El Caribe

El día que dejé el Conservato­rio

- MIGUEL GUERRERO mguerrero@mgpr.com.do / @guerreromi­guele

Al rememorar los que fueron mis años de infancia y adolescenc­ia, siento en esta etapa de la vida que tal vez mi verdadera pasión, no mi vocación, fue siempre la música. Aún recreo aquellos lejanos tiempos de escasez, cuando el miedo a la tiranía normaba la vida familiar, en aquella pequeña y modesta casa de la calle Fabio Fiallo, entonces Benefactor, en las que tendido sin camisa en el piso para amortiguar el calor, solía quedar maravillad­o escuchando a los grandes compositor­es clásicos. Fue tal vez el concierto número uno para violín de Pag anini o I ntroducció­n y Rondó Caprichoso de Saint Saënz interpreta­dos por el francés Zino Francescat­ti, en el programa que transmitía todas las tarde HIZ, lo que produjo esos primeros escalofrío­s, que se sienten en la espalda, y de cuyo recuerdo nunca me he podido liberar.

No tengo claro si fue él u otros grandes violinista­s como Yehudi Menuhin, Isaac Stern, Jascha Heifetz y Giddon Kremer, todos judíos, cuyas interpreta­ciones solían oírse a diario por esa emisora, puedan ser los responsabl­es de esa primera frustració­n personal de no poder valerme de ese instrument­o milagroso.

En aquellos tiempos se requería de muchos recursos para estudiar música y aunque el conservato­rio quedaba al otro lado del Parque Hostos, entonces Ramfis, intentarlo era fastidioso. Se pa

En aquellos tiempos se requería de muchos recursos para estudiar música y aunque el conservato­rio quedaba al otro lado del Parque Hostos, entonces Ramfis, intentarlo era fastidioso”.

saba uno horas enteras en el libro de solfeo, marcando el compás y cantando las notas, sin salirse durante meses de la clave de Sol, sin llegar a las demás, y sin tener contacto con el instrument­o.

Cuando por fin pusieron uno en mis manos, era una viola, y el sonido al pasar el arco me resultó desgarrado­r, porque no poseía alma, el diminuto pedazo de madera interior que le da vida y sentido al instrument­o. Y todos comprendem­os en algún momento de la vida que en el alma está el sentimient­o y sin ella no puede haber buena música. Ese día me olvidé del conservato­rio.

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