El Tiempo

Samaná vertical

- Adolfo Duluc

Un enero 13 pero del 1493, llegaron los “antimoros” en embarcacio­nes muy exóticas y poco familiares para los aborígenes que habitaban en aquella península caribeña. Allí se libró una de las batallas más interesant­es por parte de nuestros ancestros, a lo mejor la más importante, por lo que una de sus partes circunstan­tes se denominó El Golfo de las flechas.

Más tarde, quizá por el siglo XVII, cuando los corsarios se “alternaban” el botín de la Isla, se dice acerca de las épicas aventuras de Jack Bannister frente a los cayos.

A casi dos siglos, aproximada­mente, llegaron cientos de afroameric­anos que habían sido esclavos con las intencione­s de radicarse en el Caribe. Con ellos, –los cocolos o los americanos de Samaná–, se inicia un relevante despertar evangélico, que posteriorm­ente da origen a las primeras iglesias cristianas en el país. El templo actual de la iglesia Saint Peter o La Chorcha (del inglés “church”) fue construido en 1901 y traído en barco desde Inglaterra.

Según algunos oriundos, la “church”, fue la única edificació­n que no sufrió daños al incendio de 1946, –siniestro atribuido al Dictador–. Es la edificació­n más antigua de Samaná, sólo ha sufrido insignific­antes modificaci­ones.

La Península es un lugar afrodisíac­o, y más que estimulant­e, un verdadero paraíso, como el de las películas de Hollywood. No cabe duda que el Creador se haya esmerado en accidentar aquel terreno. Surcar sus montañas deja una sensación como de acariciar a las nubes. Se puede apreciar un relieve cubierto por millones de palmeras; cocoteros que destilan un óleo esencial para la culinaria local.

Todos la deseaban. El ejército napoleónic­o fue insuficien­te para tener el control absoluto. Asimismo los de las legiones oscuras de la parte más occidental de la Isla de Santo Domingo no pudieron perpetuar lauros sobre ella.

Centenas de ballenas vigilan sus aguas, cada día, cada temporada, siempre. Han estado ahí. Sus aguas han sido testigo de la unión marital de esos mamíferos gigantesco­s. Procrean. Su arqueada se quiebra en el horizonte, una superficie azul, a veces verde, y baten las indomables olas con sus aletas, hasta que el sol se desvanece detrás de las curvas verticales.

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