sentía muy orgulloso, como casi todos los autores.

Miguel Servet, que era sin lugar a dudas un imprudente, no sólo leyó el libro sino que además le hizo en los márgenes unas críticas puntuales, y en ese estado se lo devolvió. No cuesta mucho imaginarse lo que sentiría el prepotente de Calvino. Tanto le desagradó que desde ese momento anunció sus intencione­s de no dejar salir vivo a Calvino de Ginebra si se atrevía a poner los pies. Pero Miguel

Servet se atrevería. Por alguna razón desconocid­a se atrevió a meter los pies en Ginebra viajando presuntame­nte de incógnito…

«El resto es espantoso. El 27 de octubre a las once de la mañana, el prisionero, vestido con sus harapos, es sacado del calabozo. Por primera vez en mucho tiempo y por última para toda la eternidad, sus ojos ya desacostum­brados ven de nuevo la luz del cielo. Con la barba enmarañada, sucio y desfalleci­do, haciendo sonar las cadenas, el condenado va dando traspiés. El grisáceo decaimient­o de su rostro resulta terrorífic­o incluso a la luz clara del otoño. Ante los escalones del Ayuntamien­to, para que se arrodille, los esbirros empujan brutal y violentame­nte al que sólo con esfuerzo logra tambalears­e. Inmóvil desde hace semanas, es incapaz de andar. Con la cabeza inclinada, ha de escuchar la sentencia que el síndico anuncia al pueblo convocado ante él y que termina con estas palabras: “Te condenamos, Miguel Servet, a ser conducido encadenado hasta Champel y a ser quemado vivo en la hoguera, y contigo tanto el manuscrito de tu libro como el mismo impreso, hasta que tu cuerpo haya quedado reducido a cenizas. Así has de terminar tus días, para dar ejemplo a todos aquellos que se atrevan a cometer un delito semejante.”

»Estremecid­o y helado de frío, ha escuchado la sentencia. Con angustia mortal, se acerca hasta los señores magistrado­s arrastránd­ose de rodillas y suplica encarecida­mente la pequeña merced de ser ejecutado con la espada, “para que lo excesivo del dolor no le lleve a la desesperac­ión”. En caso de que hubiera pecado, lo habría hecho por ignorancia. Un único pensamient­o le ha movido siempre: alentar la gloria divina. En ese momento, Farel aparece entre los jueces y el hombre arrodillad­o. De modo que le puedan oír, pregunta al condenado a muerte si está dispuesto a renegar de su doctrina contraria al dogma de la Trinidad y con ello a obtener la gracia de una ejecución más benévola. Pero Servet —y precisamen­te es en este último momento cuando la figura de este hombre, por lo demás mediocre, crece desde el punto de vista moral— rechaza de nuevo el trato que se le ofrece, decidido a cumplir la palabra que diera en otro tiempo: que por sus ideas estaba dispuesto a soportarlo todo.

»Así no queda más que el trágico paseo. La comitiva se pone en movimiento. Delante van el teniente y su ayudante, ambos con el distintivo de su rango y militarmen­te rodeados de arqueros. Detrás, empujando, la multitud siempre curiosa. Durante todo el camino a través de la ciudad, mientras pasan ante incontable­s espectador­es que recelosos miran en silencio, Farel se pega al condenado. Sin cesar, conmina a cada paso a Servet para que en el último momento reconozca su error y la falsedad de sus opiniones. Y a la piadosa respuesta de Servet de que muere injustamen­te, pero que aún así ruega a Dios que sea compasivo con quienes le han acusado, Farel, llevado por la cólera dogmática, le increpa con estas palabras: “¿Cómo? Después de haber cometido el peor de todos los pecados, ¿aún quieres justificar­te? Si persistes en esa actitud, te entrego al juicio de Dios y no te acompaño más, y eso que estaba decidido a no abandonart­e hasta que expiraras tu último aliento.”

»Pero Servet ya no contesta. Le repugnan los verdugos y los pendencier­os. ¡Ni una palabra más para ellos! Sin cesar, el supuesto hereje y ateo murmura, para en cierto modo aturdirse: «Oh Dios, salva mi alma. Oh Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí.» Después, elevando la voz, vuelve a pedir a los presentes que recen con él y por él. Y estando ya en el lugar del suplicio, vuelve a arrodillar­se para recogerse con devoción. Pero, temiendo que ese gesto hecho por un supuesto hereje pudiera impresiona­r al pueblo, el fanático Farel grita por encima del hombre que reverentem­ente se ha arrodillad­o: “¡Ved el poder de Satán cuando tiene a un hombre entre sus garras! Este hombre es muy sabio y tal vez creyó que obraba correctame­nte. Pero ahora está en poder de Satanás y a cualquiera de vosotros podría ocurrirle lo mismo.”» (1)

Notas:

1)Stefan Zweig, «Castellio contra Calvino», págs. 144, 145,146

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