Listin Diario

Duelen por siempre

- ALICIA ESTÉVEZ Para comunicars­e con la autora alicia.estevez@listindiar­io.com lavida@listindiar­io.com

Guardo, como si me lo hubiesen grabado con fuego, el recuerdo de un día en que mi profesora de segundo grado de primaria debió decirme algo muy desagradab­le porque me eché a llorar y yo nunca he sido propensa a derramar lágrimas cuando otros me cuestionan. Lejos de conmoverse, ella se burló de mi llanto y lo catalogó como “lágrimas de cocodrilo”. Ignoraba, en ese momento, a qué hacía referencia, pero supuse que era algo malo. Lo que me quedó clarísimo fue la burla, la risa de esa maestra que encontró coro entre mis compañeros de clases.

No estudiaba en una selva, asistía a un colegio que era lo mejor en cuanto a educación en mi pueblo, en esa época. Y a esa educación tengo mucho que agradecerl­e. Pero era el método poco pedagógico de entonces, arbitrario, cruel y despótico, que algunos profesores aun utilizan y que deja traumas en la vida de nuestros hijos como los dejó en muchos de nosotros.

Porque aquella risa irónica e hiriente, que creía olvidada, afloró el pasado fin de semana a mi memoria mientras participab­a en un retiro religioso, donde nos pidieron recordar cómo nos marcaron nuestros profesores. Allí asumí, con toda la seriedad que implica, que los docentes son importante­s en nuestras vidas, nos estimulan o nos castran, y los padres deberíamos tenerlo claro.

Debería importarno­s cómo piensan, por ejemplo, de la violencia, el racismo o del papel de las mujeres en la sociedad. Pues, también recuerdo a un profesor con quien me enfrenté en bachillera­to porque pronunció un discurso misógino, es decir, de odio contra las mujeres. Además, debe importarno­s en qué creen. Si usted educa a sus hijos en una fe y unos valores, no se le ocurra meterlos donde le hablen un lenguaje distinto. Porque lo que aprendemos en el pupitre permanece. A aquella profesora de segundo no la he visto más, no sé si ya falleció, pero a otra maestra, la de tercer grado, de quien también guardo un recuerdo algo triste, me la encontré una vez. Sin que le reclamara, ella me explicó, con lágrimas en los ojos, que con sus correccion­es no pretendía herir a sus alumnos, por el contrario, todo lo que hacía buscaba su bien. Le creo. Y es probable que la de segundo grado pensara igual, pero no siempre tomamos el camino correcto para cumplir con un buen propósito. De ahí que los padres debemos estar pendientes. Vamos a prestar atención al trato que nuestros hijos reciben de sus profesores para no permitir que, en lugar de estimularl­os, alguien les deje cicatrices en el alma. Pues quedan marcadas con fuego y duelen por siempre.

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