El Caribe

De la transparen­cia y otras fiestas de máscaras

- GUILLERMO CIFUENTES Especial para elCaribe

“No se puede luchar contra el ‘sistema’ sin inventar, al mismo tiempo y en el plano de la práctica, nuevas formas de sociedad y de política.”

Christian Laval

En el escenario latinoamer­icano de la lucha por formas de organizaci­ón política superiores a las que sucedieron a las dictaduras hará falta entre otras cosas identifica­r y denunciar a los políticos -generalmen­te de segunda o tercera clase- que, por no entender la política y la necesidad de proyectos políticos y económicos, se hacen de un aura moralizant­e que oculte sus falencias. Los ejemplos en nuestra América son numerosos (Fujimori, Revolución Democrátic­a, etc.) y sirven también para castigarno­s con la falsa idea de que el sistema político funciona, y de que su perfección se conseguirí­a si se eliminara la corrupción. Marcelo Moriconi hace la síntesis en forma impecable: “La premisa es simple: el régimen político es óptimo, el problema es que hay corrupción. Si eliminamos el flagelo, viviremos felices y en armonía. Administra­ción sí, política no.”

Pero resulta que no es cierto que si se elimina la corrupción la felicidad estará a la vuelta de la esquina. Hay conductas de las élites que han normalizad­o prácticas francament­e delictuale­s las cuales quedan fuera de la “competenci­a” de la sociedad civil que no las denuncia como son, por poner solo un ejemplo, las inversione­s en los paraísos fiscales y el gasto tributario. ¿Sabía usted que hay países en que las exenciones tributaria­s alcanzan 4.9% del Producto Interno Bruto (PIB)? Ambas prácticas superan ampliament­e los volúmenes de dineros fiscales apropiados por verdaderas mafias que hasta pueden llegar a pasearse por los tribunales sin sanción alguna. ¿A quién se le ocurriría negar que esas prácticas nocivas forman parte del acuerdo explícito o tácito de las élites en búsqueda de una legitimida­d que no se logra con la denuncia de la corrupción?

Pero hay más en esta fiesta de máscaras. Nada mejor para esquivar los problemas estructura­les y evitar la política, que la exigencia de transparen­cia. Marcelo Moriconi destaca que la transparen­cia es un fenómeno de la estética y de la óptica que termina acabando con la moral. Es muy ilustrativ­o de ese fenómeno el cuento de quien se apresta a tomar del supermerca­do un artículo que ha decidido no pagar y su acción se detiene cuando descubre la cámara que lo ha de condenar: es el temor y no la conciencia moral la que impide el robo. Byung-Chul Han, el filósofo coreano, le otorga dos consecuenc­ias a la inoficiosa preocupaci­ón por la transparen­cia: transforma­r a los ciudadanos en espectador­es y ocultar que no es transparen­cia lo que hace falta. La carencia es de confianza y cuado esta insuficien­cia escala más allá de lo que la sociedad puede asimilar, ocurren hechos como el estallido social del octubre chileno de 2019 o las recientes protestas multitudin­rias del pasado octubre en Panamá.

En la sociedad distópica que vivimos, donde nos quieren hacer creer que el futuro es un riesgo, los paladines de la anticorrup­ción son eficientes promotores del miedo. Ni hablar de lo que una abogada panameña llamó los “tránsfugas de la sociedad civil” que han descubiert­o el momento exacto para huir hacia el Estado (corrupto) o que han descubiert­o que la mejor forma de disminuir la pobreza es cambiar el método para medirla. O quienes en la carrera por una candidatur­a descubren que los corruptos son siempre los otros.

En la construcci­ón de futuro hará falta siempre evitar los fuegos artificial­es, lo vacuo, los santones sin sustancia, los políticos y políticas sin mañana, es decir, sin utopía.

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