Nostalgias de un mar ajeno/ Navegando con Braudel (1 de 3)
El mar sonríe a lo lejos. Dientes de espuma, labios de cielo. --¿Qué vendes, oh joven turbia, con los senos al aire? --Vendo, señor, el agua de los mares--. Federico GARCÍA LORCA
El azul viste al azul de una estridencia y, vibración loca, funde, borra y confunde. Se crea así el mar, desnudez segunda. Abdelmajid CHORFI
La advertencia es del gran Albert Camus: “El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar, que no es el mismo que el de las brumas” y “ciertos atardeceres –en el mar, al pie de las montañas— cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía y, desde las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada”.
Europa, Asia y África se mezclan en sus aguas. Los tres grandes dogmas ensangrentaron de idolatría sus marejadas. El mar de Ulises y Nausícaa, de los fenicios, de Roma, de los piratas berberiscos y las galeras venecianas. El más civilizado de los mares: el Mediterráneo. En ese claustro abrieron los ojos Platón, Julio César y Leonardo. Frente al azulado cristal de sus enigmas, la ontología y la ciencia amasaron la arcilla del hombre contemporáneo.
En la orilla incesante del Mare Nostrum, tres modos de vida, tres civilizaciones maduran. La Cristiandad (digamos: Occidente): poblada de iglesias románicas y barrocas hasta el océano y el mar del Norte, hasta el Rhin y el Danubio; tocando inclusive los flancos del imperio de Carlos V donde el sol nunca se tiende. El Islam, legatario del Cercano Oriente: amo de ciencias y de cogniciones antiquísimas cuyo ímpetu subleva los abismos de arena, desde La Meca hasta El Cairo. Damasco y Bagdad. El universo Ortodoxo: “síntesis de la cultura helenística y de la religión cristiana con la forma romana de Estado”, nacido en 395 dentro de la pars orientis y convertido en el imperio griego de Bizancio, con los Balcanes, Rumanía, Bulgaria, Yugo
slavia casi toda, Grecia misma y la Rusia ortodoxa e infinita…
Orientado a descifrar los enigmas de este mar, el francés Fernand Braudel (un miembro ilustre de la escuela de los Annales, para muchos el más grande historiador del siglo XX) postula un nuevo relato, distinto del argumento convencional. Será una perspectiva desviada de las tradiciones decimonónicas y cimentada en la comprensión de los ciclos largos, con una mayor atención a las estructuras económicas, a los vastos conglomerados culturales, a los flujos demográficos y a la geografía.
Al distinguir entre el tiempo corto y la larga duración, Braudel se apoya en la noción de estructura a modo de herramienta analítica. Él dice: “Una estructura es una organización, una coherencia, unas relaciones suficientemente fijas entre realidades y masas sociales. [..] indudablemente un ensamblaje, una arquitectura; pero más aún, una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar. Y transformar”.
La Segunda Guerra Mundial influyó en el pensamiento de Braudel al inspirarle su más grande aporte: el concepto de las tres duraciones aplicable al estudio de las metamorfosis históricas. En el ‘tiempo largo’, con el transcurrir más lento, los cambios duran milenios para construir “una historia casi inmóvil del hombre en sus relaciones con el medio que le rodea”. El ‘tiempo medio’ fluye con cadencia de siglos, en los que cambian los rasgos superficiales de un proceso. aunque dejando pistas visibles que identifican su naturaleza primigenia. Y el ‘tiempo corto’, de cambios acelerados (en meses, días, segundos), de muy difícil comprensión y registro, cual fugitivo y “efímero polvo de la Historia…”.
Con nobilísima prosa, el historiador francés indaga aquí desde la prehistoria hasta asomar la antigüedad de la civilización Mediterránea. Partiendo de Heródoto y Plinio el Viejo, hasta el arribo a la fundación de Constantinopla y la irrupción del cristianismo. (PDM)
LA CIVILIZACIÓN MEDITERRÁNEA
Fernand BRAUDEL
Con Roma victoriosa, el Mediterráneo sigue siendo él mismo. Diferente en función de los lugares y las épocas, sigue teniendo todos los colores imaginables, pues nada, en este mar de antigua riqueza, se borra sin dejar huella o sin volver, un día u otro, a la superficie. Al mismo tiempo, el Mare Nostrum, en la medida en que siglos apacibles multiplican los intercambios, tiende a una cierta unidad de color y de vida. Esta civilización que se está construyendo es el gran personaje que se distingue entre todos los demás.
Corrientes y contracorrientes
Esta civilización es, en primer lugar, el idioma de los vencedores, la religión latina, la «forma de vida» romana. Ganan fácilmente terreno tras la conquista de las legiones, por ejemplo en África del Norte hasta la época tardía de Septimio Severo (193-211); en Dacia, tras las victorias violentas de Trajano; en Galia, hasta el siglo I d. C, con curiosísimos avatares: «Marte supera a Mercurio en Narbonense, lo excluye en Aquitania propiamente dicha, mientras que Mercurio excluye a Marte en el este y lo supera en la zona militarizada de los Campos Decumates.»
También existen contracorrientes dictadas por fidelidades tenaces, por negativas a alinearse, tanto en Siria, con el resurgimiento de cultos prehelénicos, como en Galia, con el desarrollo de los cultos druídicos, que escapan a la represión vigilante de Roma. ¡Y qué decir de la intrusión vigorosa del culto de Mitra que gana Italia y la misma Roma, tras extenderse a través de los campamentos militares; o de san Pablo ¡que defiende su causa en Atenas ante el Areópago! Negativa básica para alinearse: Oriente sigue fiel a sus idiomas antiguos y el griego sigue combatiendo victorioso al latín. Ése es, incluso para el amplio campo cultural del Mediterráneo, el desequilibrio esencial.
La civilización comunitaria se insinúa más fácilmente en los detalles de la vida material. El capuchón de Cisalpina, la poenula, se impone en Roma y en los países fríos; el vino italiano seduce a los galos; por su parte, las braies y los tejidos de Galia se exportan al otro lado de los montes; el pallium griego, un abrigo que sólo es un amplio paño de lana que se pasa sobre el hombro y se enrolla en la cintura, se convierte en la vestimenta de muchos romanos, en particular de los filósofos; en todo caso es la ropa que Tiberio, exiliado en Rodas, no se quería quitar; los cocineros intercambian sus recetas y sus especias, los jardineros sus semillas, sus esquejes, sus injertos. El mar había facilitado desde hacía tiempo los viajes de este tipo, pero con la autoridad sin límites del imperio, las barreras caen y todo va más deprisa.
El paisaje tiende a la uniformidad
Lucien Febvre, en un artículo muy breve y expresivo (1940), imagina las sorpresas de Heródoto, «el padre de la historia» si se encontrara con los campesinos del Mediterráneo en nuestros días. Plinio el Viejo, que vivió unos siglos más tarde (23-79), sería más difícil de asombrar. Y sin embargo, no conocía ni el eucalipto venido de Australia ayer, ni los regalos de América tras el descubrimiento: el pimiento, la berenjena, el tomate, el prolífico higo chumbo, el maíz, el tabaco y tantas plantas ornamentales. No obstante, sabía, por haber reflexionado sobre ello, que las plantas, los injertos habilidosos, están deseando viajar y que el Mediterráneo ha sido una zona de difusión.
Todo ha circulado, en general de este a oeste. Plinio lo cuenta así: «El cerezo no existía en Italia antes de la victoria de Lúculo sobre Mitrídates (en el 73 a. C). Este último fue el primero que lo trajo del Ponto y en ciento veinte años, cruzando el océano, llegó hasta Bretaña.» También en tiempos de Plinio, el melocotonero y albaricoquero acaban de llegar a Italia, el primero originario de China, sin duda, a través de Asia Menor; el segundo llegado desde el Turquestán. Desde Oriente, el nogal y el almendro habían llegado un poco antes. El membrillo, más antiguo sin duda, viene de Creta. El castaño es un regalo de Asia Menor, bastante tardío: Catón el Viejo (234-149 a. C.) no lo conocía.
De estos viajeros, los más antiguos —difíciles de imaginar, a no ser clavados desde toda la eternidad en el paisaje mediterráneo— son el trigo omnipresente (y los demás granos), la vid flexible, el olivo, tan lento en crecer y producir. Nativo de Arabia y de Asia Menor, el olivo parece haber llegado hacia Occidente a manos de los fenicios y los griegos y los romanos mejoraron su difusión. «Actualmente —escribe Plinio— ha cruzado los Alpes y llegado al centro de las Galias y las Españas», es decir, al avanzar, se sale de su hábitat óptimo. ¡Incluso se intentó implantarlo en Inglaterra!