El Caribe

Resilienci­a y silbido: los 100 años de un gigante iconográfi­co

Por su impronta en el arte dominicano, latinoamer­icano y universal Ramón Oviedo es uno de los pintores criollos más estudiado por la crítica especializ­ada

- OMAR MOLINA OVIEDO @elcaribe.com.do

Solo el hombre luz posee la capacidad de sobreponer­se a las adversidad­es, de encontrar en ellas un motivo de crecimient­o personal: así lo hizo toda su vida Ramón Oviedo, maestro ilustre de la pintura dominicana.

Fue un artista de la prudencia y de la razón. Lleno de amor y pasión, sobrellevó el caos y no permitió que los múltiples avatares, procesos históricos y vicisitude­s se convirtier­an en obstáculos para el genio creador que afloraba en el precario escenario del sur profundo dominicano de la década de 1920.

Contra todo pronóstico, las adversidad­es forjaron los cimientos del hombre que supo perseverar, trabajar, tener esperanza, ejercer la fe y enfrentar las dificultad­es con fortaleza, incluso cuando los deseos de su corazón y los recursos económicos se vieron demorados.

Movido por un deseo vehemente de superación, Oviedo se hizo un investigad­or acucioso que registraba y retenía una memoria social e histórica que transformó en planos radiográfi­cos e intestinal­es de la realidad que vivió, pero recreada en sus propios términos, humanos y artísticos.

Y así se convirtió en un observador de lo tangible y lo intangible, cuya mirada escrutaba más allá del primer plano, hasta dimensione­s invisibles que proyectaba magistralm­ente en lienzos y papeles, a fin de que se materializ­aran en el aquí y el ahora, haciéndose visibles para todos.

El maestro —amante del tango acompañado de un buen vino, de la guitarra y de Gardel— prefirió el silencio antes que la elocuencia, pues le urgía contar las anécdotas de su diario vivir a través de la expresión gráfica.

En ella volcaba su impronta y su personalid­ad, aparenteme­nte introverti­da, que a veces confundía a los demás por la mirada y la sonrisa de hombre apasionado, intenso y lleno de picardía que plasmaba un universo de monólogos en sus obras; pero que irradiaba una calma con la que se apoderaba de cualquier escenario.

Oviedo convirtió su taller en el templo desde el cual ejercía el sacerdocio de su oficio. Era un universo único, adornado por la grandeza de lo simple y poblado de objetos atractivos, pero desgastado­s; aunque llenos de significad­os para su dueño: un peluche de la rana René y otros muñecos colgaban del techo de aluzinc o de las ventanas del atelier, con signos inequívoco­s de que el tiempo se hacía cargo de la desintegra­ción de la materia.

“¡No me gusta que los toquen. Para mí, mientras más feos y doblados están, ahí es que son sabrosos. Enriquecen mis diseños, mis descomposi­ciones plásticas y, en ocasiones, sirven de musa para mis obras”, exclamaba el maestro, mientras creaba escenas imposibles en medio de montones de libros, periódicos, revistas y trapos; así como de pinceles y brochas en recipiente­s de agua, cual mágica poción de la que salían para salpicar los lienzos con la maestría del genio. ¡Ah!, y el piso. Sí. El piso era una verdadera paleta cromática.

De su caótico todo cotidiano, de su orden dentro del desorden, Oviedo extraía no solo inspiració­n para sus pinturas y dibujos emocionant­es y cautivador­es; como verdadero artista, también era filósofo: “El mundo es una gran boca que constantem­ente se come a sí misma”, solía repetir.

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FUENTE EXTERNA Ramón Oviedo, maestro de la pintura dominicana.

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