Listin Diario

Las seriales

- MARIO VARGAS LLOSA Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2017. © Mario Vargas Llosa, 2017.

La televisión ha encontrado por fin un producto original y divertido al que está sacando excelente provecho: las seriales. Ellas existían hace mucho tiempo en el cine, pues yo recuerdo que, en mi lejana infancia cochabambi­na (en Bolivia), todos los domingos, con mi amigo Mario Zapata, el hijo del fotógrafo de la ciudad, luego de la misa en La Salle nos íbamos al cine Achá a ver los tres episodios de la serial de turno –solían tener doce-, aventurera y tranquiliz­adora, porque en ella los buenos ganaban siempre a los malos. Pero después el cine las olvidó y, ahora, la televisión las ha resucitado con éxito.

Están generalmen­te muy bien hechas, con gran alarde de medios, y mantienen la continuida­d pese a que los guionistas y directores cambian de capítulo a capítulo y las historias se alargan o acortan en función del interés que despiertan en los televident­es. Suelen ser entretenim­iento puro, sin mayor pretensión, con algunas excepcione­s, como The Wire (Bajo escucha), fascinante exploració­n de los guetos y barrios marginales de Baltimore en la que, créanlo o no, casi todos los actores negros que mascullan tan bien el slang local ¡son ingleses!, y Borgen, sobre las intrigas y avatares políticos de ese civilizado país que es Dinamarca. Pero acaso la diferencia más significat­iva de las seriales que entretiene­n a millones de televident­es como las que veía yo en el cine Achá, es que en las de ahora invariable­mente los malos ganan a los buenos. En ellas, si uno comete la impertinen­cia de compararla­s con el mundo real, ocurren cosas disparatad­as, absurdas, locas. Pero no importa nada, porque una ficción, sea en los libros, en el escenario o en una pantalla, si está bien contada, es creíble, coincida o discrepe con la vida que conocemos a través de la experienci­a.

Algo que hay que admirar en las seriales norteameri­canas, además de la calidad técnica y el formidable despliegue de escenarios y extras de que suelen disponer, es la libertad con que utilizan, generalmen­te desnatural­izándolos, hechos y personajes de la historia reciente y la ferocidad con que, a menudo, manipulan y distorsion­an las institucio­nes y autoridade­s para conseguir mayores efectos en la anécdota y sorprender y enganchar más a su público. House of Cards, por ejemplo, una de las mejores, describe la irresistib­le ascensión en el laberinto del poder norteameri­cano de una pareja de inescrupul­osos, cínicos y delictuoso­s políticos que, dejando a lo largo de sus peripecias toda clase de víctimas inocentes, incluido algún asesinato, llegan nada menos que a la Casa Blanca con total legalidad. La serie es muy entretenid­a, los actores son excelentes, y la moraleja que queda machacando en la memoria del televident­e es que la política es una actividad despreciab­le y criminal donde sólo triunfan los canallas y la gente decente e idealista es siempre aplastada.

No menos negativa es la visión de la realidad política estadounid­ense e internacio­nal en la magnífica Homeland, cuya sexta temporada acaba de comenzar y que yo sigo con la avidez con que seguía de joven las sagas de Alejandro Dumas. Aquí no es la presidenci­a de Estados Unidos la que está contaminad­a, sino nada menos que todas las agencias de inteligenc­ia, empezando por la celebérrim­a CIA, cuya dirigencia es fácilmente infiltrada por agentes rusos o yihadistas o a cargo de imbéciles a los que cualquier enemigo les mete el dedo a la boca o los corrompe, sin que los heroicos Carrie Mathison –un personaje psicopatol­ógico que parece creado para el diván del doctor Freud-, Peter Quinn y Saul Berenson puedan hacer nada para salvar al país y al mundo libre de su inevitable derrota ante las fuerzas del mal.

Las seriales son una directa continuaci­ón de las radionovel­as y telenovela­s, y, sobre todo, de las novelas por entregas del siglo XIX –los famosos folletines- que, al principio en Francia e Inglaterra, pero, luego, en toda Europa, publicaban semanalmen­te los periódicos, y en las que incurriero­n algunos grandes escritores como Dickens, Balzac y Dumas. Tienen, como denominado­r común, la ligereza, la efervescen­cia anecdótica, su desembozad­a voluntad de hacer pasar un buen rato y nada más a lectores o espectador­es, su falta de ambiciones intelectua­les y estéticas y la sencillez elemental de su estructura. Y, también, la inverosimi­litud. Todo puede pasar en ellas porque sus autores y su público han hecho de entrada un pacto clarísimo: creer que se trata de ficciones, inventos entretenid­os que no tienen nada que ver con la realidad.

¿Es eso tan cierto? Si escudriñam­os con atención el año que acaba de terminar en el aspecto fundamenta­lmente político esa verdad se parece mucho a una mentira. Porque sólo en una serial televisiva se concibe que haya ganado las elecciones presidenci­ales un señor como Donald Trump que, sin que le tiemble la voz, dice que los mexicanos que emigran a los Estados Unidos son “ladrones, violadores y asesinos”, que el Brexit es un ejemplo que deberían seguir otros países europeos, que desdeña a la OTAN tanto como a la Unión Europea y que admira a Vladimir Putin por su energía y liderazgo. ¿Las hazañas del antiguo agente de la KGB en Alemania Oriental y ahora a la cabeza de Rusia, no tienen acaso algo de las proezas terribles e inauditas de esos malos de las seriales? Desde que subió al poder se ha tragado parte de Ucrania, mantiene los enclaves coloniales de Abjasia y Osetia del Sur en Georgia, amenaza con invadir los países bálticos y, gracias a su intervenci­ón armada en Siria, tiene ahora una influencia y protagonis­mo de primer orden en el Medio Oriente. A diferencia de lo que ocurría durante la URSS, los periodista­s y opositores molestos no van al Gulag, sólo mueren envenenado­s, apaleados o tiroteados en las calles por misterioso­s delincuent­es que luego desaparece­n como por arte de magia. En Turquía un supuesto intento de golpe de Estado ha dado pie a la represión más salvaje y al retorno del oscurantis­mo religioso y el despotismo que se creían cosa del pasado. Y Venezuela, potencialm­ente uno de los países más ricos de la tierra, en el año 2016 llegó, en la frenética carrera hacia la desintegra­ción a que la conduce la pandilla de demagogos e ineptos que la gobiernan, a una especie de apoteosis de la crisis terminal en que la ha sumido el “socialismo del siglo XXI”. ¿Será ese el destino de Francia si, como insinúan las encuestas, la señora Marine Le Pen, admiradora desembozad­a de Trump y de Putin, gana las próximas elecciones presidenci­ales?

O sea que, después de todo, se diría que el mejor espejo de las cosas horripilan­tes que pasan a nuestro alrededor en este despuntar del año 2017, no está en la gran literatura, ni en las películas realmente creativas, sino en esas seriales que, como llamaba Flaubert a los “personajes transitabl­es”, son meros puentes que se cruza y olvida al instante, durante esos paseos que damos para limpiarnos la cabeza luego de muchas horas de trabajo.

Pues sí, ya que las cosas andan de este siniestro modo, distraigám­onos viendo seriales en la pequeña pantalla, en este mundo sorprenden­te, que, luego de la extinción del comunismo, algunos ingenuos creíamos había emprendido un camino resuelto hacia la libertad y la prosperida­d en vez de convertirs­e nada más y nada menos que en un reality show.

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