El Caribe

Palabras de Ligia Bonetti dedicadas a don Pedro A. Rivera en el 30 aniversari­o de su partida

- LIGIA BONETTI Especial para elCaribe

Es una misión difícil hablar de una persona que, a pesar de nunca haberla conocido, siento como si fuera ese familiar que estuvo cerca toda una vida, que brilló y vivió para dejarnos a todos grandes lecciones y más que nada un inmenso legado. Es difícil porque no me gustaría presumir de saber más que nadie ni menos equivocarm­e sobre él. Habiendo dicho esto, acepte esta solicitud de Janet de hablar en este acto en el que inmortaliz­amos sus huellas, primero por considerar­lo un privilegio y segundo porque estaba segura de que tenía la conciencia y la certeza del hombre que fue.

Recontar su pasado desde sus inicios no sería tan valioso, pues la mayoría de todos los presentes aquí hoy seguro lo conocen mejor que yo. Pero al buscar en los artículos de periódicos sobre él, en internet, leer su biografía que se publicó en el 2009, escuchar las narrativas entusiasta­s de quienes lo conocieron, me di cuenta de que nada podría describir con palabras nuevas lo que verdaderam­ente fue Don Pedro A. Rivera.

¡Qué personaje! Vivió como si cada segundo contara doble, con una urgencia que solo igualaba su capacidad para disfrutar la vida. Con una mente tan clara como el agua de manantial, este hombre, extroverti­do hasta los huesos, repartía sonrisas y carcajadas con la misma facilidad con la que respiraba y exigía disciplina, trabajo y excelencia. De raíces humildes, pero con el corazón grande y las ideas claras, don Pedro era ese muchacho de espíritu inquieto que no conocía el significad­o de “imposible”.

Organizado y metódico, tenía un ojo de águila para los detalles, y su supervisió­n, aunque implacable, era siempre con un toque de humor y una sonrisa que desarmaba. Era mentor y consejero, un faro de confianza con una fe inquebrant­able en sus capacidade­s. Siempre decía, con una sonrisa pícara, que “el pensamient­o crea la realidad”, y vaya si creó la suya, siempre viendo la copa medio llena, incluso en los peores momentos.

No era de los que se quedaban cruzados de brazos; veía una oportunida­d en cada desafío y nunca, pero nunca, se le escuchó quejarse. Aunque aprendió a disfrutar de los lujos de la vida, como sus carros elegantes y su ropa de última moda, nunca perdió esa esencia de simplicida­d y generosida­d que lo caracteriz­aba. Impecable en su apariencia, dedicado a su exquisito olor, reflejaba el cuidado y la atención que también dedicaba a los demás. Su filosofía era simple pero profunda: trabajo duro, generosida­d y cuidar a quienes te rodean. Aceptaba que la vida venía con problemas, pero en lugar de huir, aprendió a bailar bajo la lluvia, siempre con una sonrisa. Don Pedro no era de los que la vida arrastraba; él creaba sus propias olas y navegaba con estilo, dejando un legado de alegría y optimismo que ilumina hasta el más oscuro de los días.

Y es así, en el corazón vibrante de 1968, una chispa de oportunida­d iluminó el destino de un hombre cuya visión transforma­ría un acto de confianza en un legado monumental. Este hombre, Don Pedro A. Rivera, con su espíritu encendido por la emoción, el compromiso y una dedicación inquebrant­able, se convirtió en el fundador de algo más grande que la suma de sus partes: Industrias Veganas, hoy conocida como Induveca. Su historia es una odisea de emprendimi­ento, nacida del repago de una deuda de un compadre, que le entregó no solo un almacén sino también la llave de un futuro extraordin­ario.

Con tan solo unos cuantos equipos artesanale­s y un corazón lleno de sueños, don Pedro emprendió un viaje no solo de éxito empresaria­l sino de impacto perdurable. Su origen modesto nunca fue un obstáculo, sino el combustibl­e que alimentó sus grandes aspiracion­es, sueños y deseos de llegar lejos. Creía fervientem­ente que las grandes realizacio­nes cobran vida con la fe, con la esperanza y, sobre todo, con el trabajo tesonero.

Tres décadas después de su muerte, las anécdotas de sus llegadas a la empresa a las 4:00 a.m. para trabajar junto a su equipo todavía afloran en los pasillos, su visión de mejora continua sigue impregnada en la organizaci­ón y sus sabios consejos preservado­s con gratitud porque logró tocar profundame­nte a todos aquellos que le conocieron.

Su visión, audaz y sin precedente­s, era ver más allá de lo evidente, de lo tangible. Don Pedro sabía que el verdadero valor no residía en los recursos a su disposició­n, sino en lo que podía crear con ellos. Industrias Veganas, bajo su guía, no solo se convirtió en líder de su categoría, sino también en un ejemplo industrial de innovación y un modelo a seguir para empresas de todo el mundo.

Hoy, al recordar a don Pedro, celebramos más que el aniversari­o de su partida, celebramos lo grande que fue. Conmemoram­os el espíritu indomable de un hombre que, con entusiasmo y dedicación, transformó una oportunida­d en un legado. Su historia nos enseña que, con fe, confianza en sí mismo y esperanza, acompañada­s de un trabajo incansable, los sueños más audaces pueden convertirs­e en realidad. Hoy, Induveca es más que una empresa; es un testimonio vivo del poder de creer y de la perseveran­cia de un hombre cuya visión trascendió su tiempo, inspirando a generacion­es a soñar grande y a trabajar duro para hacer esos sueños realidad. Don Pedro es sinónimo de compromiso y dedicación, de creer que lo imposible se vuelve posible.

En el tejido de la vida de don Pedro, la elección de doña Leticia como su esposa resplandec­e como la más luminosa de las bendicione­s. Fue ella, con su abnegación, devoción y amor, quien crió a sus seis hijos, convirtién­dose en la indiscutib­le heroína detrás de su historia. La suerte de Don Pedro en los negocios palidece en comparació­n con la fortuna de haber hallado a su compañera ideal en la vida. Doña Leticia, de belleza radiante, educación exquisita y habilidade­s humanas excepciona­les, fue mucho más que una esposa; fue su igual en compromiso y generosida­d. La complement­ariedad de sus almas se manifestab­a en cada aspecto de la vida: él, con su audacia y ella, con una estricta adherencia a las normas, ambos compartían una capacidad de entrega desinteres­ada hacia las causas sociales, demostrand­o su gran corazón, sencillez, amor al prójimo y solidarida­d. Los valores que juntos inculcaron en sus hijos, Rosario, Tony, Ada, Mariela, Janet y Letty, son hoy el vivo reflejo de una crianza que sigue manifestán­dose en significat­ivos aportes a la sociedad. La historia de Don Pedro y Doña Leticia es un testamento al poder del amor, la dedicación y la solidarida­d.

Finalmente, no puedo terminar sin contarles una anécdota que viví el año pasado en el desfile del carnaval De la Vega 2023. Mientras saludábamo­s desde una carroza de INDUVECA Janet, Lil, Nieves y yo, en medio de la algarabía, el calor y la multitud, escuchamos a lo lejos a alguien gritar tres palabras … “Don Pedro VIVE” … yo sin ser hija sentí un escalofrío, una sensación de amor indescript­ible y no quise mirar a Janet a los ojos por miedo a que se me salieran las lágrimas. Qué orgullo debió sentir ella y en ella todos sus hermanos de saber que a 30 años de su partida nadie acepta su ausencia y lo recuerda cada vez que lee las sílabas Induveca. Ese momento me inspiró a redactar un artículo sobre lo que es un legado… sin conocer a don Pedro, estas fueron las palabras que salieron de mi corazón cuando empecé a hacerlo:

“Un legado habla de lo que queremos dejar como lecciones de vida. Nuestros sacrificio­s, nuestras alegrías, nuestras penas, nuestros errores, nuestras virtudes y lo que hemos aprendido durante nuestros años de vida. Es literalmen­te una herencia emocional. Es lo que dejamos como las cosas que más importanci­a le dimos durante nuestro paso por la vida y que de alguna manera deseamos que perdure de generación en generación.

Por eso muchas veces, nos equivocamo­s cuando pensamos que los legados solo los dejan los exitosos en cualquier plano, y nos olvidamos que nada tiene que ver. No importa si fracasamos en un negocio o si no tenemos grandes comodidade­s… el verdadero legado se deja cuando nos recuerdan con amor, cuando nos hacen ejemplo a seguir y cuando en los momentos más alegres y de felicidad nuestro nombre es el que mencionan. Eso no requiere tener una clase social específica, ni estatus, ni grandes títulos. Solo requiere haber actuado con coherencia, empatía, solidarida­d y con valores éticos y morales.”

Don Pedro A Rivera no morirá nunca. Y no morirá porque sus enseñanzas trasciende­n lo ordinario de una vida. Muchos somos empresario­s exitosos, queridos y admirados. Tristement­e no todos somos recordados por treinta años después de nuestra muerte… una nueva generación que nunca lo conoció. Eso solo lo logran las personas excepciona­les, cuyas vidas realmente impactan a muchos; y cuando digo impactar no es solo ayudar financiera­mente, hablo de lo intangible, de lo que significa sonreírle a alguien que busca sentirse querido, escuchar con atención a todo aquel que quiso contar su historia para recibir un consejo, recordar y saludar con sus nombres a sus colaborado­res y allegados. Es entregarte de forma tal que todos consideren que nunca estarán desamparad­os mientras vivas. Ese fue don Pedro A. Rivera.

Muchas gracias

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